Recuerdo de los contemporáneos

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Recordar, volver a traer al corazón las imágenes de estos personajes singulares que fueron los Contemporáneos, es un ejercicio nostálgico. Me fuerza a aceptar que soy un viejo que está rememorando lo que ocurrió allá por los años cuarenta y hasta los setenta, es decir desde hace sesenta años y cuando yo andaba en mis veinte.
Ahora todos ellos, los Contemporáneos, han muerto, y quienes, mozos, los alcanzamos, somos pocos y pronto nos iremos también. Apresurémonos, pues, a recordarlos.
     De los nueve escritores básicos del grupo no conocí a Enrique González Rojo, por sus ausencias diplomáticas y su temprana muerte en 1939. En cambio, junto con mi grupo antiguo, fuimos muy amigos de su padre, el poeta Enrique González Martínez. Tampoco conocí a Jorge Cuesta. Su horrible muerte en 1942 me irritó y lo escribí. Entonces Xavier Villaurrutia me regañó con toda razón.
     Recojo, a continuación, mis encuentros y recuerdos con los otros siete Contemporáneos.
      
     Carlos Pellicer (1897-1977)
     1. Recién llegado de Guadalajara y aficionado en serio a la música, iba a los conciertos de la Orquesta Sinfónica de México que dirigía Carlos Chávez. Compraba muy baratos abonos para la serie de los domingos por la mañana y en el tercer piso del Palacio de Bellas Artes. Entre las personalidades que allí saludaba recuerdo al filósofo José Gaos. Una de las fiestas memorables de estos conciertos era escuchar Pedro y el lobo de Prokofiev, narrado por Carlos Pellicer, que comenzaba, con su articulación perfecta: "Una linda mañana Pedro abrió la reja y salió a la ancha pradera…"
      
     2. De 1943 a 1946 tuve mi primer trabajo formal como secretario de Jaime Torres Bodet, ministro de Educación Pública. Allí solía ir a acuerdos Carlos Pellicer que era director de Bellas Artes. En una de estas visitas me pidió que se le hiciera un acuerdo —instrucciones en media hoja para cuestiones menudas— a fin de que el Administrativo le suministrara quince millones de pesos para parar el hundimiento del Palacio de Bellas Artes, y le pidió a don Jaime que se lo firmara. "Carlitos —le dijo—, escoge: ¿salvamos a Bellas Artes o hundimos el país?"
      
     3. Como a todo el mundo, Carlos me decía: "Señor arquitecto o señor ingeniero o señor contador", y yo solía decirle que era el mayor poeta del siglo XIX, por su nacimiento en 1897, lo cual no le gustaba.
     4. Carlitos me decía: "Señor arqueólogo: venga a mi casa a ver mi Nacimiento, que es una obra maestra. Si no va, usted se va a arrepentir toda su vida". Lo más triste es que nunca fui y me he arrepentido de haberme perdido esa fiesta única.
      
     5. Lydia y yo lo encontramos en Villahermosa, y nos llevó a ver el Parque Arqueológico de La Venta, con figuras olmecas monumentales, cocodrilos y selva. El lugar donde se alojaba me conmovió. En el estrecho cubo inferior de una escalinata, había un catre, una mesita con algunos libros, una silla y clavos para colgar su ropa. Como un franciscano.
      
     6. Me visitó en el Fondo de Cultura, cuando en sus últimos años era senador de la República. Me dijo que quería donar una pequeña biblioteca básica para cada uno de los 17 municipios de Tabasco. Me informó cuánto ganaba al mes para que lo dividiera entre los municipios.
      
