Hace tiempo quiero articular algunas reflexiones sobre temas relacionados con la naturaleza humana. La oportunidad de escribir en esta revista recién nacida, me viene de perlas para hacerlo. Ahora, no debería empezar mis reflexiones sobre tan amplio asunto por algo tan accesorio y, digamos, especializado, como la inspiración poética (aunque cualquier acto humano puede servir, si le rascas, para caracterizar la especie). Pero quería arrancar mi columna (otra vez, como los santos, atado a una columna) hablando con Octavio Paz, no tanto de él como con él. Me interesa celebrar eso, que la conversación continúa, que en esta revista, caso raro en México, no hay ruptura, sino evolución natural. Ahora, el acertijo de la inspiración poética preocupó a Paz, y escribió sobre él, sobre todo en El arco y la lira. Y no estoy de acuerdo con lo que ahí dice el maestro, y quiero darle mi opinión. Por eso, aunque inapropiado, elegí este asunto para empezar y, por eso, dedico a Octavio Paz, in memoriam, estas reflexiones.
¿Quién escribe el poema, quién compone la sonata, quién pinta el cuadro? Se dirá, el poeta, el músico, el pintor los fabrican, ése es su trabajo. Pero, ¿de veras son ellos? Entonces, ¿por qué no saben bien cómo se hizo la obra en cuestión? Porque el artista no puede, por ejemplo, predecir cómo va a quedar el trabajo iniciado, avanza a ciegas, se frena, se extravía, retrocede, vuelve a avanzar, y al fin resulta, quién sabe cómo, un trabajo diferente a todo lo previsto.
Si se ha de creer a los poetas –escribe Octavio Paz–, en el momento de la expresión hay siempre una colaboración fatal y no esperada. Esta colaboración puede darse con nuestra voluntad o sin ella, pero asume siempre la forma de una intrusión. La voz del poeta es y no es suya. ¿Cómo se llama, quién es ése que interrumpe mi discurso y me hace decir cosas que yo no pretendía decir? Algunos lo llaman demonio, espíritu, genio; otros lo nombran trabajo, azar, inconsciente, razón.
Esta presencia sutil, este soplo oportuno y delicado, es la inspiración. En su versión más fuerte, que se remonta a Platón, los dioses dictan el poema, el artista se limita a recibir la revelación y a ponerla por escrito. Es, pues, mero amanuense de doña Inspiración. En su versión débil, el poeta concibe y articula el poema, y la inspiración es sólo ayuda ocasional. Pero nadie niega su presencia.
La situación modelo del soplo sutil se da en las artes temporales o sucesivas y podemos llamarla de interrupción o fuente seca. Paz la expone así:
[…] inclinado sobre su escritorio, los ojos fijos y vacíos, el poeta que-no-cree-en-la-inspiración ha terminado ya su primera estrofa, de acuerdo con el plan previamente trazado. Nada ha sido dejado al azar. […] Pero falta una palabra para rematar el endecasílabo final. El poeta consulta el diccionario en busca de la rima rebelde. No la encuentra. Fuma, se levanta, se sienta, vuelve a levantarse. Nada: vacío, esterilidad. Y de pronto, aparece la rima. No la esperada, sino otra –siempre otra– que completa la estrofa de manera imprevista y acaso contraria al proyecto original. ¿Cómo explica esta extraña colaboración? No basta decir: el poeta tuvo una ocurrencia que lo exaltó y puso fuera de sí un instante. Nada viene de nada. Esa palabra, ¿en dónde estaba? Y sobre todo, ¿cómo se nos ocurren las ocurrencias poéticas?
Este es el famoso acertijo que hay que resolver. El primer paso es emparejar las ocurrencias poéticas: el mismo problema está en la aparición de la rima inesperada (caso de interrupción y fuente seca) y en la aparición, por ejemplo, del vago vislumbre inicial del poema, digamos “hacer un poema sobre una rosa y un gusano que se la come” o algo más vago, una especie de ritmo, o un verso de arranque. No hay por qué privilegiar nada. Todas son ocurrencias poéticas igualmente enigmáticas.
Ahora, ¿cuál es el problema? Que no sabemos cómo se hace la operación, cómo se produce la ocurrencia. Es decir, nace de que el acto no es reflexivo, sino imaginativo. Todo trabajo imaginativo parece inexplicable y milagroso. Pero, claro, no es ninguna de las dos cosas. El funcionamiento de la imaginación es asombroso, pero no enigmático. Veamos.
El acto imaginativo tiene una peculiaridad: se hace siempre en una zona oblicua a la atención.
Ningún trabajo imaginativo se hace con atención directa. Lo que hacemos con atención directa sabemos cómo se hace, y esa actividad no se llama “imaginar” sino “pensar”. Atención directa quiere decir eso: pasos a seguir, orden, clasificación, esto aquí, lo otro allá, control, posibilidad de formulación explícita de lo que estoy haciendo. Pero nosotros, por hipótesis, no sabemos cómo aparece en nosotros el soplo divino que llamamos inspiración.
