El Sahara Occidental: México y Marruecos en el siglo XXI

Desde finales de los setenta, México mantiene su reconocimiento a la República Árabe Saharaui Democrática, una decisión cuestionable de cara a los actuales intereses del país. La diplomacia mexicana tendría que repensar su postura si es que quiere construir una nueva relación con África.
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Seis décadas de relaciones diplomáticas sugieren un vínculo más bien reciente entre México y Marruecos. No obstante, formalidad oficial y realidad histórica poco tienen que ver. Pocos saben que en el primer viaje de Colón a las Indias, fue Rodrigo de Triana, un morisco de la ciudad de Salé, vecina a Rabat, el primero en avistar la costa del Nuevo Mundo o que la primera lengua en la que se intentó la comunicación entre europeos y americanos no fue ni el latín ni el castellano, sino el árabe. Colón  pensó que llegaría a la corte del Gran Khan y por ello incluyó en su tripulación intérpretes de la lingua franca de esas tierras, el árabe. Fue un cripto-judío arabizado de nombre Luis de Torre, quien en esa lengua se dirigió a los taínos al desembarcar en la isla de Cuba.

((Cfr. Ouama Ouad Lahrech, “La faz oculta de la cultura mexicana”, en Artes de México. 55. Arte mudéjar. Variaciones, México, 2001, pp. 21-29))

La certeza inicial de Colón produjo, a principios del siglo XVI, una abundante migración hacia Nueva España de hombres y mujeres cripto musulmanes. Se aventuraron con la esperanza de, a la postre, establecerse en los reinos islámicos o, por lo menos, más cerca de ellos. Sin embargo, el Almirante del Mar Océano había llegado a un nuevo mundo y ellos, los ya entonces inmigrantes, se arraigaron y, junto con ellos, su descendencia y su cultura. Independientemente del elemento islámico, a lo anterior debe añadirse otra consideración de la mayor relevancia: durante 800 años Al Magrib (Marruecos) y Al Andalus (Andalucía) conformaron una unidad de civilización, de modo que la población del sur de España, incluidas la cristiana y la judía, necesariamente había interiorizado la cultura árabo-bereber. En consecuencia, en el sustrato cultural mexicano e hispanoamericano existe una profunda veta árabo-bereber, especialmente palpable en nuestros días en la cultura popular y en las mentalidades. Acaso haya sido más que una coincidencia que el nombre de la virgen emblemática de la identidad mexicana, Guadalupe, fuese un vocablo árabe derivado de las voces uad, río, y al hub, amor: Río de amor.

((Gutierre Tibón, Diccionario etimológico comparado de nombres propios de persona, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.))

Salvo el breve periodo de activismo tercermundista del presidente Luis Echeverría, África siempre ha estado ausente en la política exterior de México. Este desinterés se ha disimulado en dos posiciones multilaterales que resultaron redituables: el ya inexistente apartheid y, hasta hoy, la obsolescente posición en torno al conflicto del Sahara Occidental, un subproducto de la Guerra Fría que se ha convertido en el atavismo dilecto de un sector de la diplomacia mexicana anclado en el pasado y que ha hecho de sus prejuicios doctrinarios una cárcel para la acción estratégica de la nación en el mundo contemporáneo.

El conflicto del Sahara Occidental

El reconocimiento de México de una eventual República Árabe Saharaui Democrática, en sentido contrario a la propia ONU,

{{La ONU no reconoce a la RASD como Estado miembro.}}

 se inscribe y es comprensible en la dinámica de la Guerra Fría. Entender las razones de los implicados en este conflicto es fundamental para advertir la relevancia que adquiere, de cara al siglo XXI, la actualización de la posición al respecto y el fortalecimiento de la relación bilateral de México con Marruecos, un país clave en el apoyo efectivo a los movimientos africanos de liberación nacional del siglo XX(Angola, Mozambique, la propia Argelia y Sudáfrica, entre otros), vinculado a México histórica y culturalmente desde el siglo XVI y, hoy, en claro ascenso económico, industrial y tecnológico, que nos seguimos negando a conocer.