     Bernardo Ortiz de Montellano (1899-1949)
     1. Era un hombre discreto y estudioso, más bien opaco. Fui muy amigo de su sobrino Bernardo Jiménez Montellano, hijo del historiador Julio Jiménez Rueda y de una hermana de Bernardo el mayor. El joven Bernardo comenzaba su obra literaria y se ahogó en Acapulco.
     De Bernardo el mayor, el poeta del sueño, la anestesia y la muerte y traductor de Rilke y Eliot, recuerdo una situación miserable. Fui a verlo, agonizante, con Octavio G. Barreda, quien después de presenciarlo me contó lo siguiente. Bernardo vivía con una señora estadounidense y, muy enfermo, lo visitó un sacerdote confesor. Apenas se podía comunicar mediante un apretón de manos para decir sí, y dos para negar. El confesor le condicionó la absolución a que, en caso de que viviera, abandonaría a la señora. El pobre tuvo que decir que sí con un apretón.
      
     José Gorostiza (1901-1973)
     1. Don Jaime Torres Bodet, secretario de Educación, nos invitó, hacia 1945 o 1946, a una gira de trabajo por el norte de la República, en un carro especial de los ferrocarriles. Íbamos su mujer, Josefina, José Gorostiza, Rafael F. Muñoz, Jorge González Durán y Pina, su mujer, Amalia, que era entonces mi mujer, y yo. Recuerdo que nos detuvimos en Aguascalientes, en Zacatecas y en algún lugar al norte. Visitábamos las escuelas y don Jaime decía discursos y resolvía sus problemas, y veíamos los lugares históricos o artísticos.
     En Aguascalientes el gobernador era un señor al que le decían El Chapo y nos agasajó con un platón de ricas carnitas, tortillas, salsas y cervezas, que a algunos nos indigestaron. En Zacatecas nos recibió el gobernador Leobardo Reynoso, quien tenía como asesora social a una señora yucateca elegante, que disponía todo en la residencia oficial. Visitamos el monasterio de Guadalupe, antes de su restauración, pero que era ya un lugar lleno de paz y belleza. Le gustó tanto a Pepe Gorostiza que le dijo a don Jaime: "Jaime, quiero venir a vivir aquí. Consígueme una chamba".
     Por las noches, cuando viajábamos en el tren, después de cenar nos reuníamos en el salón del carro y, a oscuras, cantábamos todos. De nuestros coros, que alentaba sobre todo Rafael F. Muñoz, recuerdo una preciosa canción, que debe llamarse El tecolote, y dice así:
      
     Tecolote de guadaña,
     pájaro madrugador,
     quién tuviera tus alitas
     para ir a ver a mi amor.
      
     Ticuricú, ricú, ricú,
     ticuricú, ricú, ricú,
     quien tuviera tus alitas
     para ir a ver a mi amor.
      
     Si yo fuera tecolote
     no me cansaría en volar
     me estaría en mi nidito
     acabándome de criar.
      
     Tecolote, ¿qué haces ai
     parado en esa pader?
     Espero a mi tecolota
     que me traiga de comer.
      
     2. Con motivo del centenario de Manuel Acuña, en 1949, el gobernador local nos invitó a Saltillo, Coahuila, a un nutrido grupo de gente de pluma, mayores, medianos y menores: Agustín Yáñez, José Gorostiza, Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte, Antonio Gómez Robledo, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Rodolfo Usigli, Andrés Henestrosa, Alí Chumacero, Carmen Toscano, Catalina Sierra y Amparito, que luego se casaría con el pintor Pedro Coronel. De estas bellezas, la más apetitosa era Amparito. En un baile, Pepe Gorostiza se aficionó a su compañía y no perdió pieza bailando con ella.
      
     3. Cuando viví en París, en mis vacaciones solía visitar a don Jaime Torres Bodet, y en 1973, la última vez que lo vi, me dijo: "¿Supo cómo murió el pobre Pepe Gorostiza? Aquel hombre que era todo inteligencia, se había convertido en un ser estúpido y babeante. Tenemos que evitar llegar a eso".
     Poco después, en 1974, don Jaime, ante la amenaza de sus males, se suicidó.
      
