Té para tres: sobre un cuadro de Max Beckman

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El talento de Shostakovich brilló desde muy temprano. A los veinte años era ya legendaria su capacidad técnica y maestría. Por eso un día su protector, el director Nikolai Malko, lo retó a orquestar en una hora la famosa pieza "Té para dos". Claro que Shostakovich ganó la apuesta. Lo inesperado fue que el trabajo, delicioso y juguetón, ganó desde su estreno, inmediato y bajo la batuta de Malko, lugar de favorito en el corazón del público ruso bajo el curioso nombre de "Tahiti Trot". ¿De dónde saldría el exotismo?, ¿es posible que lo que suena común y hasta comercial en los Estados Unidos suene tahitiano a los rusos?
     Menciono esta pieza para situar un extremo o polo. El otro extremo es el cuadro Playa en el océano, pintado por Max Beckmann en 1935, y que pueden ver reproducido en estas páginas. De un lado está la cancioncita de 3:33 minutos, del otro el cuadro de Beckmann. La primera es frívola, sentimental, ligera, juguetona; el otro es serio, seco, denso, ominoso, desesperado. Pero los dos son ejemplares de lo que llamamos arte. Su polaridad exhibe el enorme espectro de lo estético. Quisiera que esta diversidad se tuviera en mente como telón de fondo del cuadro, que es de lo que vamos a hablar. Té para tres: Beckmann malhumorado, fumando, como siempre, Shostakovich sonriente y juvenil, y atrás, el mar, unas nubes y, como en las tragedias griegas, un dios llorando en escena.
      Lo primero que llama la atención del cuadro es su austeridad: unas cuantas manchas de colores poco lucidores, negros, grises, morado claro, unos toques de amarillo Nápoles diluido, blanco. Se diría que el pintor estaba, esa tarde, de luto. Wittgenstein le explicó a un amigo que su Tractatus podía leerse de dos modos: como cualquier libro, esto es, leyendo lo que dice, pero también de otro, captando lo que no dice, aquello de lo que se niega a hablar. Así, en el cuadro de Beckmann no hay rojos ni verde perico ni anaranjado ni azul claro, nada de eso, fuera todo. Hay una lancha color tabaco, poco agraciada, torpe. Y no hay figura humana ni barco de vela ni gaviotas.
     Y aquí está la primera lección del maestro: el arte está en las restricciones. Como Wittgenstein, el pintor no concede, sabe decir no. Y, paradójicamente, lo que no está se hace elocuente: observen que es esta ausencia justamente la que captamos cuando decimos que el cuadro "es austero". Así, pues, el lema inicial del arte y la arquitectura modernas, "menos es más", se aplica aquí, y al Tractatus, perfectamente.
     Así alcanza Beckmann algo difícil de alcanzar, es eso que los críticos llaman "fuerza", y que podríamos llamar, como en el box, "ponch" (Beckmann, como el viejo Mantequilla Nápoles, vencía casi siempre por nocaut). Pero ¿de dónde le viene esa propiedad?
     Aquí entra la segunda lección: la de simplicidad. Ésta es condición muy difícil de cumplir en arte. El trabajo ha de ser simple. No dos asuntos, uno solo; no dos estilos, uno solo; una sola intención y clara. Un solo impulso, ramificándose. En los mejores dramas de Shakespeare, por ejemplo, se ve una simplicidad asombrosa: lo mismo de principio a fin, en un pedazo cualquiera está la obra entera. Todo Macbeth es traición y asesinato, cada verso, cada parlamento, cada escena. No se desvía nunca: lo mismo dicho una y otra vez, lo mismo metamorfoseándose. En la primera escena está ya, en germen, la última. El cuadro de Beckmann es igualmente simple: en un pedazo cualquiera de cuadro está, en principio, el cuadro entero. Es decir, está perfectamente unificado.
     Ahora, obsérvese esto, que es, quizás, el rasgo más saliente del cuadro: el mar no es azul, ni, como en Ulises de Joyce, verde moco; el mar, en la zona de sombra, es negro piano. El mar, "espejo del cielo", es negro. ¿Quién se atreve a pintarlo así? Sólo un expresionista alemán, como Beckmann. Con el término consabido hemos topado. Demos la definición usual: "término usado para describir obras de arte en las que la realidad es distorsionada con el propósito de expresar las emociones o visiones interiores de los artistas". Esto es, si siento desolación y pinto un paisaje, exporto mi desolación al paisaje, y él es, como en este caso, el desolado. No me importa tanto cómo es el paisaje, sino que sea capaz de contener, de "expresar" (de aquí el término) lo que estoy sintiendo. Por eso el mar negro piano es expresionismo puro.