El fenómeno se ubica a mitad de la década de 1970. A diferencia, por ejemplo, de Angola y de Mozambique, el valor estratégico del antiguo Sahara Occidental (antiguo Sahara español) solo fue significativo para Marruecos, que fundamenta su reclamo del Sahara Occidental en la fragmentación de su geografía política, cultural y religiosa por el colonialismo francés y español durante el siglo XIX y principios del XX, y para Argelia, actor de relevancia regional durante la segunda mitad del siglo XX que, aprovechando el proceso descolonizador, decidió impulsar el proyecto de una república socialista (la República Árabe Saharaui Democrática, RASD) a la medida de sus intereses y al margen de las prioridades estratégicas de la Unión Soviética.

El 14 de noviembre de 1975 los gobiernos de España, Marruecos y Mauritania firman en Madrid un acuerdo tripartito, mediante el cual el primero “ratifica su resolución –reiteradamente manifestada ante la ONU– de descolonizar el territorio del Sahara Occidental” y anuncia que “de acuerdo con las negociaciones propugnadas por las Naciones Unidas […] procederá de inmediato a instituir una Administración temporal en el territorio en la que participarán Marruecos y Mauritania, en colaboración con la Yemaá [Asamblea General del Sahara, parlamento creado el 11 de mayo de 1967 e integrado por 102 chiujs o notables saharauis de la provincia del entonces Sahara español] y a la cual serán transmitidas las responsabilidades y poderes”. Este instrumento enuncia también que los tres países han acordado “designar a dos gobernadores adjuntos, a propuesta de Marruecos y Mauritania, a fin de que auxilien en sus funciones al gobernador general del territorio” y avisa que “la terminación de la presencia española en el territorio se llevará a efecto definitivamente antes del 28 de febrero de 1976”.

((“Declaración de principios entre España, Marruecos y Mauritania sobre el Sahara Occidental”, en United Nations Treaty Series, Nueva York, ONU, 1975, p. 258.))

A instancias de Argelia y sus aliados, el tema del Sahara Occidental fue inscrito por la ONU como parte del proceso de descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial. El día 10 de diciembre la Asamblea General aprobó la resolución 3458 que pedía a España adoptar “las medidas necesarias para que los saharianos originarios del territorio puedan ejercer su derecho inalienable a la libre determinación”.

{{“Una documentación esencial para conocer el Sahara Occidental”, Carlos Ruiz Miguel, Universidad de Santiago de Compostela.}}

 El 26 de febrero de 1976 España anunció el fin de la administración que ejercía en el territorio y, sin haber tomado las medidas necesarias para que se cumpliera la petición de la Asamblea General, abandonó la demarcación. Ante el vacío que generó el repliegue español, la Yemaá, con la presencia de 65 de sus 102 componentes, declaró la “reintegración del territorio del Sahara a Marruecos y Mauritania”. Al día siguiente, con el apoyo político, financiero y material de Argelia y del régimen libio del coronel Gadafi, un segmento de la población saharaui organizada en el Frente Polisario proclamó la RASD.

México ante el conflicto

El voto de México no fue favorable a la citada resolución de diciembre de 1975, sino de abstención.

{{“Anexo. Situación del Sahara Occidental”, circa 1976, AHDM , III-6096-4, 3a parte, p. 5.}}

 “a la luz de las excelentes y cordiales relaciones de mi país con Argelia, Marruecos y Mauritania,” según explicó el representante mexicano. Pese al carácter militante tercermundista del presidente Echeverría, la diplomacia mexicana tuvo serias reticencias con relación al proyecto RASD y rehusó dar entrada a los repetidos intentos de acercamiento del Frente Polisario apoyado por el gobierno argelino. En cuanto José López Portillo tomó posesión en diciembre de 1976, Argelia y el Frente Polisario volvieron a la carga de manera igualmente infructuosa como lo ilustran, entre otros muchos documentos, el memorándum del 11 de abril de 1977, dirigido al canciller Santiago Roel por el director general del Servicio Diplomático, Manuel Bartlett Díaz: “sobre el particular, comunico a usted que dicha República Árabe Saharaui Democrática es inexistente, ya que el antiguo territorio del Sahara español fue dividido por medio del acuerdo tripartito de Madrid, entre Marruecos y Mauritania”;

