Libertad, igualdad y fraternidad: Simone de Beauvoir

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En la introducción a El segundo sexo, Simone de Beauvoir afirma haber dudado mucho antes de escribir un libro sobre la mujer. “Es un tema irritante, sobre todo para las mujeres, y no es ninguna novedad. La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente, y ahora está prácticamente cerrada.” Al día de hoy, cuando el feminismo hace correr ríos de tinta, tal afirmación resulta chocante. Sin embargo, en realidad también era chocante entonces, y el propio libro de Beauvoir lo demuestra a pesar suyo, pues a esa afirmación le siguen casi mil páginas probatorias de dos cosas: que sobre feminismo estaba casi todo por decir y que la filósofa francesa escribe desde una vibrante contradicción. La contradicción es casi siempre el lugar más fértil para el pensamiento, pues obliga a revisar las propias resistencias, a poner en tela de juicio el posicionamiento de partida. Y ello implica, a su vez, atreverse a dejarlo atrás cuando se advierte el error. Marguerite Duras decía en Escribir que si supiera lo que iba a escribir antes de escribirlo no escribiría nada, pues ya estaría escrito. Y aunque ella era narradora, la sentencia vale lo mismo para el ámbito del pensamiento. ¿De qué sirve recorrer un conflicto si no es para arrojar un poco de luz, y qué luz no lleva a quien la descubre a otro lugar?

En Beauvoir la resistencia era fuerte. Ni siquiera se consideraba feminista tras pergeñar El segundo sexo, donde incluso llega a decir lo siguiente: “Muchas mujeres de nuestro tiempo, que han tenido la suerte de recuperar todos los privilegios del ser humano, pueden darse el lujo de ser imparciales. […] Ya no somos, como nuestras mayores, unas luchadoras, más o menos, hemos ganado la partida.” Se hizo feminista más tarde, tras recibir cartas de lectoras de distintos países que le relataban sus experiencias, y que evidenciaban que la partida todavía estaba por ganarse.

¿Quién era la Simone de Beauvoir de antes de El segundo sexo, esa que consideraba haber recuperado todos los privilegios? Sin duda, una mujer que gozaba de reconocimiento y de una buena posición social. Tras una infancia marcada por la ruina económica y el deterioro de la relación entre sus padres, se abrió pronto paso por sí misma gracias a un ambicioso plan de vida concebido en su adolescencia, cuando decidió ser escritora. Estudiante brillantísima, se licenció en un tiempo récord en letras con especialización en filosofía, y a los veintiún años ya era profesora, oficio que ejerció en los liceos de Marsella, Ruán y París, hasta que en 1943, tras el escandaloso éxito que supuso la publicación de su novela de trasunto autobiográfico La invitada (argumento: triángulo amoroso entre dos adultos y una jovencita), es suspendida de la Educación Nacional a causa de una denuncia puesta por la madre de una de sus alumnas. Hacía algunos años que la escritora mantenía relaciones con sus pupilas, y también con algún alumno de Jean-Paul Sartre, quien era ya su inseparable partenaire. La pareja Beauvoir-Sartre abominaba, por ética, la moral burguesa. Su relación fue abierta, y aunque Sartre le pidió matrimonio, Beauvoir rechazó la propuesta por coherencia: pensaba que eso destruiría su independencia, basada en la libertad. Durante la Ocupación trabajó para la radio libre francesa, y tras la liberación de París se le permitió regresar a la docencia. En 1944 publicó el ensayo Pyrrhus et Cinéas [en español se tituló ¿Para qué la acción?] y en 1945 la novela La sangre de los otros; y este mismo año fue cofundadora junto a Sartre, Albert Camus y Maurice Merleau-Ponty de una revista que logró ser una referencia política y cultural del pensamiento francés de mitad del siglo XX, Les Temps Modernes, por la que desfilaron escritores e intelectuales de primer nivel como Boris Vian, Raymond Aron, Samuel Beckett o Jean Baudrillard. En los años siguientes publicó tres libros más: la novela Todos los hombres son mortales (1946), el ensayo Para una moral de la ambigüedad (1947) y el diario de viaje América día a día (1948).

Así pues, cuando salió El segundo sexo en 1949, obra con la que se consagra definitivamente, Simone de Beauvoir estaba bien asentada. Su escritura responde, según relata ella misma en La fuerza de las cosas (tercer tomo de sus Memorias), a que, tras escuchar a mujeres que habían rebasado los cuarenta años decir que habían vivido como “seres relativos”, quiso investigar todos los condicionantes que impedían a las féminas realizarse plenamente. Ella estimaba que no había corrido la misma suerte que esos “seres relativos”, y fue Sartre quien le recordó que había sido educada como un hombre, lo que la hizo reflexionar sobre sus circunstancias. En 1946 comienza el ensayo destinado a convertirse en una obra capital del siglo XX, y que vendría a ser, entre otras muchas cosas, una suerte de plan para el cumplimiento del programa ilustrado a través del feminismo. Son varios los frentes que aborda con una exhaustividad y un rigor que hacen que, al día de hoy, su lectura todavía siga siendo imprescindible para cualquiera que quiera formarse en la materia.

