“El sufragio universal ha hablado”, dijo Ségolène Royal. “Deseo al próximo presidente de la República que cumpla su misión al servicio de todos los franceses.” Estaba vestida de blanco, serena, incluso sonriente, en una sala de conferencias del bulevar Saint-Germain. Acababa de transcurrir apenas un minuto después de las ocho de la noche, se dieron a conocer los primeros resultados de la elección, en forma de encuestas de salida. No esperó más tiempo para reconocer su derrota, la victoria de su adversario, en un ritual que es absolutamente clave, crucial, en todas las democracias del mundo.
Poco después habló Nicolas Sarkozy, junto al cuartel general de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), en la rue La Boétie. Estaba vestido de azul oscuro, la expresión emocionada, aunque también grave, quizás un poco triste. “Mi pensamiento va hacia los millones de franceses que hoy me han otorgado su confianza”, dijo. “Les quiero decir que me han hecho el más grande honor al juzgarme digno de presidir el destino de Francia… Y mi pensamiento va también hacia Madame Royal. Le quiero decir que tengo respeto por ella y por sus ideas, en las cuales tantos franceses se han reconocido. Respetar a Madame Royal es respetar a los millones de franceses que votaron por ella.” Concluyó su discurso con estas palabras: “El pueblo francés ha escogido romper con las ideas, las costumbres y los comportamientos del pasado. El pueblo francés ha optado por el cambio.”
Eran palabras que pueden parecer extrañas en un hombre que, hasta hacía pocas semanas, había sido ministro del Interior en un gobierno que llevaba cinco años en el poder, luego de treinta años de haber iniciado él mismo su carrera política en uno de los partidos más tradicionales de la derecha en Francia. Pero a nadie le parecieron extrañas. Sarkozy construyó su victoria a partir de un mensaje en favor del cambio –usó incluso con insistencia la palabra ruptura. Y lo hizo creíble por varias razones, entre ellas éstas: porque su convicción de la necesidad del cambio lo llevó a enfrentar públicamente a Chirac (quien estaba más bien inclinado por el primer ministro, Dominique de Villepin), porque demostró que tenía la energía necesaria para llevar a cabo el cambio (Le Monde, un diario cercano a Ségolène, señaló que, antes de escoger entre dos proyectos o dos visiones de la sociedad, “los franceses privilegiaron la energía”), y sobre todo porque sus ideas fueron suficientemente detalladas y coherentes como para darle credibilidad a su compromiso con el cambio. (Dijo, por ejemplo, en qué consiste la reforma laboral: romper el monopolio de representación de los cinco principales sindicatos en Francia, modificar el seguro de desempleo para castigar a quienes rechazan dos ofertas de trabajo, asegurar un mínimo de servicio de transporte público durante las huelgas y, en general, liberalizar la ley para que, siendo más fácil despedir, sea también más fácil contratar.) Su victoria fue un mandato en favor de ese cambio.
Había sido un día largo para Nicolas Sarkozy. A las nueve de la mañana llegó al Hotel Bristol, donde se encerró con uno de sus asesores para comenzar a redactar el discurso de la victoria –que todos los encuestadores pronosticaban, algunos hasta por diez puntos, como Ipsos y BVA. Hacia el mediodía, la tendencia de los votos comenzó a ser clara. A las 12:30 llegó de muy buen humor a votar a Neuilly-sur-Seine. Comió allí cerca, en casa de unos amigos. Por la tarde, ya todos los franceses sabían que había ganado: circulaban motos en las calles de París con banderas azules en que tremolaba su nombre: Sarkozy. El candidato llegó entonces a su cuartel general, que a las 8:30 de la noche dejó para dar en otro sitio su discurso de la victoria. Cenó con unos amigos en un restaurante caro y conocido de los Champs-Elysées: Fouquet’s. Muy lejos, en la Plaza de la Bastilla, sitio de encuentro tradicional para la izquierda, grupos de jóvenes tristes y asustados, algunos enfurecidos, gritaban consignas en su contra. Unas eran resignadas: Sarko, résistance!, otras ofensivas: Sarko facho, le peuple aura ta peau! Mientras tanto, los jóvenes que votaron por él –menos coloridos, más homogéneos: jóvenes a los que, claramente, la vida sonreía– estaban reunidos para celebrar en la Plaza de la Concordia, animada por cantantes amigos del candidato ganador, como Johnny Hallyday y Gilbert Montagné. Todos entonaron La Marsellesa, junto con Sarkozy. Luego empezó la fiesta.