{{Memorándum 11 de abril de 1977, idem.}}

 el memorándum del 20 de junio de 1978 de la dirección de Organismos Internacionales: “si bien México ha mantenido el derecho de autodeterminación de los pueblos; […] en África se interpreta que dicho movimiento [Frente Polisario] es títere de los designios del dominio de Argelia sobre la región”,

{{Ibidem, pp. 89-90.}}

o el del 9 de noviembre, en el que el área multilateral de la cancillería mexicana expresa:

Argelia no sólo ha dado su apoyo y reconocimiento desde un inicio al gobierno del Sahara Español, sino que se ha convertido en el principal promotor de la causa saharaui, inclusive intercediendo ante algunos gobiernos, entre ellos el de México, para que extiendan su reconocimiento al gobierno saharaui. Se asegura, que no son motivos altruistas los que guían la conducta del gobierno argelino en favor del pueblo saharaui al abanderarse como el defensor del principio de la autodeterminación de ese pueblo, sino que la acción argelina está encaminada a mantener bajo su férrea influencia al gobierno del Sahara Occidental independiente para contar con una vía franca de acceso al Atlántico y apoderarse de un porcentaje elevado de las utilidades derivadas de la explotación de fosfatos abundantes en ese territorio.

La actitud asumida por el gobierno mexicano en la cuestión del Sahara Occidental, concuerda con la tesis generalmente observada por nuestro país en materia de reconocimiento, que se caracteriza por la cautela y la no precipitación en esta clase de pronunciamientos…

La pregunta lógica es ¿por qué, entonces, menos de un año más tarde, en septiembre de 1979, México reconoce a la RASD?

El reconocimiento, su utilidad y sus razones

La respuesta es compleja. Menciono tres elementos: el presidente saliente, Luis Echeverría, valiéndose del control del partido de Estado (PRI), disputó espacios de poder al presidente en funciones. En octubre de 1978, López Portillo logra deshacerse de Echeverría nombrándolo embajador en Australia y en los primeros meses de 1979 se hacen públicas las reservas petroleras de Cantarell, lo cual determinó el ingreso de México al club de los países petroleros. El alejamiento del expresidente Echeverría había facilitado la recomposición de las alianzas entre el gobierno del presidente López Portillo y su partido. Fue este estamento partidista, sobre la base de la riqueza petrolera, el factor que animó el intervencionismo de México en América Central. La intromisión en el conflicto centroamericano brindaría a México mayor autonomía con respecto a Washington, en la medida en que el elemento multilateral entraría en juego como factor de despresurización de la relación bilateral. En paralelo, el reconocimiento de México como potencia regional elevaría su calidad como interlocutor, toda vez que se convertiría en el conducto obligado en la comunicación entre Estados Unidos y sus compañeros de viaje (Cuba, las fuerzas beligerantes y los países de la región). Finalmente, la acción mexicana en Centroamérica daría satisfacción a la izquierda del propio PRI, heredera del activismo echeverrista.

