Nahúm tenía ya veintinueve años cuando nacía yo en México, en 1942. Había emigrado desde muy joven a Israel, desde los años veinte, y ahí vivía. Eso lo salvó: toda su familia, que permaneció allá en el norte, en el pueblecito de Lituania, fue asesinada en masa por miembros de las ss. A balazos, en una sola operación, al inicio de la guerra –el exterminio no se había aún tecnificado.
Pero Nahúm, el que escapó a los criminales, es un anciano bondadoso, apacible, patriarcal. Y sólido, un campesino viudo, rodeado de hijos y nietos. Atrás quedaron los años de aventuras, cuando conoció la cárcel y la deportación, el sigilo, la contienda; cuando el Estado de Israel era sólo un anhelo acorralado.
“Abba, abba”, oyes que le dicen los nietos, así “abba”, con la palabra que Cristo enseñó que había que usar al dirigirse a Dios, “abba”, padre, o mejor, papá.
Muchos años han pasado. Sin embargo, no hay paz en la tierra de las tres religiones. Varios nietos de Nahúm son soldados. Todos han hecho el servicio militar (el ejército de Israel está compuesto primordialmente por los jóvenes conscriptos), pero dos eligieron hacer carrera de oficiales. Uno de ellos, de vuelta del Líbano, explica: “Esta guerra es diferente: los criterios para decidir si se ganó o se perdió, por ejemplo, no son los de antes”. Se detiene y, luego, advierte: “Hezbolá ataca adrede blancos civiles, su propósito declarado es herir o matar civiles, y conforme más civiles vulnera mayor es el éxito. Nosotros, no: nosotros tratamos de eliminar sólo a militantes, a gente armada, activa en el terrorismo, y lamentamos cuando en la operación muere o es herido un civil. Ahí hay una distinción clara”.
Son verdades sencillas, pero el antisemitismo rampante las tornó opacas, y todas las censuras se dirigieron a Israel. Hezbolá, nada: una hermanita de la caridad, víctima de una agresión inmotivada.
Cada vez que estoy en Israel, me llegan hasta allá noticias dramáticas de México. Hace algunos años, estábamos en el Museo del Holocausto, en Jerusalén, y ahí descubrimos la presencia de Carlos Salinas, en la librería del instituto. Se lo veía sanote, juvenil, muy contento. Era diciembre, acababa de dejar la Presidencia y la vida le sonreía.
Días después, en Egipto, vimos por televisión, en árabe, la noticia de que un inesperado desastre financiero había tenido lugar en México. Poco más adelante, en algún periódico o revista, no me acuerdo cuál, vinimos a enterarnos del célebre “error de diciembre”, que tanta desdicha trajo a tanta gente, origen remoto del grillete con que, en forma de deuda, nuestra impune plutocracia nos ató a la economía… de su preferencia.
Esta vez nos enteramos de algo resonante, pero muy esperado: que el presidente electo era, se pregonó, Felipe Calderón. Cosa vieja que ya se sabía que habría de suceder. Lo que no se sabía, ni se sabe, es a dónde va a ir a parar todo esto. Digo, la surrealista situación a la que ha arrastrado al desdichado país la incontinencia verbal del presidente Fox, y la insufrible vanidad y desmesurada ambición de los dos políticos, los dos, que gravitan, con sus torvos seguidores inmediatos, sobre nosotros.
Mientras tanto, en la tarde cálida, el sol dora la vieja espalda del Mediterráneo. Israel, situado en el Medio Oriente, también es país del Mar Latino. Estamos en la marmórea Cesarea Marítima.
Pero el puerto del Antiguo Testamento no era éste, sino Akko (no muy lejos de Cesarea), que los cruzados, que dejaron aquí ruinas impresionantes, llamaron San Juan de Acre, lugar aún emocionante, en el norte de Haifa. En Akko embarcó el profeta Jonás, por ejemplo. Hoy es poblado de mayoría árabe donde, en una legendaria fonda del mercado, se come el mejor humus del mundo.
Herodes el Grande la denominó Cesarea, Ciudad de César, para adular a su señor, César Augusto, y con infatigable celo ordenó su edificación. Fue un acierto. Puedes visitar las ruinas, se extienden a la orilla del mar. En la playa misma, podríamos decir, está el erguido y ático teatro, las casas, los baños, con su complejo sistema de agua caliente, el barrio de las tiendas, el enorme circo e hipódromo…
Cesarea es el puerto del Nuevo Testamento. Aquí se diría que oyes aún hablar griego, latín, arameo, y vislumbras a los atletas untados de aceite, el claro ondular de las túnicas, el sabor del vino, el queso y los higos. Aquí compareció Pablo ante el procurador, el liberto Félix, tipo siniestro, cuando, al estar dándole de golpes, se vinieron a enterar de que era ciudadano romano. Y de aquí partió el apóstol a dar testimonio, con su vida, en Roma.
Israel es como Japón, un país a la vez joven, es decir, moderno, y muy viejo, es decir, tradicional. Es pequeño, pero dotado de una individualidad señaladísima, difícil de hallar en otra parte. Aquí encuentras la historia viva, haciéndose, y sientes su latido. Y Jerusalén es, sin duda, una ciudad mágica. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.