Un trabajo sucio en Nueva Orleans

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Aunque nunca se ha acostumbrado a disfrutar grandes lujos, a diferencia de muchos mexicanos, Víctor Ayala siempre ha ganado un sueldo digno. Durante veinticinco años ha trabajado como operador de maquinaria pesada. Pasó una década haciendo sus labores en el Distrito Federal, mientras viajaba durante los fines de semana a su casa en Irapuato, que compartía con su esposa y sus tres hijos.

Tenía la existencia resuelta hasta el día, hace seis años, en que su primer hijo, que entonces tenía diecisiete, le notificó que quería estudiar una carrera en la universidad. El sueldo de Ayala no alcanzaba, y –como muchos mexicanos más– no vio otra opción que probar suerte del otro lado.

Actualmente Ayala se encuentra en Nueva Orleans, un soldado en el pequeño ejército de mexicanos y centroamericanos que participa en la tarea abrumadora de limpiar y reconstruir la ciudad, luego de que el huracán Katrina la inundó con seis metros de agua en agosto de 2005. Aunque ha pasado un año y medio desde el desastre, la limpieza sigue en marcha: según los cálculos de los ingenieros, la tarea es equivalente a deshacerse de 34 años de basura acumulada.

Ayala, de 44 años, es bajo y macizo, con bigotes. Su cabellera es castaña y abundante. Tiene la piel bronceada, las manos callosas y los ojos cansados de alguien que ha pasado la vida trabajando con la espalda al aire libre.

Antes de Katrina, Nueva Orleans tenía una población pequeña de hispanohablantes, principalmente de Honduras y El Salvador, más un puñado de cubanos. Según el censo de 2000, representaban el tres por ciento, alrededor de quince mil almas.

Pero desde el huracán, las cosas han cambiado. Casi todos los 465,000 habitantes de la urbe tuvieron que evacuarla, y solo 181,000 han regresado. Unos treinta mil hispanos, principalmente mexicanos, han llegado para trabajar en la reconstrucción. La mayoría son indocumentados.

La historia de Ayala –que dice que tiene permiso para permanecer– es emblemática de los mexicanos que se encuentran en la ciudad. Por un lado, es un testimonio de la voluntad y del triunfo personal. Al mismo tiempo, es indicativa de la política ambigua entre México y Estados Unidos, y lo conveniente que es para el gobierno mexicano tener a millones de trabajadores del otro lado.

Después de cruzar la frontera hace seis años –como “mojado”, admite–, Ayala encontró trabajo en Las Vegas. Con su experiencia como operador de grúas, no fue difícil conseguir un patrón que le facilitara el paso. Estuvo cuatro años en la ciudad de los casinos, y después un año en Tampa, Florida, donde trabajaba para una empresa que empleaba principalmente a cubanos. Después de Katrina, Ayala vio su oportunidad. Llegó a Nueva Orleans un mes después del huracán.

“Al principio, fue difícil”, recuerda, mientras saborea una comida en Taqueros de Coyoacán, el mejor restaurante mexicano de Nueva Orleans, en una zona de Saint Charles Avenue poco afectada por Katrina. Llegó con un grupo de compañeros cubanos de Tampa, pero al principio no encontraban nada. Ayala se sorprendió por la cantidad exorbitante de papeleo burocrático que le tocó antes de conseguir el permiso. En 1985, ayudó en el rescate de la ciudad de México después del temblor. Recuerda que allí, nada más había que subirse las mangas y trabajar. 

“Vi lo peor”, dice, haciendo memoria de los primeros meses en Nueva Orleans. “Las casas en las calles. Los coches en los canales.” Él y los cubanos vivían en tiendas de campaña en los campamentos que montó el ejército de Estados Unidos. “Vivíamos sin agua y sin luz. Nos bañábamos en las regaderas de los campamentos y en la sacristía de una iglesia.” Hoy en día, sesenta por ciento de la ciudad sigue sin servicios de electricidad, agua o drenaje. Unas 134,000 casas fueron destruidas, y alrededor de trescientos mil coches abandonados. 

Se han realizado reportajes sobre la victimización de los obreros foráneos en Nueva Orleans. A Ayala y sus compañeros les tocó una experiencia típica. “Trabajábamos con una empresa relacionada con la de Tampa, pero sólo nos pagaban una parte del dinero.” Dice que hasta la fecha, le deben 3,500 dólares. El dueño de la firma le asegura que todavía no le ha pagado la Agencia Federal del Manejo de Emergencias (la dependencia del gobierno de Estados Unidos que supuestamente está a cargo del desastre).

Debido al bajo número de ciudadanos que han regresado, y también por la falta de voluntad de muchos habitantes para participar en la limpieza, la labor neorlense representa una instancia más en que los mexicanos hacen el “trabajo sucio” que los estadounidenses, en su mayoría, no quieren hacer. Todas las mañanas, en una glorieta llamada Lee Circle, uno puede ver a grupos de latinoamericanos –a veces hay cientos– que esperan hasta que alguien los recoja para trabajar por un día. Si tienen suerte, les pagan al final de la jornada.