Conforme los precios del petróleo aumentaban, también crecía la importancia de la OPEP, pero la dependencia geoeconómica de México respecto a Estados Unidos y el ser proveedor del hidrocarburo al Estado de Israel hacían inviable la integración del país a esa organización. En esa delicada coyuntura cobraron sentido el precedente del activismo del presidente Echeverría y, en lo inmediato, los esfuerzos de acercamiento de Argelia en función de su proyecto de establecer un país al modo de sus intereses al sur de Marruecos. México necesitó un socio fuerte en la OPEP. Ante la ausencia de una política exterior de México hacia el África y de Marruecos hacia América Latina, la alianza estratégica con Cuba (principal valedor de Argelia en América Latina) en Centroamérica y la modestia del asunto del Sahara Occidental en la escala de la agenda internacional, el reconocimiento devino una ventana de oportunidad inmejorable. Así las cosas, previamente a la celebración de la vi Cumbre de los Países No Alineados en La Habana, el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, el 5 de septiembre de 1979, le pide permiso al presidente López Portillo para manifestar el reconocimiento de la RASD por parte de México y le recuerda que ese paso “sería visto con agrado por Argelia, país cuya posición en materia de energéticos es importante cuidar”.

{{“Memorándum para información y acuerdo del señor presidente de la República”, 5 de septiembre de 1979, AHDM, III-6097-2a, 3a parte, p. 63. Cursivas nuestras.}}

 En las memorias del presidente José López Portillo no se hace una sola mención del Frente Polisario, de la República Árabe Saharaui, del Sahara Occidental, ni de la petición de autorización del canciller Castañeda y Álvarez de la Rosa para anunciar el reconocimiento.

((Cfr. José López Portillo, Mis tiempos. Biografía y testimonio político, México, Fernández Editores, 1990.))

Historicidad del proyecto RASD

Siendo el conflicto del Sahara Occidental un fenómeno sujeto a su propia historicidad, la desaparición del mundo bipolar ha tenido un efecto directo sobre la manera en que es percibido. Acogiéndose a la realidad jurídica que idealmente plantea la Convención de Montevideo sobre Derechos y Deberes de los Estados de 1933, el Frente Polisario defiende que son 84 los Estados que reconocen a la RASD. En la esfera del deber ser, los Estados firmantes de la Convención de Montevideo, teóricamente estarían obligados a cumplir con el artículo 6, que enuncia la irrevocabilidad del reconocimiento concedido a un Estado. Sin embargo, en la esfera de la realidad política internacional concreta los hechos indican otra cosa. Para ilustrar este punto y dada la polarización que revelan los datos oficiales de las partes en conflicto, recurro a los datos académicos que brinda el Centro de Estudios del Sahara Occidental de la Universidad de Santiago de Compostela.

Entre 1976 y 2011, 84 países alguna vez reconocieron a la RASD. Sin embargo, a partir de 1989, año de la caída del Muro de Berlín, se registra un número creciente de países que han optado por “retirar” o “suspender” (eufemismos utilizados por los Estados para eludir el artículo 6 de la Convención de Montevideo sobre Derechos y Deberes de los Estados de 1933, que idealmente pretende hacer irrevocable) dicho reconocimiento. Así las cosas, de los 84 reconocimientos alguna vez obsequiados, al día de hoy cuarenta han sido retirados o suspendidos. Si tomamos en cuenta que la comunidad internacional ha crecido de 152 miembros en 1989 a 193 en la actualidad, tenemos que el reconocimiento de la RASD, que antes del fin de la Guerra Fría equivalía al 47.3% de la comunidad internacional, hoy difícilmente ronda el 20%. Para colmo, solo la tercera parte de los países que integran esa última proporción han mantenido invariable su reconocimiento del proyecto RASD.

Incluso el contradictorio dictamen de la Corte Internacional de Justicia emitido el 16 de octubre de 1975 sobre el Sahara Occidental resulta altamente cuestionable desde la perspectiva contemporánea, afín a la diversidad cultural. La justificación pretendidamente descolonizadora que animó el fallo, paradójicamente asumió la visión histórica que sobre la región construyeron las propias potencias colonialistas. En efecto, al soslayar la relevancia de las particularidades político-culturales de la región en disputa, la Corte imprimió un sesgo historiográfico contrario al espíritu descolonizador que pretendía. ¿Cómo explicar que el tribunal, habiendo reconocido vínculos jurídicos y territoriales, niegue vínculos de soberanía? La respuesta tiene que ver con la imposición de una perspectiva cultural hegemónica, ajena al ámbito en conflicto.