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Dos candidatos llegaron a la cita del 6 de mayo: Ségolène Royal, elegida por el Partido Socialista en noviembre de 2006, y Nicolas Sarkozy, postulado por la Unión para un Movimiento Popular en enero de 2007. El triunfo de cualquiera de los dos significaba un cambio de generación en Francia. ¿Quiénes eran?
Ségolène había nacido en Dakar, ciudad en la que estaba destacado su padre, Jacques Royal, coronel de artillería de Francia. Su abuelo, por cierto, Florian Royal, pertenecía también a la casta militar: era general del Ejército. A los siete años, Ségolène dejó el Senegal para viajar con su familia a la Martinica. Era la cuarta de ocho hijos, educada en un ambiente católico y conservador. Al regresar a su país, vivió con su familia en la región de los Vosgos, al este de Francia. Estudió Economía en la Universidad de Nancy y más tarde, en París, en la Escuela Nacional de Administración. El año de 1978 fue clave para ella. Ese año ocurrió un incidente que recuerdan sus biógrafos en Ségolène Royal, l’Insoumise, uno de los libros que aparecieron en vísperas de las elecciones en Francia. Su padre pensaba y decía que las mujeres no tenían por qué ir a la universidad, así que ella lo llevó ante la justicia para forzarlo a pagar los estudios de sus hijas, que rechazaba financiar, y ganó el juicio (el padre, derrotado, murió poco después). Ese mismo año empezó a militar en el Partido Socialista, donde sería con el tiempo ministra de Medio Ambiente en el gobierno de Bérégovoy y ministra de la Educación en el gobierno de Jospin. Ségolène Royal, una mujer guapa y belicosa, rebelada desde niña contra la represión que conoció en su hogar, vivía ya en unión libre con el padre de sus cuatro hijos, François Hollande, hoy uno de los líderes del Partido Socialista.
Nicolas Sarkozy era más o menos su contemporáneo. Nacido en París, descendía de una familia húngara que recibió títulos de nobleza en el siglo XVII. Sus abuelos tenían un castillo en Alattyan, a cien kilómetros al este de Budapest, que su padre, Pál Sárközy, visitaba todos los veranos, hasta que dejó su país con la llegada del Ejército Rojo. Luego de muchos rodeos llegó a Francia, donde conoció a la hija de un médico de origen judío sefardita convertido al catolicismo, Benedict Mallah, originario a su vez de Salónica. El candidato de la UMP era, pues, hijo de la inmigración: la de los Sarkozy (Hungría) y la de los Mallah (Grecia). En Un pouvoir nommé désir, la periodista Catherine Nay reconstruye, a partir de entrevistas con su familia, la vida de Nicolas. Pasó su niñez lejos de su padre, al lado de su madre, una abogada que volvió a trabajar para sostener a su familia luego de su divorcio, en casa de su abuelo. El propio “Sarko” recuerda su deuda con el abuelo, austero y devoto, que combatió en la Primera Guerra en defensa del país de su adopción, Francia, y que, en un desfile conmemorativo del Armisticio de 1918, “me trepó en sus hombros para que viera pasar al General de Gaulle”. Los Sarkozy no eran ricos: Nicolas ayudó a su familia como vendedor de flores y tuvo que trabajar dos años en una tienda de helados para financiar su licenciatura de derecho en la Universidad de París. En 1983, antes de cumplir treinta años, fue alcalde de Neuilly (donde conoció a su esposa Cécilia Ciganer-Albéniz, hija de un ruso exiliado con la Revolución y bisnieta del compositor español Isaac Albéniz). Diez años después, en 1993, fue ministro del Presupuesto en el gobierno de Balladur. Y otro decenio más tarde, en 2003, interrogado en la televisión por un locutor curioso de saber “si piensa en la presidencial, en las mañanas, mientras se rasura”, contestó que sí: “Y no solamente mientras me rasuro.”
