Turismo policiaco

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El Código Da Vinci promete mucho. Parece un thriller a la manera de El Nombre de la Rosa de Umberto Eco. Desde el inicio, sin embargo, hay indicaciones de que esto no será así. Los capítulos cambian de escenario y de personajes cada cinco o siete páginas. Más que emplear como estilo una versión —o parodia— de la estética fragmentaria modernista, Dan Brown, abusando de un rasgo propio del thriller, nos deja al final de cada capítulo en un momento de suspenso o plena crisis, de manera que uno sigue leyendo, con cierta desesperación al comienzo, para saber qué ocurre a continuación en cada una de las historias. En vez de capítulos completos —que se entrelazan con todo y sus escenarios y personajes diversos, y cuya continuación busca el lector por querer adivinar, adelantarse a lo que vendrá después—, ocurre lo mismo que con mucho del cine contemporáneo, en el que, con tal de no perder la atención del espectador, no mayor a diez o quince segundos, se prefiere evitar detenerse en paisajes, personajes o diálogos ricos y extensos. El efecto muy pronto es de fastidio.
     La segunda debilidad, inseparable de la anterior, reside en el lenguaje. La prosa de Brown no ofrece dificultad alguna, ni una recreación lo suficientemente compleja para ser verosímil. La descripción en esta novela es explicativa, no interpretativa, y la exposición se da casi a modo de guía turística. No busco personajes redondos ni una novela decimonónica: lo que busco, cuando se me invita a leer una novela sobre un asesinato, un misterio o el enigma que deja atrás un asesinado, o ciertas sociedades secretas, o Santa María Magdalena, el Santo Grial y los templarios, o los textos de Qumrán y Nag Hammadi, o el Vaticano, el Opus Dei y todo lo que guarde relación con la simbología, es dejarme llevar por un tejido cuyo envés no se vea casi desde el inicio, y entusiasmarme con mundos, lenguajes, inteligencias que no sean de mi vida cotidiana, y creer venidero o ya en curso el Apocalipsis… y tomar partido. Posiblemente estas expectativas responden en parte a que la historia se ubica, de modo sutil —lo cual es un acierto—, en un futuro cercano, donde el nuevo Papa es liberal y crítico del Opus Dei. Al igual que Eco ubica sus obras en el pasado, volviéndolas así más romance que novela, Brown ubica su novela en el futuro, lo cual implica profecía y adivinación, y promete el rango imaginativo y la lucha personal del romance.
     La tercera indicación, y última, es que la trama, aun para este tipo de novela, no es creíble. Y al arrastrar la trama a los personajes, éstos también pierden nuestra empatía, nuestro interés, ya no son ni atractivos ni repulsivos. El autor parece a cada paso querer salvar las incongruencias, parece estar forcejeando con el mismo rumbo que toma la novela, pero no lo hace de modo irónico o paradójico. Al inicio la lucha parece ser entre el Opus Dei y la sociedad secreta del Priorato de Sión y su Gran Maestre, quien es el principal curador del Louvre y es asesinado dentro del mismo museo (Leonardo Da Vinci también fue Gran Maestre, y en la simbología de su obra está inscrita esta tradición subterránea, de ahí el título de la novela). La pregunta central es si se ha traicionado el primer cristianismo. La respuesta está en el dominio de ciertos textos que han estado en manos del Priorato de Sión desde los templarios. Ahora el peligro, por diversas circunstancias, es que el Priorato de Sión pierda estos textos a manos del Opus Dei. La sobrina del Gran Maestre, Sophie, quien es experta en simbología y trabaja para la policía judicial francesa, se vuelve prófuga junto al estadounidense Robert Langdon, doctor en simbología y profesor de Harvard. Él ha llegado a París para ofrecer una conferencia, y desde el inicio de la novela es considerado por el capitán Bezu Fache, director de la policía judicial francesa, como el principal sospechoso del homicidio. Sophie lo protege, ya que se ha dado cuenta de que los mensajes que deja su abuelo, a quien ella no ha visto en muchos años debido a una ruptura en su relación —de nuevo, poco creíble en cuanto a sus razones—, van dirigidos a ella. Son perseguidos por el asesino del Gran Maestre, el albino Silas, converso numerario y sicario del Opus Dei, mientras que el obispo Manuel Aringarosa, prelado del mismo Opus Dei —hombre piadoso que defiende el tradicionalismo, rigorismo y espiritualidad de esta congregación católica como el último reducto de la fe— le da órdenes y busca estos mismos documentos para adquirir poder frente al Vaticano.