Los juristas de La Haya soslayaron que, a lo largo de la historia, el ejercicio de la soberanía se ha realizado de manera distinta al norte y al sur del Mediterráneo. En tanto que al norte ha primado la noción del control territorial, al sur, hasta el dominio colonial europeo, fue capital el valor político de la lealtad en virtud del carácter nómada de la población. Lo que en la tradición occidental es el acto de depositar la soberanía en el soberano, en la tradición árabe es la Be’ya, término que en francés se traduce por allégeance y, en español, por pleitesía. La Be’ya tiene una doble implicación. En lo político es reconocer la legitimidad del soberano (antiguamente el sultán y hoy el rey de Marruecos) y, por lo tanto, de su autoridad a lo largo de los territorios abarcados por sus periplos nómadas. En lo religioso, es un reconocimiento del rey de Marruecos como comendador de los creyentes (Amir al mu minín) y cabeza del rito malequita, uno de los cuatro ritos del islam sunita, que además es el que predomina en el África Occidental.

Por otra parte, el discurso generado por Argelia en 1975 y, en consecuencia, la justificación esgrimida oficialmente por México desde 1979 han reducido la realización del principio de la libre determinación de los pueblos a la independencia, cuando esta es solo una de varias posibilidades para el ejercicio de ese derecho. La resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de la ONU del 24 de octubre de 1970, a la letra dice: “el establecimiento de un Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo constituyen formas del ejercicio del derecho de libre determinación de ese pueblo”.

México y Marruecos en el África del siglo XXI

El conflicto del Sahara Occidental continúa careciendo de auténtico relieve. La oficina del Frente Polisario, amparada bajo el rubro de la hipotética República Árabe Saharaui Democrática, permanece abierta en la capital mexicana gracias al subsidio argelino y, como ha sido desde 1979, su titularidad sigue a cargo de un funcionario a quien el gobierno mexicano no reconoce como embajador, sino solo como encargado de negocios. En la sociedad mexicana el número de quienes tienen noción de la RASD tiende a reducirse conforme la propia irrelevancia del Polisario en México se ve potenciada por el declive de Argelia en el escenario internacional. En el poder legislativo mexicano pocos se interesan por el tema, incluso entre los legisladores de izquierda. En el medio universitario ocurre lo mismo y, en todo caso, el promedio de edad de quienes en México prestan atención al tema sobrepasa los cincuenta años.

En tanto la comunidad internacional se adapta a la nueva realidad del norte de África y Marruecos afirma su proyecto económico –extiende su influencia en África y consolida sus vínculos con China, Europa, Rusia, América Latina, Estados Unidos y las monarquías del golfo Pérsico–, México, en virtud de su desinterés por las transformaciones en curso en el continente africano y a pesar de que cada vez son más, y más jóvenes, los funcionarios diplomáticos de carrera que cuestionan la posición oficial, ha preferido abandonar el tema en manos de un sector conceptualmente senil del Servicio Exterior Mexicano que continúa justificando su disfuncionalidad con argumentos retóricos varados en 1979. El primer embajador de México en Argelia y entusiasta partidario del proyecto RASD, Ernesto Madero Vázquez, en su momento diagnosticó de manera acertada que la viabilidad de una república socialista en el antiguo Sahara español sería posible “si el gobierno y el Frente Polisario logran el desarrollo político y militar a semejanza de lo ocurrido en Angola”.

{{Resumen cronológico, AHDM, III-6096-4, 3a parte, p. 40.}}

 Esta condición sine qua non no se cumplió jamás y por ello la realización del proyecto RASD no fue factible.

