Árboles
Crecen hacia la lluvia, y en un impulso simultáneo regulan su caída. De la tierra sensible toman el resudor copioso que han dejado escurrir. Muy de mañana, entre las hojas danzan los últimos resabios del chubasco.
Remontan por filones radicales la solución acuosa destilada en quietud, y la resguardan, previsores, en las vejigas generosas que ellos mismos fabrican. Higos, manzanas, cocos.
Paralíticos, se retuercen en busca de un avance, un gesto traslativo, un pasito delante. Y sin embargo, una velocidad anómala circula por su cuerpo como aceite de luz.
“Árboles”: el plural se corrige a la vista de un roble singular: alguien viene a leer en los anillos de su cuerpo la cifra de una edad. Pero el tiempo del árbol es más hondo. Sobre la piel inerte lleva inscrita una fecha, las huellas de un adiós. ~
Mar
Las olas son la moda de los mares. Lo demás es antiguo, aunque los hombres le dispensen una mirada inaugural.
En nuestros días escépticos, los dioses se refugian en los lechos del mar. Las playas son su límite, casi nunca infranqueable. Desde su oscuro, los dioses nos envían informes fragmentarios de alguna eternidad: leños difuntos, borbotones rojizos, conchas vacías.
Todo mar es ambiguo. Si lo vemos al sesgo, bajo un sol de verano, él rectifica el sueño de la muerte, nos concede una nota de quietud. Si una racha de insomnio nos aqueja, entonces se levanta turbulento, huye desde sí mismo hacia otros mares, ondula, se lamenta ruidoso y metafísico.
He aquí el mar: noches de alianza, rumorosas; tumbas abiertas de par en par. ~
Agua
Abajo, más al fondo, en celo, recostada, existe el agua.
A fuerza de vivir absorto y cabizbajo, la escucho perfilar un recorrido contiguo a los zapatos. En el piso agrietado se dilata, densa y brillante, mudable y obstinada: charcos, hilitos en desliz hacia el drenaje.
La gravedad la imanta como un sueño vicioso. Y ella se estira, se contonea obscena, hace una pausa y se dispersa entre los poros minuciosos del polvo y el asfalto: vidriosa, incontenible, sustancia enamorada de un cielo negro.
La pesantez y el tumbo la reclaman –y la muy loca delira, como animal en celo se vacía, elude los dictados de la forma.
Ama el sol, que la somete a una mudanza eterna, al ciclismo de ser. Y atrás de las paredes se refugia, se acoge a la indulgencia de la sombra, sigue los cauces que promueven su marcha vertical. Pero al girar el grifo vuelve a las andadas: se arroja, se disipa, huye de toda tesis, de la inútil, fugaz definición. ~