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El musical es sui generis. No es teatro. No es ópera. Es… showbusiness, kid. Pero aun ahí, en ese limbo cuya tradición es la del burlesque, la extravaganza, la opereta y las revistas, es posible llevar el asunto hasta las costas milagrosas de Porgy and Bess. También, claro, se puede poner a diez gatos a cantar y hacerse millonario. Es decir que, a diferencia del teatro o la ópera, un musical no tiene, en principio, que ser la mar de interesante, ni estar escrito con particular agudeza, ni tocar temas demasiado importantes, ni tener una partitura genial. (Aunque, insisto, siempre tendremos a Gershwin, Porter, Weill y Bernstein para probar lo contrario.) La única condición irrenunciable es que sea deliciosamente entretenido. Como dice una canción de la obra Chicago: Long as you keep ’em way off balance / How can they spot you got no talents? / Razzle Dazzle ’em and they’ll make you a star.

Bésame mucho
     Que el musical sea, en principio, un mero divertimento, no significa que hacerlo bien sea un asunto sencillo. Hasta para entretener se necesita talento. Mucho, de preferencia. Hace unos meses se estrenó en esta ciudad Bésame mucho, el musical. Una costosa producción del grupo OCESA que promete, en sus constantes anuncios, entregarnos “el bolero como nunca lo hemos escuchado”. Y lo cumple. Nunca los boleros habían sonado más sosos.
     Desde hace algunos años es posible ver en las grandes carteleras del mundo una serie de comedias musicales cuyo argumento nace de la más o menos coherente reunión de diversas canciones preexistentes (como Movin’ Out, de Twyla Tharp, y Mamma Mia! basadas respectivamente en los éxitos de Billy Joel y del grupo ABBA, o Dancing in the Streets, orquestada a partir de los clásicos del motown, entre otras). Ésta es también la idea detrás de Bésame mucho. En este caso, se retoman algunos de los más conocidos boleros, desde el que da título a la obra hasta “Cheque en blanco”, pasando por “Nosotros”, “Contigo en la distancia”, “Frenesí” o “Piel canela”, para esbozar, apenas, una historia de amor que, como el bolero mismo (¡Eureka!), nace en Cuba y termina en México. Tan tán.
     De hecho, Bésame mucho tiene todo lo que uno supone habrá en un gran musical (escenografía vistosa, más de treinta actores en escena, una orquesta, plumas, lentejuelas y muchas, pero muchas, luces de colores) excepto, ay, un gran musical. Dicho de otro modo: lo que a esta obra le falta es “oficio” (lo que en inglés se conoce como showmanship). Fuera de un par de voces femeninas que, sin ser deslumbrantes, cumplen cabalmente con su propósito, esta obra comete el peor pecado posible (al menos en la calle cuarenta y dos): mucha producción, escasa diversión. Lo que se nos da es casi tres horas de diálogos en extremo convencionales que no tienen otra función que la de entrelazar, de la manera más burda posible, los cerca de ¡treinta! números musicales que la componen. Sin exagerar: después de una típica pelea, la chica abandona furiosa el departamento del chico (un Plutarco Haza que, para el fin que nos ocupa, ¡no canta ni baila!). Él mira hacia la puerta y dice: “¡Oh, no, la puerta se cerró detrás de ti!” Entra la música y él continua: “Y nunca más volviste a aparecer…” Y así, una tras otra.
     La culpa de este equívoco no es, desde luego, ni de Agustín Lara, ni de Manzanero, ni de ninguno de los grandes boleristas, sino de los productores que en lugar de sacarle jugo a esta genuina expresión popular, que imagino habrán juzgado poco sofisticada, apostaron por un forzado apareamiento de Broadway con la canción romántica. Al final, el problema es que no acaba de ser, como se dice: the real thing, por ningún lado.
     Cabaret
     No digo que deberíamos renunciar a la posibilidad de producir nuestras propias comedias musicales para sólo importarlas, como hemos hecho siempre. Tampoco veo interés alguno en, como presumen los productores de Bésame mucho, explorar el territorio del “musical mexicano”. Imagino atroces lugares comunes bajo ese rubro. En cambio se podría, a la larga, dar con una forma artística, no sé si más auténtica pero al menos más eficaz y, por ello, mucho más entretenida. Por ahora tal vez tengamos que contentarnos con adoptar, e incluso adaptar, como hizo Felipe Fernández del Paso con Cabaret, los productos que funcionan en otras carteleras.
     A decir verdad, la adaptación de este Cabaret es mínima. El material es el de siempre, con algunos matices que, me temo, se le ocurrieron antes al director Sam Mendes (que la puso primero en Londres y después en Nueva York). Pero quizá eso tendríamos que agradecerlo. Siempre es mejor apegarse a las convenciones que correr el riesgo de despojar al material de todo sentido. Además, quién podría aspirar a mejores convenciones que las impuestas por este legendario musical. Cabaret es un caso aparte: su trama es compleja, sus letras ingeniosas, su humor despiadado. Puras sutilezas que, además, deben caer en el compás exacto. Esto lo convierte en mucho-más-que-un-musical, pero también hace que sea casi imposible una feliz traducción del texto y, en consecuencia, que el asunto pierda mucha de su gracia original. Si, encima, los productores le otorgan el estelar a una conocida actriz de telenovelas, la cosa se torna preocupante. Pero no demasiado. Para empezar porque el equívoco ha sido hasta cierto punto enmendado con la reciente salida de Itatí Cantoral. Ahora el papel de Sally Bowles lo lleva Tiaré Scanda que, aunque todavía insegura en el rol estelar, sin duda ganará para la obra todo lo que su antecesora echaba por tierra. Con el cambio, Cabaret podría llegar a darnos lo que se espera: tres horas del mejor entretenimiento posible. La producción ya es correcta (La vida es bella, las chicas son bellas, incluso la orquesta es bella…), sólo me parece que hay que tener cuidado con Luis Roberto Guzmán, un actor con una insólita preparación musical que, sin embargo, está llevando su M.C. hacia un extremo inquietante: el del payaso.

Violinista en el tejado
     Así las cosas, también hay musicales que se vuelven a montar sólo por nostalgia. Tal es el caso de este nuevo Violinista que, en pocas palabras, de nuevo tiene sólo el elenco (encabezado por Pedro Armendáriz). No pretendo sugerir que la obra podría haber sido renovada. Como dice el archiconocido número musical que la inaugura: ¡Tradición, tradición! Eso es lo que hay aquí, la viejísima tradición del musical, diríamos, naïve. Con todos los defectos de esa virtud. Me parece que incluso la escenografía y el vestuario son los mismos usados hace casi treinta años por Manolo Fábregas. Eso tiene una ventaja: si entonces gustó, no hay razón para pensar que esta vez será distinto. –

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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