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“Ségo” y “Sarko”, como los llaman los franceses, eran los favoritos desde la primera vuelta. La campaña oficial había comenzado el 20 de marzo, cuando fue dada a conocer la lista de doce candidatos. Apenas un mes después, el 22 de abril, surgieron los dos ganadores. Esa primera vuelta fue una elección en muchos sentidos inédita. Fue la primera vez en que participó un nivel tan alto de electores: 84 por ciento (en la de 2002 participó 71 por ciento). Fue la primera vez en que ninguno de los candidatos llegó en calidad de presidente o primer ministro (en la de 2002 competían un presidente, Chirac, y un primer ministro, Jospin). Fue la primera vez en que Le Pen perdió votos con respecto de las anteriores elecciones (en 1988 obtuvo el catorce por ciento del sufragio, en 1995 el quince, en 2002 el diecisiete y en 2007 apenas el once). Fue la primera vez en que ninguno de los partidos pequeños, casi todos de izquierda anticapitalista, obtuvo al menos cinco por ciento del voto, necesario para recuperar los gastos hechos en campaña (Arlette Laguiller los rebasó con creces en 2002, a nombre de Lucha Obrera). Fue la primera vez en veinte años en que los ganadores acabaron tan separados del resto de los partidos (a pesar de que había un candidato muy fuerte en el centro: François Bayrou). Y fue desde luego la primera vez en que una mujer terminó en un sitio que le permitía ser elegida presidente de Francia.
En esa primer vuelta del 22 de abril, Sarkozy obtuvo once millones de votos, un porcentaje más alto que cualquier otro candidato de derecha desde la elección en 1974 de Giscard d’Estaing, y estaba cinco puntos encima de la abanderada del Partido Socialista. Ségolène, a su vez, sorteó aquel día los dos principales cuestionamientos que le hacían sus compañeros de izquierda: una crítica de identidad, hecha por quienes juzgaban que se había ido demasiado a la derecha, y una crítica de estrategia, hecha por quienes pensaban que estaba menos bien situada que Bayrou para derrotar a Sarkozy. Pero el dato duro seguía sin cambiar: todos los sondeos publicados desde hacía meses sobre la segunda vuelta la ponían debajo de Sarkozy. Los días entre las dos vueltas empezaron a pasar. Entonces una encuesta de TNS-Sofres-Unilog para Le Figaro, diario cercano a la Unión por un Movimiento Popular (UMP), dio el 25 de abril estos resultados: Sarkozy 51, Ségolène 49. ¿Qué significaba eso? Que una parte muy importante del voto por el centro (Bayrou) no venía de la base electoral tradicional de la Unión por la Democracia Francesa (UDF), partido que ha gobernado siempre con la derecha, sino de la izquierda, una izquierda que consideraba que François Bayrou estaba mejor posicionado que Ségolène Royal para vencer en la segunda vuelta a Nicolas Sarkozy. La moneda parecía una vez más en el aire.
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Entre el 25 de abril, cuando algunos sondeos daban apenas dos puntos de diferencia entre los punteros, y el 4 de mayo, cuando varias encuestas otorgaban ya cerca de diez puntos al candidato de la derecha, los franceses definieron el sentido de su voto. ¿Qué sucedió? Dos cosas, principalmente. Una fue el debate y la otra fue la estrategia de alianzas de la abanderada de la izquierda.
Cerca de veinte millones de franceses vieron el debate, casi tantos como vieron la final de la Copa Mundial de 2006. Fue un debate de altura, entre candidatos atractivos y elocuentes, muy bien informados (aunque la prensa francesa, quisquillosa como es, les señaló que ambos tenían equivocado el dato de la participación de la energía nuclear en la producción total de energía en el país, por ejemplo). A toro pasado, todos afirman que la abanderada del PS perdió el debate por ser demasiado agresiva frente al candidato de la UMP. La noche del debate no lo pareció, más bien al contrario: resultó atractiva su embestida, pues estaba controlada por la inteligencia (“Un presidente de la República no debe perder la calma, Madame”, le dijo a propósito de un tema delicado Sarkozy. “No pierdo la calma, pero tampoco pierdo mi capacidad de indignación”, le contestó Royal). Lo que sí sucedió fue que el candidato de la derecha tenía bastante más claras sus ideas. Ségolène, en efecto, había sido inconsistente a lo largo de la campaña –por ejemplo con respecto a su propuesta de amnistiar a los inmigrantes ilegales: dijo primero que sí, después que siempre no. Por eso la criticó el candidato de la UDF: “Es como un tango argentino: propone ideas, las retira… un paso adelante, un paso atrás.” Y por eso, también, la criticó la ministra de la Defensa: “Cambia de ideas como cambia de vestidos.” Sarkozy, en contraste, tuvo a lo largo de la campaña un mensaje consistente, atractivo para unos, odioso para otros: que había que cambiar, revalorizar el trabajo, recompensar el mérito, bajar los impuestos y reforzar la autoridad para hacer respetar la ley y el orden.
