Sobre la industria editorial

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Empezamos a cansarnos de las estadísticas no interpretadas, de los datos ofrecidos en bruto, sin análisis alguno, y cuya finalidad no es otra acaso que la de respaldar desde el punto de vista publicitario la poderosa máquina de la industria. De la industria editorial, en este caso, que es una parte —una de las más decisivas— de la industria cultural. Se asegura, en efecto, que España posee una de las más potentes industrias editoriales de Europa; que el número de libros que edita al año supera con creces la media continental, y que España es, por tanto, un auténtico “modelo” industrial en este sector.
     Ocurre, sin embargo, que estos datos casan mal con los índices de lectura del país —uno de los más bajos de Europa—, de manera que no acaba de entenderse la relación entre edición de libros y lectura de libros, como si se tratase de universos diferentes. ¿Se compran los libros, pero no se leen? ¿Cómo es posible que la industria editorial siga produciendo con semejante ritmo sin encontrar correspondencia en los consumidores? Se diría que la propia industria está interesada en divulgar estadísticas de producción completamente al margen de la realidad, esto es, estadísticas de puros objetos, más allá de su destino, de su significación cultural y, por supuesto, de su valor. Hay que buscar explicaciones de este fenómeno. Yo he llegado a una conclusión un poco melancólica: en España se edita, en realidad, cualquier cosa, y de ahí el número de libros que entre nosotros se imprimen. No digo que sea la única explicación, pero sí una de las causas o uno de los datos que contribuyen a hacernos comprender la insólita situación descrita.
     En fecha reciente, y como parte de un trabajo de colaboración con las bibliotecas universitarias que todos los profesores tenemos entre nuestras responsabilidades —asesorar a esas nuestras bibliotecas en la adquisición de novedades editoriales de nuestra especialidad—, hube de repasar una veintena de volúmenes y separar los que, a mi juicio, deberían ser adquiridos. Algunos libros (los manuales, las monografías, etcétera) apenas necesitan escrutinio; los demás (las novedades literarias) requieren cierto examen. Entre las novedades hojeé un volumen de casi medio millar de páginas, adscrito al género o subgénero de la llamada “literatura del yo” y publicado por una editorial respetable. Me abstengo de citar la editorial, el autor y el título; no comento un libro, sino un fenómeno.
     Pronto me saltó a la vista un número de faltas, deficiencias y errores gramaticales de todo tipo (no hablaré aquí sino de éstos) tan considerable que no pude menos que tomar nota de algunos. Copio unos cuantos. La especialidad del autor parecen ser las concordancias sui generis: tal persona “tenía olvidado a las niñas” (p. 227); se habla de unas “poetisasventosas a las que dan cuerda un sosiego…” (p. 370); el autor se pregunta: “¿Qué le queda a los ojos?” (p. 378); se extraña de algo “dado la época y nuestras circunstancias” (p. 207); asegura que “el asma y la humedad de esta laguna acabó con ella” (p. 26), etc., etc. Pero también se leen frases como esta: “el día de su cumpleaños, que fuimos a celebrarlo…” (p. 333). Afrancesado, a lo que parece, el autor no duda en escribir que ha recibido una “carta postal” (p. 135), pero el lector sospecha del voluntarioso afrancesamiento cuando lee “los emigrées” (p. 127) o cuando ve cómo se citan unos célebres versos de Rimbaud (“Pour delicatesse…”, sic, p. 318). No faltan ni los esforzados neologismos (“las descarnaciones”, p. 38; “putrefacteado”, p. 219, o una admirable “literaturalidad”, p. 406) ni ciertos giros característicos de la buena prosa, desde el clásico “en las antípodas” (p. 38) o el resignado “infinitivo periodístico”: “Simplemente señalar…” (p. 410). ¿Qué podríamos decir acerca de las simples, infantiles, vergonzantes faltas de ortografía (“La Güaira”, p. 18)? Pero el lector ya no sabe qué pensar cuando ve cómo se conjuga aquí el verbo atronar: “Antes de que los furgones atronen en la calle” (p. 392). Con estupor, el lector se dirige a las solapas: el autor afirma en ellas que sus folios “han sido escritos por varios de mí mismos”. Nada que hacer, entonces: ¿a cuál de ellos atribuir estas lindezas? Éstas sólo se explican en razón del juicio que al autor le merece la Universidad, a la que llama más de una vez en el libro “el burdel”. ¿Qué pensará del bachillerato?
     Puede pensarse que es éste uno más de los muchos subproductos de la industria editorial. Pero ocurre que este libro ha sido financiado por la Consejería de Cultura de una comunidad autónoma (no se trata de la “ayuda” a un joven escritor, sino de la financiación de un volumen escrito por alguien que, según las solapas, ha pasado ya de los cincuenta años). Nadie ha leído este libro: ni los editores —que habrían corregido las graves faltas aludidas (observadas sólo al hojearlo: ¿cuántas más encerrará?) o simplemente hubieran desestimado su publicación— ni, por supuesto, los responsables de la Consejería en cuestión. A buen seguro, este libro será adquirido por las bibliotecas de esa Comunidad porque se trata de un autor nacido en ella. En otro tiempo, unas páginas como estas estaban destinadas al cajón o a la autoedición penosa; hoy, por el contrario, reciben cuantiosas subvenciones. En 2003 se editaron en España, según datos oficiales, 77.950 libros. A la luz de las informaciones de esta nota —y si este es un libro que edita una editorial respetable—, saque el lector sus propias conclusiones. –

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(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).


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