Si quieres intuir por qué la atención no puede ser directa, pregúntate esto: ¿por qué un chiste no se hace pensando? Hacer ocurrencias poéticas como los chistes que improvisa el chistoso son un subproducto de nuestra habilidad de usar el lenguaje, es imaginación verbal, y esta habilidad no está sujeta a la atención inmediata, sino es espontánea, oblicua, automática. La reflexión, en este caso, no sólo no ayudaría, sino estorbaría, ¿quién hace un chiste pensando? Pero, ¿por qué?
La imaginación, operando en esa zona oblicua a la atención, hace dos cosas: a) explaya regularidades en torno a lo que necesita, las regularidades son obviedades, y aun hiperobviedades, que se constelan alrededor de lo que considera la imaginación, y b) les da coherencia en una conjetura imaginativa particular.
a) El manejo de regularidades le permite a la imaginación la prodigiosa velocidad y puntería que la caracteriza. Quiero decir, la imaginación explayando regularidades y patinando sobre ellas, puede buscar lo que necesita, la palabra que rima, la posibilidad absurda del chiste (los chistes se hacen trazando nudos ciegos con regularidades, el nudo hace aparecer lo absurdo y lo absurdo nos da risa, todo chiste es sorpresivo, inesperado, es decir regularidad predecible contrariada); el lento y ordenado pensamiento razonador no lo puede hacer. Ni tampoco la atención directa, por eso la actividad se da oblicua a la atención.
Es como ponerle a alguien un apodo, ¿quién puede hacerlo pensando? No, la imaginación mira a la víctima, destaca con sutileza sus regularidades, explaya esas regularidades y, de pronto, ahí está el sobrenombre: El Pato, El Osobuco, El Tejocote. Y claro, como en todo arte, hay un arte de los apodos, el mérito puede ser mayor o menor. Mientras más inesperado, será mejor: no es lo mismo decirle a un gordo El Gordo, que decirle El Popochón. Había un enanito, vendía lotería, al que llamaban El Blancanieves.
Por supuesto que la inspiración es incontrolable, el contenido de la conjetura imaginativa siempre es incontrolable. Si te digo “imagínate un oso”, tú puedes cumplir sin dificultad la orden, esa es la parte voluntaria del imaginar, pero ¿por qué te imaginaste un oso polar y no uno café? Eso, el contenido, es la parte incontrolable. Cuando, como en el caso de los apodos, los chistes o la ocurrencia poética, se pide a la Imaginación un contenido preciso (y no algo general o vago como “imagina un perro”), la operación se hace por completo oculta e involuntaria. La imaginación busca entre las regularidades explayadas y puede dar o no dar con algo. La ocurrencia aparece o no aparece.
Ahora, no se debe confundir “explicar” con “controlar”, aunque a menudo sentimos que si podemos explicar, podemos controlar. Pero no en este caso. Explicar cómo se hace el trabajo imaginativo es explicar por qué no puede en ningún caso controlarse: el relampagueante explayar de regularidades no puede siquiera observarse, en esto no hay introspección que valga, porque la atención es lenta e inadecuada para captar la operación. Cuando queremos poner un apodo, por ejemplo, aflojamos la atención sobre el asunto y pensamos en otra cosa, en espera de que la ocurrencia pueda venir. Es el “ya se me ocurrirá algo”, tan común en nuestra vida, es decir, el estado de alerta pasiva que todos conocemos.
b) “El poeta relee lo que acaba de escribir (en trance poético) –dice Paz–, y comprueba, no sin asombro, que el texto enmarañado es dueño de una coherencia secreta”. Este asombro tiene explicación: la imaginación no se sabe trabajar más que coherentemente, no puede, le es imposible, no ser coherente. Su hábitat es la categoría de totalidad, antes que explayar regularidades, ya vivió el todo. Es como si echara una red sobre el poema: cualquier cosa, cualquier palabra, la lleva a muchas cosas, la imaginación hace el viaje, pero dentro de la red, su mirada es sipnótica. El poema fluye, pero fluye dentro de las irregularidades implánticas en él, no fluye, no avanza en vacío, sino sobre la red. Y con esa red la imaginación echa su mirada sipnótica de totalidad; esta mirada es esencial, sin ella no podría saber siquiera que lo que estoy haciendo es un poema. Por consecuencia, “la maravilla de la inspiración”, como cantó Agustín Lara, es, en tanto acto imaginativo, muy común y corriente, y se da en tantos órdenes de la vida que la pregunta interesante se invierte y viene a ser, no cuándo o por qué aparece, sino: ¿en qué actividades no podría participar? La respuesta general podría ser ésta: donde hay deliberaciones, puede haber inspiración. Y la deliberación es sobre lo cierto, dudoso, probable. Con más precisión, donde hay medios y fines, y se trata de elegir el medio más adecuado para alcanzar cierto fin, puede haber inspiración. El terreno es enorme, por ejemplo, al demostrar un teorema de Euclides o al describir un poema, pero también al trazar la estrategia de una campaña política o al planear un asalto a un banco.
Aclarado lo que había que aclarar, te dejo de tarea el siguiente problema: ¿qué actividades humanas consisten en discurrir cuáles son los medios más adecuados para alcanzar un fin? En la inteligencia de que la lista que proporciones, como verás, será la de las actividades donde no puede haber inspiración. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.