Al no tener claras sus ideas, la aspirante de la izquierda se perdió en su estrategia de alianza con el centro. Royal, sin renunciar al apoyo de la gauche de la gauche, buscó refrendar el apoyo del ala moderada del Partido Socialista (PS) (Dominique Strauss-Kahn) y conquistar el apoyo de los electores centristas de la UDF (François Bayrou). Con todos coqueteó. Pero nada los unía. ¿Qué podían tener en común, en efecto, un conservador de la UDF con un trotskista de la Liga Comunista Revolucionaria? Nada, salvo su rechazo al candidato de la derecha, quien quedó así convertido en el lema de la alianza que buscó el PS: Tout sauf Sarko. Ségolène llegó a decir, el viernes anterior a la elección, que su adversario era “un peligro para Francia”. Pero, a falta de ideas claras y coherentes, la campaña negativa no fue suficiente.
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Francia tiene una economía estancada. Tiene la deuda pública que ha crecido más rápido en los últimos diez años en Europa; tiene un índice de desempleo que abarca a uno de cada diez franceses en edad de trabajar; en el último cuarto de siglo, el PIB por persona bajó del lugar siete al lugar diecisiete en el mundo. ¿Qué hacer? La derecha, que siempre había tenido un complejo de culpa frente a una cultura nacional esencialmente de izquierda, tuvo esta vez perfectamente claras sus ideas. La izquierda, por el contrario, que siempre había tenido la conciencia tranquila, incluso al ejercer el poder, compitió esta vez con un profundo complejo de culpa, pues sabía que las reformas económicas que proponían sus adversarios eran necesarias, pero no se atrevía a abrazarlas, contrarias a su pasado y a su identidad. Ese complejo la debilitó frente a Sarkozy, quien proponía un programa coherente y sólido, basado en la refundación de la derecha, alrededor del cual supo movilizar y sumar fuerzas, abrumando a un voto de izquierda que era en buena parte defensivo. Así lo advirtió Jean-Marie Colombani, director de Le Monde: “El PS no supo llevar a cabo un trabajo comparable de refundación. Es la principal debilidad de la campaña de Madame Royal, quien tuvo la intuición de que era necesario cambiar el orden socialista, pero no lo pudo hacer sino de modo parcial, experimental, improvisado, por falta de una base sólida de reflexión colectiva previa a la elección.” Así lo dijo también Dominique Strauss-Kahn, líder de la facción renovadora del PS: “Los franceses no votaron por la izquierda porque no vieron en la izquierda la posibilidad de abanderar su esperanza de cambio.”
El 6 de mayo, Sarkozy obtuvo 53 por ciento de los votos, frente a 47 por ciento de Royal. Ganó en todas las categorías de edad, salvo en la de los más jóvenes, y en todas las categorías socioprofesionales, menos en la de los obreros. La participación –hay que repetirlo– fue contundente: 85.5 por ciento de la población salió a votar. Eso dio a Sarkozy –también se debe insistir en ello– el porcentaje más alto de sufragios de un candidato de la derecha frente a la izquierda desde los tiempos del General de Gaulle. “La brillante victoria”, dijeron los titulares rimbombantes de Le Figaro. “Sarkozy promete la apertura”, añadieron con su austeridad habitual los de Le Monde. “Duro”, dijo resignado –y ambiguo– el diario que más lo detesta, Libération. El país había votado. Nicolas Sarkozy tomó posesión el 17 de mayo como presidente de Francia. ~