     Sin embargo, lo inverosímil es que todos ellos pasan a ser fuerzas, inteligencias, manipulables por el poco creíble y bastante acartonado historiador británico, noble y por supuesto excéntrico Sir Leigh Teabing —que, aparte, aparece a la mitad de la novela. Resulta la figura en torno a la cual gira todo. Impresionante, ¿cierto?, lo que puede lograr un título nobiliario, el dinero equivalente a un pequeño país rico, un chateau normando conocido como le Petite Versailles, el pertenecer a la Real Sociedad de Historiadores, tener astucia y wit (más bien chocante), contar con tecnología state of the art en el desván de su casa —al cual no sube Sir Leigh, debido a la polio que lo dejó parcialmente inválido de niño, sino su mayordomo, Rémy Legaludec— y tener una misión por la cual estar dispuesto a morir. Todo lo anterior basta para opacar al Vaticano, la Interpol, el Opus Dei y demás, y para dejar a estas respetables instituciones, y las personas que les dan voz, en el papel de ingenuas, anacrónicas, posiblemente vetustas, aunque finalmente bien intencionadas todas.
     En vez de distintas tramas e historias entrelazadas —teológica, policiaca, eróticamente— que se amalgaman o son vasos comunicantes, la historia se vuelve una sola, de persecución. Desaparece, al igual, el conflicto. No hay conflicto —según la poética novelística de M.M. Bajtín, Ernesto Sábato o Milan Kundera, entre otros— ni lucha, confrontación entre voces, visiones, lenguajes, sociedades. No hay riesgo ni juego real. En lugar de una lectura crítica, El código Da Vinci prefiere decir que el mundo es un buen lugar excepto por uno que otro fanático. El terrorismo, parecería, es el mal que debe interesarnos a inicios del tercer milenio. ¿Suena conocido?
     El valor de la novela de Brown reside en su temática, en ser una obra que recoge lo mejor de la contracultura del último casi medio siglo, en su insistencia de que Occidente vive un desequilibrio profundo, sobre todo en relación con el opacamiento de lo femenino por parte de lo masculino. El argumento central de esta novela, que no es nuevo, es el de María Magdalena como mujer de origen noble y esposa de Jesús. La descendencia de ambos, que parte de una sola hija, Sarah, debe ser protegida por el Priorato de Sión a través de los siglos, junto con los textos cristianos, originarios pero luego descartados por la Iglesia ya romana como heréticos o, cuando menos, heterodoxos, hasta que los tiempos indiquen que esta verdad debe ser revelada. Se requiere de un cambio de corazón, una metanoia, contra el exceso de testosterona y el desprecio a la mujer (y, de paso, al matrimonio) en la Iglesia Católica y, por ende, en la civilización occidental. De nuevo, el problema atrae, y hay verdades parciales en su planteamiento, pero, metido a jugar —a novelar— con eso, no aprovecha la presencia femenina en la misma tradición católica y cristiana (incluyendo a los millones que en la actualidad quieren que María, la madre de Jesús, no sea solamente la principal mediatrix y Reina de los Cielos, sino también corredentora junto con su hijo), ni echa mano de la compleja mariología contemporánea, ni de las implicaciones que entrañaría el afirmar que Jesús sólo fuera profeta, cayendo así en una de las dos posibles herejías que han existido desde el inicio del cristianismo: negar la divinidad de Jesucristo o negar su humanidad.
     Un excelente profesor de literatura británica y estadounidense que tuve en la preparatoria ofrecía un curso que se titulaba Bestsellers versus Quality. Formado por los New Critics, no dudo que fuera poco tolerante en sus conclusiones, pero reconozco, a estas alturas, que los fenómenos de gran venta y gran calidad literaria en contadas ocasiones forman pareja. ~

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