El abordaje es interdisciplinar. Dividida en dos partes (“Los hechos y los mitos” y “La experiencia vivida”), que a su vez se subdividen en otras tantas, El segundo sexo recorre distintos campos con sus respectivas tesis sobre por qué la mujer siempre ha sido considerada un ser inferior o, al menos, dependiente del hombre. La biología, la psicología psicoanalítica, el materialismo histórico, la Historia o los mitos son objeto de análisis y, en su caso, de refutación en “Los hechos y los mitos”, mientras que “La experiencia vivida” relata las distintas etapas de la vida de la mujer (la infancia, la juventud, la madurez y la vejez), dedicándole un capítulo al lesbianismo y deteniéndose en varias figuras recurrentes: la narcisista, la enamorada y la mística. El punto de partida es la consideración de la mujer como Otro absoluto, y lo que se rebate es el esencialismo presupuesto en esta división de contrarios (hombre y mujer) que jamás se reconocen el uno en el otro, que nunca mudan sus papeles: el hombre es el eterno sujeto y la mujer el eterno objeto, sometido y cautivo, condenado a la inmanencia de su condición. A la mujer la determina, en primer lugar, la biología. Según el existencialismo, que es donde se sitúa Beauvoir, las personas somos seres arrojados a la existencia que solo conquistamos nuestra entidad, esto es, que solo nos trascendemos, si somos capaces de ir más allá de nuestros condicionamientos biológicos y sociales afirmando nuestra libertad a través de los proyectos que decidimos acometer, en un flujo continuo donde superamos lo que somos. Trascendencia se opone a inmanencia, y es el espacio en donde el ser humano justifica su existencia, la dota de sentido, la honra, a diferencia de la degradación que tiene lugar cuando no trasciende, cuando se queda en lo que simplemente le es dado, ya sea por voluntad propia o porque las circunstancias lo imposibilitan. Esto último da lugar a la frustración y a la opresión.

A la mujer se la ha impedido trascender interesadamente, ya que gracias a su permanencia en la casilla de la Otra, el varón siempre conserva algún privilegio, aunque sea irrisorio: si él mismo no trasciende, si es el último mono de su comunidad, siempre habrá, no obstante, alguien más insignificante que él, la hembra, ante la que se asumirá superior. En este sentido, El segundo sexo puede leerse también como una teoría del ego en la medida en que este se afirma negando al otro. Por otra parte, de esta premisa, demostrada con solvencia en los diferentes campos que se abordan, se deriva la célebre sentencia de que “la mujer no nace, se hace”, idea popularizada y aceptada hoy con amplio acuerdo, sea por la vía positiva o la negativa, esta última especialmente en el ámbito de la biología, pues la ciencia, como bien muestra Angela Saini en su libro Inferior, apoyando con datos la tesis de Beauvoir de que es la cultura la que interpreta la naturaleza, está determinada por la ideología, de tal manera que no hay modo de concluir que el varón sea superior a la hembra y sí, en cambio, que la ciencia no es un lugar neutro, independizado de la ideología (uso el término “ideología” en un sentido amplio, refiriéndolo al conjunto de ideas fundamentales de una persona, de una colectividad, de un tiempo y de una cultura), lo que explica que los resultados que arrojan no pocos estudios científicos se acaben pareciendo sospechosamente a los prejuicios de la época y de quienes los llevan a cabo.

Simone de Beauvoir, como luego le criticaría el feminismo de la diferencia, tampoco está a salvo de los prejuicios de su época y de su cultura. Postula que la mujer está más condicionada que el hombre en el ámbito biológico debido al mandato de la reproducción de la especie, y que por tanto para ella es más difícil esa trascendencia que en los hombres parece casi “natural”. El modelo por el que se trasciende es, pues, masculino. Mientras que la maternidad es vista como sumisión a los ciclos de la vida, como inmanencia, la tarea del hombre se asimila a la del guerrero dispuesto a poner en riesgo su vida para aumentar el prestigio de la horda. La filósofa obvia que ahí el hombre está igualmente al servicio de la supervivencia biológica. La especie no solo se perpetúa pariendo, sino también cazando, protegiendo y creando inventos nuevos con los que dominar la naturaleza. “Prefiere a la vida razones para vivir, el hombre se ha impuesto como amo frente a la mujer; el proyecto del hombre no es repetirse en el tiempo: es reinar sobre el instante y forjar el futuro”, sentencia. Y este es otro de los puntos más endebles del libro: su idea de “trascendencia” no trasciende, sin embargo, el paradigma judeocristiano de desprecio hacia la vida y obediencia a una salvación que tendrá lugar en el futuro.

Pero estas críticas no restan ni un ápice de valor a esta obra capital y hercúlea que, amén de apuntalar con toda rigurosidad cómo no hay una esencia “mujer”, lanza un mensaje que todavía no hemos aprendido, a saber: que la igualdad no beneficia solo a las mujeres, sino también a los hombres. ¡Libertad, igualdad, fraternidad! ~

 

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(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).


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