Señor director:
He leído con todo interés su revista de marzo –y las anteriores, claro. Felicidades a León Krauze, por su reportaje sobre aquella familia que emigra toda a Alabama desde Michoacán. Lo que no dice el texto –y dice mucho: es un retrato ameno y colorido de por qué resulta tan preferible para tantos compatriotas dejar el terruño, incluso una pequeña ciudad modestamente próspera como es Cherán– lo dicen las graciosas fotografías, también del autor. Me ha interesado igualmente el artículo de David Rieff sobre los nuevos católicos en Los Ángeles, y el modo en que los sacerdotes de origen irlandés y la jerarquía de allá se han visto en la necesidad de españolizarse y mexicanizarse para atenderlos –haciendo clientelismo, dirán algunos. El autor –escéptico– señala la contradicción entre, por un lado, el impulso por ejercer una labor eclesial de los pobres y de la caridad, solidaria e igualitaria, y, por el otro, el afán de conducir a la grey y los intereses de “la Iglesia” como una empresa o un Estado, con los equilibrios y componendas, o con la diplomacia, del caso. El primer estilo de trabajo, el caritativo y solidario entre iguales –la Iglesia somos todos los creyentes, no sólo los sacerdotes, monjas y obispos–, queda retratado de maravilla en lo que responde al autor el jesuita padre Gregory Boyle (p. 31): “Uno no evangeliza a los pobres: los pobres lo evangelizan a uno […] Siempre estás parado junto a los discriminados, para que la discriminación termine. Siempre acompañas a la gente que está fuera del círculo de la compasión, para que el círculo de la compasión crezca. Siempre estás en los márgenes, para que los márgenes desparezcan de una vez para siempre. Y siempre estás con los desechables, para que la gente deje de ser desechable.” Esto vale para los católicos y para todo ser humano. Vale mucho. Sólo aquí en México, hay multitud de ongs que lo avalan con trabajo práctico, y cualquiera puede incorporarse a alguna de ellas, y hacer los honores a esa condición humana (“no hacer nada por los demás es, propiamente, no valer nada” dice Descartes en su Discurso del método). Aunque Rieff no suscriba expresamente ese ideal, le agradezco haberlo incluido en su nota, y al padre Boyle haberlo declarado, y a usted haberlo publicado.