Al mismo tiempo que algunos estadounidenses con pocos escrúpulos se aprovechan de la situación vulnerable de los obreros, algunos mexicanos han visto una ocasión para intentar sus propias transas. Guillermo Peters, el chef mexicano de Taquerías de Coyoacán, explica que, normalmente, el sueldo de un lavaplatos en el restaurante es de trescientos dólares a la semana. Ahora hay tal escasez de trabajadores, que paga quinientos. “Llegaron unos mexicanos y querían mil”, comenta. “Les dije que podía conseguirles otro trabajo, para hacer una doble jornada, y así, de quinientos en quinientos, llegarían a sus mil dólares. Pero debían tanto dinero al coyote que los traía, que me rechazaron.”

Después de unos meses, los compañeros cubanos regresaron a Tampa. Ayala fue el único del grupo que se quedó. Aunque durante los primeros seis meses sólo encontró empleos eventuales –“dos días acá, dos días allá”–, sabía que su destino estaba en Nueva Orleans. “Soy muy tenaz para el trabajo”, explica. “Si quiero hacerlo, encuentro la manera.”

Desde el marzo de 2006, su tenacidad ha sido recompensada. Encontró un trabajo fijo con una empresa que recicla la basura acumulada. Él y su equipo –que incluye choferes, albañiles, los operadores de maquinaria pesada y los encargados de desechos químicos y otros materiales peligrosos– recogen la basura y la ponen en los dumpsters proporcionados por las autoridades.

Trabaja los siete días de la semana, de las siete de la mañana a las cinco de la tarde. A veces le toca overtime, y trabaja hasta las diez u once de la noche. El pago del horario normal es de veinte dólares la hora, pero, si hay que laborar horas extra, pagan treinta.

Debido al ritmo de trabajo, Ayala tiene una vida muy disciplinada. Toma café antes de irse en la mañana, y come con el equipo durante la jornada laboral. “Siempre encontramos un lugar donde haya algo, comida china o pollo”, dice. En la noche cena ligero. Cuando le invité un tequila antes de cenar, lo rechazó. “No he tomado una sola copa desde marzo”, explica. “Tengo que trabajar sin descanso. Si tomo, sé que no voy a llegar al trabajo al día siguiente.”

La vida de Ayala es aislada. Vive en una casa desvencijada de dos pisos, donde comparte un cuarto con otro mexicano. En los otros cuartos viven los compañeros de trabajo, principalmente hondureños. Trabajan en zonas casi desérticas de la ciudad. “A veces alguien se nos ha acercado para darnos las gracias por el trabajo que hacemos”, dice Martín. “A veces nos abuchean. No les podemos contestar.”

Nueva Orleans, como toda la región sureña de Estados Unidos, es conocida por el racismo, particularmente de parte de los blancos contra los negros. A Ayala mismo le ha tocado un incidente de prejuicios. “Unos compañeros negros se quejaron con el jefe”, dice. “Es un gringo.” (Ayala distingue entre los “gringos” y los negros, como si los últimos fueran de África y no de Estados Unidos.) “No les gustaba que yo operara la maquinaria pesada, porque tengo un nivel muy bajo del inglés. Le dije que las máquinas no hablan ningún idioma, y tengo más de veinte años de experiencia.”

Una de las razones por las que las casas han sido abandonadas desde el huracán estriba en que el rescate de cada una supondría o destriparlas hasta sus esqueletos, o derrumbarlas enteramente. La reconstrucción implica una inversión mínima de cincuenta mil dólares por casa. Muchos de los dueños no querían empezar hasta ver si el gobierno federal participaría económicamente en la reconstrucción.

En septiembre de 2006, el gobierno federal empezó a distribuir unos cinco mil millones de dólares a los dueños. (Al cierre de esta edición, sólo cincuenta familias habían recibido su dinero, un ejemplo claro de la torpeza de la respuesta de la administración de Bush a la crisis.) Así, con la perspectiva de más trabajo, probablemente Ayala seguirá en Nueva Orleans.

Tiene un teléfono celular, y utiliza una tarjeta económica que le permite llamar a su familia todos los días. A través de las conversaciones, se mantuvo al tanto del drama postelectoral en México, que aún estaba muy fresco cuando hicimos esta entrevista. Después de que pido su opinión de los hechos, escoge las palabras con cuidado. Aunque no se expresa a favor de ninguno de los candidatos, dice, “Soy de Guanajuato, un estado muy, muy panista. Si el pan pudiera resolver los problemas del país, no estaría trabajando en Estados Unidos.”

Lo importante para Ayala es que podía cumplir uno de sus sueños –aunque la experiencia es agridulce, porque lo tenía que efectuar al otro lado–. El verano pasado, su hijo se recibió como contador público. El orgullo de Ayala es evidente en su voz, aunque también la tristeza, cuando habla de la decepción que sintió por no poder asistir a la ceremonia en que su hijo se tituló. Sus ojos siguen brillando cuando habla de su hija de dieciocho años, que acaba de entrar en la Escuela de Medicina de la Universidad en Irapuato.

Se estima que durante el sexenio de Vicente Fox unos 575,000 mexicanos se fueron a buscar trabajo en Estados Unidos cada año. Y cada año mandaron una cantidad creciente de remesas a México –quince mil millones de dólares, aproximadamente. Quizás en la próxima generación, gracias a los esfuerzos de gente como Víctor Ayala, el experto operador de maquinaria pesada, habrá más profesionistas y menos necesidad de ir al otro lado. ~

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