Otro elemento que el ala trasnochada de la diplomacia mexicana se niega a reconocer es que, desde un inicio, el fondo del conflicto ha sido una disputa por ámbitos de influencia continental instigada por Argelia. Si bien la inclusión de la RASD en la entonces Organización para la Unidad Africana, y el consecuente abandono de dicha organización por Marruecos, significó en 1984 el punto cenital de la influencia argelina en el continente, la reincorporación del Reino a la actual Unión Africana con el apoyo del 80% de sus miembros, el 30 de enero de 2017, revela una mutación radical de dicha influencia en contra de Argel y en favor de Rabat. El gobierno mexicano se empeña en soslayar transformaciones tan relevantes como el restablecimiento de las relaciones de Marruecos nada menos que con Cuba y con Israel, el reconocimiento de la integridad territorial de Marruecos por España y por Estados Unidos, la apertura de un número cada vez mayor de consulados y desarrollos económicos extranjeros en el Sahara Occidental y la importancia definitiva de ese país en la salvaguarda de la seguridad de Europa cuando esta enfrenta en el oriente la amenaza del conflicto entre Rusia y Ucrania.

Por si todo lo anterior no bastara, este sector nostálgico del aparato diplomático mexicano ha sido incapaz de advertir la profundidad del impacto que este hecho ha tenido, en el espacio vital del propio país. No se da cuenta de la trascendencia que reviste el que Cuba, el principal aliado de Argelia en el continente americano en lo que respecta al proyecto RASD, a pesar de haber intervenido militarmente a mediados de la década de 1970 contra el ejército marroquí en favor de los intereses argelinos en el antiguo Sahara Español, haya restablecido sus relaciones diplomáticas con Marruecos a mediados de julio de 2017, esto es, escasos seis meses después del reingreso de Marruecos a la Unión Africana; que desde julio de 2019 ambas naciones tengan embajadas residentes y que cada vez sean más frecuentes y de mayor nivel las visitas recíprocas entre funcionarios y legisladores.

Lo mismo sucede con la indiferencia oficial hacia otro hecho de capital importancia como es el cambio de posición de España sobre el Sahara Occidental, el cual guarda una íntima relación con el tema de la seguridad europea. Amén de ser una reafirmación del modelo autonómico español que, además, inspira la propuesta marroquí para el Sahara, ocurre en el momento en que la guerra en Ucrania exige a la Unión Europea garantizar la seguridad del continente y, para ese fin, en su extremo occidente Marruecos es indispensable. Así como la seguridad de Estados Unidos depende de la estabilidad de México, la del occidente de Europa depende de la estabilidad de Marruecos. El cambio de posición de España con relación al Sahara refleja el compromiso de ese país con la Unión Europea y con la OTAN. Asimismo, hace evidente la condición prioritaria de la relación hispano-marroquí, el declive de Argelia como actor político y el fortalecimiento del papel estratégico de Marruecos en el reordenamiento de la arquitectura mundial contemporánea.

Todo ello hace evidente el reposicionamiento de Marruecos en la arquitectura mundial contemporánea y en el continente llamado a ser el próximo polo de desarrollo global. Sin embargo, con base en una lectura obsoleta de los principios doctrinarios de la política exterior, ese segmento reaccionario enquistado en el poder diplomático mexicano actúa en contra del interés nacional al empeñarse en mantener inamovible la posición sobre el Sahara Occidental en detrimento de la relación con un país que, entre otras cosas, en el ocaso de las energías fósiles, se perfila como importante productor de energía solar, como un factor industrial y de servicios cada vez más importante y también como el mayor reservorio –por encima de Estados Unidos y de China– del ya hoy escaso fosfato, recurso no renovable indispensable para el futuro de la agricultura en el mundo.

Como acción de realpolitik y encuadrada en los determinantes imperantes en 1979, el reconocimiento de la hipotética República Árabe Saharaui Democrática favoreció el interés de México. A casi cuarenta años de distancia, una vez que la rigidez impuesta por la Guerra Fría ha perdido momento en favor de la adecuación a la realidad de un mundo cada vez más integrado, aquello que en el pasado fue un acierto, hoy es un obstáculo y un riesgo de cara al futuro. El tabú sobre el Sahara Occidental generó un prejuicio que sigue alimentando el desconocimiento histórico objetivo y desapasionado del tema, de la región y de la ventana de oportunidad que para el interés estratégico de México representa la transformación del peso específico que en el presente, en el mediano y en el largo plazo tienen y tendrán los países involucrados en este conflicto.