     Jaime Torres Bodet (1902-1974)
     1. Conocí a Jaime Torres Bodet cuando, empujado por la Segunda Guerra, regresó del Servicio Exterior en Europa en 1940, para hacerse cargo de la Subsecretaría de Relaciones. Por entonces, dio en la Facultad de Filosofía y Letras un curso sobre la novela francesa moderna. Asistíamos apenas tres o cuatro alumnos: una señora enlutada, un oscuro señor de edad, Carlos Héctor de la Peña —autor luego de un libro incomprensible precisamente sobre La novela moderna— y yo. A pesar de ello, Torres Bodet nos explicaba a Giraudoux, a Gide, a Valery Larbaud y a Lacretelle como si estuviese ante el más amplio y riguroso auditorio, y sus exposiciones tenían esa elegancia, esa perfección y esa brillantez que luego me serían familiares.
      
     2. Cuando don Jaime fue designado secretario de Educación Pública, a fines de 1943, por conducto de Bernardo Jiménez Montellano —trágicamente muerto poco después, como ya dije— me pidió fuera a hablar con él: me ofrecía su secretaría particular, que no sin temor acepté. A los 25 años aquella responsabilidad y aquel severo rigor me fatigaban, pero al mismo tiempo fueron para mí un aprendizaje fundamental. Trabajar al lado de una mente tan disciplinada, de pensamiento tan lúcido y de tan ejercitado rigor en la organización de su vida fue, en efecto, un privilegio. Torres Bodet, funcionario desde los veinte años —al lado de José Vasconcelos— y dueño de una singular vocación para el servicio público, era, a los cuarenta, no una persona y además el ministro de Educación, sino todo él un funcionario público que concentraba su vida entera en la atención de su responsabilidad. Era la máquina humana más precisa y de mayor potencia para el trabajo intelectual que hasta entonces había conocido. Después de despachar los acuerdos y atender la audiencia pública durante nueve o diez horas, hallaba tiempo y fuerzas para escribir un discurso durante la noche, y el descanso dominical le permitía elaborar un reglamento o esbozar un programa. Su misma vida personal e incluso sus afectos íntimos parecían haber sido ajustados al marco de sus deberes oficiales, como si gobernara su existencia la norma más severa que le hubiera hecho renunciar, desde siempre, a todo desmayo, a toda complacencia, a todo relajamiento. Quienes ganaban con este estoicismo cívico eran el ministerio y la causa de la educación, servidos con tal rigor y con tan docta inteligencia.
      
     3. En sus últimos años, don Jaime instituyó una celebración anual, el santo de Josefina, su mujer, el 19 de marzo, con una gran comida. Reunía entonces a viejos y nuevos amigos, a diplomáticos y a funcionarios. Recuerdo a Rufino Tamayo, a Carlos Pellicer, a Salvador Novo, a Rodolfo Usigli, y a Raoul y a Carito Amor, a los Martínez Báez, a Rafael Solana, a Manuel Tello, a Carlos Chávez, a Manuel Sandoval Vallarta, a Antonio Carrillo Flores, a Eduardo y Laura Villaseñor y a tantos otros. Había comida mexicana, moles, pipián, arroz y frijoles, vinos franceses, y no olvidaré un vin de Paille, como aperitivo, que nunca he vuelto a disfrutar.
      
