El debate sobre la ineptitud de la Unión Europea y sus instituciones para dar una respuesta digna a la crisis de los refugiados volvió a arreciar. Apenas apaciguada la crisis del euro y las tensiones con Grecia, los naufragios del verano y la multiplicación de los “puntos calientes” en nuestro perímetro exterior pusieron a los líderes de la ue de nuevo contra las cuerdas. El grado de frustración con el papel de la ue en este asunto es en gran medida fruto de las expectativas que se tienen sobre su capacidad para resolverlo. Y quizá deberíamos ajustar de modo realista dichas expectativas, sin que ello suponga dejar de exigir. La parálisis de las instituciones comunitarias es especialmente irritante cuando lo que está en juego son los derechos humanos y la esencia misma de Europa. Los gobiernos de los países miembros responden a ciclos electorales diferentes y eso dificulta aún más su coordinación y consenso en este tipo de asuntos.
Por otro lado, la ciudadanía tiene más capacidad de influencia sobre los gobiernos de sus respectivos Estados. Han sido los ciudadanos de cada país, constituyendo plataformas internacionales de voluntarios, con manifestaciones multitudinarias como las de Viena, y los ayuntamientos, que tomaron la iniciativa pese a sus limitados recursos y competencias, los que forzaron a sus respectivos gobiernos nacionales (Merkel mediante) a aceptar las medidas que correspondían. Con una triste excepción: cuatro países de Europa del Este –Eslovaquia, República Checa, Hungría y Rumania– que se oponen a cualquier acuerdo. En lugar de concentrar nuestras fuerzas en la desacreditación de Europa como un todo, habría que concentrar las exigencias para dar respuesta a la crisis en los gobiernos nacionales, sin bajar la guardia ante debates y actuaciones que pueden desarrollarse con mayor opacidad a nivel europeo.
Hay que tener en cuenta, al menos, tres cuestiones esenciales. En primer lugar, la distinción entre refugiados e inmigrantes. No hay duda de que los primeros merecen una protección especial y que Europa debe volcarse en hacer esa protección efectiva. Para ello, no basta simplemente con el cumplimiento de las obligaciones internacionales de los países; es necesario un esfuerzo logístico adicional. Pero dicho empeño especial debería evitar la estigmatización paralela de quien quiere venir a Europa desde un país que, simplemente, no está en guerra.
Mejorar las condiciones de vida de uno y los suyos es una aspiración legítima. Tratar de realizarla emigrando es, además, una estrategia racional en un mundo marcado por la desigual distribución de la riqueza y las oportunidades entre países. La Comisión Europea lleva ya más de una década insistiendo en la necesidad de abrir un mayor número de canales de entrada legal a la inmigración como forma de promover el crecimiento económico y la innovación. Pese a ello, desde el comienzo de la crisis se hace hincapié en la necesidad de vincular esa protección a los refugiados con la expulsión inmediata y efectiva de quienes son “solo” inmigrantes económicos. El vicepresidente de la Comisión Europea, Frans Timmermans, ha llegado a afirmar que “para que la protección funcione es necesario asegurar que se devuelva a todo el que no merece ser protegido, porque si no los ciudadanos europeos no creerán en nosotros”. Esta afirmación contradice, por sí sola, lo que la Comisión ha estado intentando lograr durante una década y azuza los miedos ante la invasión que explotan los representantes de la extrema derecha.
Es casi imposible esa celeridad en la devolución de quien no merece ser protegido, porque no se distingue con solo una mirada a un candidato legítimo al estatuto de refugiado de uno ilegítimo. El procesamiento de una solicitud de refugio es un trámite lento porque en la lentitud residen las garantías. De ahí la desconfianza que genera otra reciente propuesta de la Comisión: elaborar una nueva lista de “países seguros”, lo que justificaría tramitar con rapidez las solicitudes de asilo de sus nacionales. La Comisión ha propuesto incluir en esa nueva lista a Turquía, a pesar de que el 25% de las solicitudes de nacionales de este país fueron aceptadas en el último año –la mayoría de kurdos–. ¿Cómo hacer esto sin poner en riesgo el deber de protección que se pretende defender?
Por último, en este denodado intento por externalizar la responsabilidad europea de proteger a los vulnerables hacia países situados fuera de la ue, sea incluyéndolos en la lista de países seguros o ampliando sus campos de acogimiento e instalando allí los hot-spots que identifican, censan y clasifican a quienes quieren cruzar las fronteras, la ue parece dispuesta a colaborar con gobiernos que no respetan los derechos humanos. Los rumores de negociaciones con un gobierno como el eritreo, que es conocido como la “Corea del Norte de África” y acusado este mismo año por la onu de crímenes contra la humanidad, ponen los pelos de punta. Los recientes contactos con Erdogan y sus ministros, ofreciendo dinero a cambio de “frenar el flujo” hacia Europa a toda costa, tampoco inspiran mucha confianza. Hay que permanecer vigilantes con esas actuaciones que reciben menos atención de los medios que las fotos de Aylan Kurdi. Europa se ha vuelto una experta en poner parches a la crisis de refugiados y evita discutir la situación de origen.
Toda crisis saca lo mejor y lo peor de cualquier sociedad. La apertura de nuevas rutas migratorias que han cruzado los Balcanes este verano ha revelado la diversidad de discursos y visiones que existe en la sociedad europea. En los próximos meses veremos cuánto dura esta ola de solidaridad ciudadana y qué logra de sus representantes. Pero entretanto no deberíamos dejar de recordar que debilitar los derechos de otros nunca ha sido un buen camino para fortalecer los nuestros, y que la obsesión por protegernos suele acabar por hacernos más débiles. ~
(Granada, 1974) es socióloga y demógrafa en el Centro de CIencias Humanas y Sociales del CSIC