     Es evidente que en arte se hace con frecuencia esta exportación, el punto expresionista es la intensidad y deliberación con que se exploró esta posibilidad; en la sinceridad, audacia y brío salvaje de la exploración.
     Otro rasgo saliente del cuadro es la gran nube, con dos gruesos copetes de codorniz, obstruyendo la luz del sol. Obsérvense dos cosas: (1) con qué talentosa economía de medios, unas cuantas pinceladas oportunas de amarillo Nápoles claro, se da la situación; y (2) cómo juega esta obstrucción con el negro del mar. El tema es el mismo, luz obstruida. Y se forma una especie de razonamiento que dice: "porque no vemos la luz que tapa la nube, el mar se ve negro".
     En todo esto hay un problema que no voy a tratar aquí por complicado. Pero que hay que señalar: el problema de la representación. ¿Por qué en las manchas vemos cosas? ¿Por qué vemos mar, cielo, nube y playa y no manchas? Una respuesta corta podría ser: porque al percibir, imaginamos; no podemos percibir sin imaginar, las dos actividades se dan juntas. Percibir es organizar e identificar con sutileza. No oigo un conjunto de sonidos, oigo una melodía y, éste es el punto, soy incapaz de no organizar eso como melodía, es decir, no puedo percibirla como colección no organizada de sonidos, no puedo, sería contradictorio. Así, tampoco puedo ver una flor como mancha de color. La flor no puede desaparecer de mi percepción. Por tanto, no veo ni puedo ver una mancha negra en el paisaje, y lo que veo es el mar. Pero dejemos esto así, como boceto de respuesta.
     "Mi propósito es atrapar la magia de la realidad y transferir esta realidad a la pintura; hacer lo invisible visible a través de la realidad. Puede sonar paradójico, pero es, de hecho, la realidad la que forma el misterio de nuestra existencia".
     Estas palabras, un tanto enigmáticas, las escribió Beckmann en 1938. Es curioso, pero su sentido se aclara viendo el cuadro: véase que los términos "magia, realidad, misterio, visible e invisible" se aplican de algún modo al cuadro. Porque es cierto que en el paisaje "hay no sé qué presencia invisible", pero esta presencia se da "en lo que vemos" y esto es un misterio, y el que el cuadro pueda formularlo es una especie de acto de magia. Porque este cuadro es, a la vez, perfectamente simple y perfectamente inexplicable. Si crees que exagero, capta lo ominoso que puede contener. Es decir, míralo así: algo catastrófico sucedió ahí o está por suceder. Prueba a apreciarlo así, se puede. Algo pasó o está por pasar, pero no sabemos qué es. Porque, como en los sueños, eso ominoso es inminencia pura, inminencia sin contenido.
     He dicho "como en los sueños". Y, en efecto, el cuadro de Beckmann tiene marcados elementos de sueño. Sin entrar en análisis digamos que, simplemente, porque lo cotidiano, playa, nube, mar, cobra un sentido diferente. Recuerda que, en sueños, algo tan inofensivo como una nube blanca (¿hay algo más gentil, limpio y amable?) puede darnos mucho miedo.
     He dejado para el final lo más difícil de apreciar y, al mismo tiempo, lo más característico del cuadro de Beckmann; me refiero al doble copete de codorniz de la nube. No es adorno, no es decorativo. "En los cuadros de Beckmann —me aclaró el otro día Roger von Gunthen— nada es decorativo, todo es estructural". Por eso tienen la fuerza y nitidez que tienen. El adorno envejece siempre, se va con la época; la estructura no envejece nunca, es siempre joven. Suprimir lo decorativo equivale a decir: "esto tiene que ir aquí, se vea como se vea en el cuadro". Y porque está construyendo, y no decorando, no está complaciendo a nadie (ni a ti mismo, en primer lugar), sino erigiendo algo, una estructura. Ningún cuadro de Beckmann, como ninguno de Orozco, al que se parece, es "bonito" o "agradable". La pregunta de Beckmann no es nunca "¿se ve bien ahí?", sino "¿tiene que estar ahí o no?" Así, no dejó el doble copete de la nube porque se vea bien (o mal), sino porque, con su extravagancia, lo balancea.
     Y con esta lección: no decores, estructura, construye, terminamos estas reflexiones sobre el cuadro serio de un pintor serio. Beckmann era serio hasta cuando, que era frecuente, hacía bromas. Esto es, sus bromas tenían siempre no sé qué seriedad. –

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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