     4. Nunca curioseé a fondo su biblioteca principal, aunque muchas veces la vi de reojo. Don Jaime no tenía parientes ni amante y su único vicio eran las grandes ediciones francesas, los ejemplares especiales y numerados y las grandes encuadernaciones. En eso se gastaba los buenos salarios que recibió en sus tres ministerios, en la dirección general de la Unesco y en su embajada final.
     Cuando murió, doña Josefina, su viuda, decidió deshacerse de los libros y el único comprador que se presentó fue Petróleos Mexicanos, que se llevó la que llamo biblioteca principal, esto es, la de las grandes ediciones francesas —creo que por quince mil pesos, que los valían dos o tres de los libros— y los instaló en un local de la Avenida Juárez. Me invitaron y me dieron una tarjeta de visitante. Me irritó que la bibliotecaria primitiva que los ordenó les pusiera etiquetas sobre las pieles preciosas, y lo dije, pero ya no había remedio. Al fin Pemex prefirió deshacerse de aquel extraño bien y lo dio a la Universidad Nacional. Hace tiempo, en el Instituto de Investigaciones Filológicas, los vi abandonados y empolvados. Sugerí que los limpiaran y que se hiciera un precioso libro con portadas, ilustraciones y descripciones de estas joyas. Me prometieron hacerlo con la edición, en litigio, del archivo de Jaime Torres Bodet, que compraron la UNAM y El Colegio de México. Así terminan los bienes de este mundo.
      
     Xavier Villaurrutia (1903-1950)
     1. Para hacerle una entrevista que se publicaría en Tierra Nueva, a principios de 1940, Xavier Villaurrutia, a quien veíamos por primera vez, nos recibió en el pequeño departamento que tenía en la calle de Artículo 123, decorado con cierto gusto entre refinado e intencionadamente amanerado, con muebles y pintura del siglo XIX. Imagino que Xavier buscaba no sólo complacer una afición suya, sino encontrar un contraste con el tono de su inteligencia, tan sobria y precisa.
     Mis amigos y yo íbamos a conocer al poeta admirado, metálico, frío y exacto de los Nocturnos, y encontramos, además, un conversador que en lugar de elocuencia prefería la exactitud y en lugar de los toques pintorescos optaba por el efecto de los retruécanos ingeniosos, a los que era tan afecto, y que parecían resolver en los ángulos de su juego lógico la confusión de las ideas.
     Después conversaría muchas veces con Xavier en la redacción de Letras de México y de El Hijo Pródigo, y en la peña del Café París, y cada encuentro me renovó la misma sensación de esa inteligencia permanentemente lúcida, inalterable por las pasiones. Cuando en alguna fiesta se veía venir el caos, Villaurrutia tenía el don de desaparecer en el momento justo sin que nadie lo percibiera, pero mientras tanto solía ser un bailador notable, si de ello se trataba.
     Mantenía su trato intelectual separado radicalmente de su vida privada con ese mismo tacto elusivo, discreto que hay en su obra. Se había trazado una norma de vida y un estricto programa para su obra que acató siempre; consciente de las limitaciones de su breve reino, se dedicó a perfeccionarlo y nunca incursionó fuera de su veta.
      
     2. Allá por los años cuarenta, se anunció en la Facultad de Filosofía y Letras, en Mascarones, que Xavier Villaurrutia daría una conferencia. Su título era "Introducción a la poesía mexicana" y allí estuvimos mis amigos y yo. A la hora anunciada subió Xavier al estrado y, como primera providencia, sacó de su bolsillo la caja de cigarrillos y tomó uno que, sin encender, mantuvo entre sus dedos todo el tiempo. Era un actor consumado, el actor de la sobriedad. Tenía una voz discreta, persuasiva aunque no enfática, y sabía administrar las pausas, los silencios.
      
