Las razones por las cuales el conocimiento médico se ha expandido con celeridad son múltiples. Sobresale una: de todos los científicos con que ha contado la humanidad en su historia más de la mitad están vivos y ejercen actualmente. La reproducción de la sabiduría médica no sólo es geométrica; es más precisa y más fina. Estoy seguro de que si algún científico de mediados del siglo pasado se asomara a lo que sucede en la actualidad, tanto en los laboratorios médicos como en los de biotecnología, su admiración y sorpresa no serían menores que la que experimentó Phileas Fogg, el personaje de Julio Verne, durante La vuelta al mundo en ochenta días. Aunque las figuras de Verne también enfrentan dilemas éticos, los que plantea la tecnología médica son más complejos por ser más veraces que las preguntas de la ciencia ficción.
No sobra repetir que el conocimiento y la tecnología en medicina no son ni buenos ni malos. Puede ser “mala” la forma en que se obtienen o inadecuadas las vías por medio de las cuales se ejercen. Los juicios morales sólo se aplican a los seres humanos; son los usos de la tecnología los que están sujetos a la polaridad axiológica de bueno o malo. La cuestión central es clara: debe existir un balance entre tecnología y ética.
Los eticistas contemporáneos bregan por encontrar ese equilibrio. El dilema es el siguiente: el conocimiento avanza sin cesar y es probable que sea ilimitado; pocas veces los científicos detienen su trabajo para preguntarse si tiene o no sentido seguir investigando. Los eticistas cuestionan esa realidad; saben que el conocimiento (y la tecnología) puede ser ilimitado, pero se preguntan si es ético investigar todo lo que se desea estudiar.
A ese embrollo debe agregarse otro avatar vinculado con la justicia distributiva. A pesar de que su tratamiento no es oneroso, algunas enfermedades como la tuberculosis o la malaria matan a millones de personas en el mundo; lo mismo sucede con la desnutrición. Las víctimas pertenecen a los estratos socioeconómicos inferiores. Esa realidad choca con el inmenso costo de la biotecnología y sus productos. La mayoría de la humanidad no tiene acceso a ella. La diatriba, por supuesto retórica, descansa en el tejido de las prioridades: ¿cómo conciliar los costos que implican los avances biotecnológicos con las muertes por inanición o por falta de medicamentos? La realidad, ajena a la retórica, se lee en el mapamundi humano: el acceso a las bonanzas de la tecnología profundiza la brecha entre ricos y pobres, entre estar sano o enfermo, entre tener suerte y participar en la construcción del mundo o ser solamente un observador del movimiento.
La tecnología sorprende por la fascinación que produce y por su fuerza diagnóstica y terapéutica. Utilizarla parece obligado. En la medicina privada, quien no lo hace queda fuera del juego de la modernidad científica y marginado de los beneficios económicos que supone explotarla. Ese juego, muchas veces insano, genera otro problema inmenso. Aleja al médico del paciente y atenta contra el corazón de la medicina: la relación médico-paciente.
Francis Weld Peabody, eminente médico y humanista estadounidense, dijo en 1925, durante un discurso a sus alumnos de Harvard: “The secret of the care of the patient is in caring for the patient”, cuya traducción más apropiada sería: “El secreto en el cuidado del paciente radica en preocuparse por el paciente.” La vieja idea de Peabody es cada día más nueva y más vigente. El uso indiscriminado y exagerado de la tecnología médica incrementa la brecha entre doctor y enfermo, descuida los significados del término cuidar y merma, en aras del glamour y de los incentivos económicos, la lealtad hacia el enfermo, principio inequívoco de la profesión médica.
Otros problemas no menos importantes afloran cuando los doctores, en lugar de escuchar a los enfermos, solicitan exámenes ad nauseam, ya sea para esconder su incapacidad, para enriquecerse o para seguir los dictados de las grandes industrias y corporaciones hospitalarias. No es infrecuente, sobre todo cuando se realizan sin razones justificadas, que esos estudios causen daño –iatrogenia– o que se encuentren alteraciones que nada tienen que ver con el problema del enfermo y que seguramente serán motivo de nuevos exámenes y de la participación de más doctores en el estudio del enfermo. No en balde Molière utilizó en El enfermo imaginario su fina ironía: “¿Qué necesidad hay de cuatro médicos si con uno es suficiente para matar al paciente?” La espiral diagnóstica, aupada por las ofertas tecnológicas, puede no tener fin y sus resultados no ser necesariamente los adecuados.
La tecnología no es ni buena ni mala. Es neutra. Su uso debe ser racional y correcto. La ética aplicada a ella y al enfermo es inmejorable antídoto contra el mal uso que se le da y conciencia para impedir que la tecnología le gane la carrera al humanismo. La presión que ejercen quienes producen tecnología ha devenido en nuevas patologías que buscan convertir al sano en enfermo, a los síntomas en enfermedad y a los poco enfermos en muy enfermos. Regresar a los orígenes de la profesión no implica alejarse de las bonanzas de la medicina. Implica tratar y ocuparse de la persona y no de la enfermedad, porque, al igual que Phileas Fogg, viajero incansable, la obligación del médico es descubrir lo que siente la persona y no lo que dicta la tecnología médica. ~
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.