El esfuerzo que la diplomacia mexicana invierte en justificar su atavismo ha empañado su lucidez política. En tanto para Argelia el tema es una disputa de influencia sustentado por los sectores más intransigentes del estamento militar y de la seguridad del Estado, para Marruecos es una cuestión de viabilidad política que repercute, como hemos dicho antes, directamente en el factor securitario europeo. En lo que al Frente Polisario corresponde, aun cuando esta organización sólo representa a un fragmento de la población saharaui, es una fuerza política relevante; no obstante, su calidad parasitaria de los órganos de la seguridad del Estado argelino lo está asfixiando. De tal suerte, la lógica de todo o nada que ha imperado por parte de Argelia en su disputa con Marruecos a través del Frente Polisario y que México ha endosado, hoy por hoy es, objetivamente, un callejón sin salida. En el mediano plazo, el proceso de desgaste al que lo somete la intransigencia argelina tarde o temprano colocará al Frente Polisario ante la paradójica disyuntiva de perecer o identificar su viabilidad histórica con su incorporación a la lucha política en el esquema autonómico propuesto por Marruecos en 2007. Es clara la irreversibilidad de la situación imperante en el Sahara Occidental y ello debería ser motivo suficiente para que la diplomacia mexicana despertara del sueño de los justos y, con base en su acervo histórico, recuperara y actualizara la distancia crítica que mostró antes de 1979.

Las transformaciones de México y Marruecos operadas en los últimos cuarenta años, así como las de sus determinantes nacionales e internacionales actuales, los sitúan en una perspectiva de mutua conveniencia. Sin embargo, el referido desconocimiento los hace países espejo, pero de espaldas uno al otro. México posee una raíz magrebí, que aún le es desconocida. Los mexicanos no hemos concebido nuestra génesis cultural allende Sevilla, Córdoba o Granada. Por su parte, los marroquíes no han sido capaces de asumir su vocación atlántica. A esta ignorancia recíproca ha contribuido enormemente la subordinación intelectual de ambas naciones a la mediación francesa y española.

La construcción de los intereses de México en el siglo XXI ganaría en Marruecos un poderoso aliado en África y en el Medio Oriente, toda vez que complementaría la estrategia de aproximación del país a las monarquías del golfo Pérsico en virtud de la cercanía política, religiosa y familiar del Reino, y ofrecería una muy valiosa plataforma logística para la producción y distribución de nuestras manufacturas. Para tal efecto, en modo alguno es necesario sacrificar antiguos aliados, pero sí entender las especificidades y los intereses reales de cada uno de los contendientes y respetar, desde una perspectiva equilibrada y mejor informada, los tiempos y maneras en que los tres implicados (Argelia, Marruecos y el Frente Polisario) más tarde o más temprano decidan resolver su diferendo.

Marruecos y México han perdido un cuarto de siglo. Marruecos confundiendo desacuerdo con animadversión; México interpretando África desde Nueva York y, ambos, leyéndose mutuamente en libros prestados. Parafraseando a Alfonso Reyes diremos que estamos a dos minutos de llegar tarde al banquete de África y, allí, Marruecos cobra creciente relevancia. La carga ideológica asociada al tema ha sido una justificación para la pereza conceptual del aparato diplomático mexicano. Si en 1979 el alineamiento con uno de los actores del conflicto resultó provechoso, hoy se antoja pertinente, en el mismo tenor de realismo político del que se hizo gala entonces, recuperar la distancia crítica y, de cara al futuro, restituir al discurso diplomático de México la dignidad de la retórica entendido el término no como excusa o mera palabrería, sino como el arte de persuadir, y a la doctrina de principios su histórica versatilidad como instrumento de política exterior. ~

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es poeta, ensayista y doctor en literatura por la Universidad de Londres. Se desempeña como director del Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en Madrid.


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