     3. De su pluma tengo algunas cartas de asuntos relacionados con la revista El Hijo Pródigo, sin mayor interés, y unas cuantas dedicatorias de libros. Conseguí un folletito que debe ser de sus primeras publicaciones: La poesía de los jóvenes de México, Ediciones de la Revista Antena, México, MCMXXIV, de 26 páginas y colofón que dice que cuidaron su impresión Daniel Cosío Villegas y José C. Vázquez. Debo haberle pedido que me lo dedicara y puso: "A José Luis, esta juvenil muestra de mi admiración por P. H. U., de quien repito varias lecciones, y de mi atrevimiento de predecir —o inventar— una generación de poetas. XV".
     La lección de Henríquez Ureña es la nómina de "nuestros poetas mayores": Gutiérrez Nájera, Othón, Díaz Mirón, Nervo, Urbina, Tablada y González Martínez. Y después de un repaso muy brillante del curso de nuestra poesía, se refiere a la generación del "grupo sin grupo", la de sus compañeros que hoy nombramos los Contemporáneos. Xavier Villaurrutia la reduce a estos siete poetas: Torres Bodet, Pellicer, Ortiz de Montellano, Novo, González Rojo, Gorostiza e Ignacio Barajas Lozano. Con excepción de este último, que no perseveró y prefirió ser médico, los demás son la nómina canónica a la que debemos añadir al propio Villaurrutia, a Jorge Cuesta y a Gilberto Owen, que se manifestaron posteriormente.
     No le gustaba abrumarse de libros o de deberes o atarse al pasado y supo morir, la Navidad de 1950, cuando aún era joven y su obra estaba cerrada. Al sepultarlo en el Cementerio del Tepeyac, donde también yace El Nigromante, Pita Amor leyó su Décima muerte.
      
     Salvador Novo (1904-1974)
     1. No puedo precisar cuándo conocí a la alta y notoria persona de Salvador Novo, aunque supongo que debe haber sido hacia los últimos años cuarenta; pero en cambio puedo afirmar que lo leí desde siempre y es, en prosa y verso, una de mis grandes aficiones.
     Desde hace muchos años, estuve empeñado en que se recogieran y publicaran las crónicas que Novo escribió en El Universal Ilustrado en los años veinte, notables por su agilidad mental, su soltura y su riqueza temática. La prosa de este primer Novo se publicó al fin en Viajes y ensayos, ii (1999), del FCE, editado por Sergio González Rodríguez, Lligany Lomelí, Mary K. Long y Antonio Saborit, que comenté y celebré en su oportunidad.
     Cuando estuve en el INBA y años más tarde en el FCE traté a Novo un poco más. Alguna vez me invitó a almorzar a su casa y conocí a su madre; varias veces fui con amigos a comer a la Capilla y creo que una sola vez asistí a una función de su teatro. Recuerdo que, en cuestión de aperitivos, le gustaba el whisky como old fashion, que ahora se pide diciendo "en las rocas". Y su receta —me parece que es suya— de la sopa de flor de calabaza, que trasmitió a las entonces jóvenes Misrachis, sigue gustándome. Nos dimos nuestros libros en estos años, y en alguno de los suyos puso unos versitos.
     La verdad es que yo le tenía un poco de miedo a su sátira y me mantuve siempre atento pero reservado. De todas maneras, fui y soy un admirador del escritor espléndido que se llamó Salvador Novo. Del último Novo hay dos crónicas extraordinarias y terribles que deben recordarse: de José de la Colina y de Jacobo Zabludovsky.
      
     Gilberto Owen (1905-1952)
     1. Después de sus andanzas diplomáticas y hacia los últimos cuarenta, Gilberto Owen estuvo en México.
     Lo acogió en la Secretaría de Comercio el siempre generoso Octavio Barreda, junto con Isaac Rojas Rosillo, Antonio Magaña Esquivel y Alí Chumacero.
     Entonces yo era secretario del Colegio Nacional y a menudo encontraba a la salida a Alí y a Gilberto que iban a "tomar la copa" en alguno de los bares del rumbo. En aquellos años yo no conocía casi nada de la obra elusiva de Gilberto Owen. Y hablábamos de las cosas del día pero no de libros y literatura. Gilberto tenía una sonrisa permanente y era siempre cordial. No sabemos si escribía o no, pero el hecho es que no publicó nada nuevo en estos años.
     Alí tuvo más paciencia que yo y, después de la muerte de Gilberto en 1952, se empeñó en reunir la obra de nuestro amigo y en convertirlo en un escritor notable. –

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