La literatura tiene ironías que el poder no siempre entiende. Al gobierno de la era Fujimori le tomó diez años en el poder parafrasear a Mario Vargas Llosa. Su creación fue una dictadura imperfecta, una versión andina con un deliberado toque oriental, que ahuyenta el fantasma de la dictadura disfrazándola de democracia.
Al mismo tiempo, preservó cuidadosamente las instituciones que garantizan el funcionamiento de la economía. El resultado ha sido un totalitarismo soterrado, con formas liberales y apoyado en mercados. No es un caso de elecciones fraudulentas; es una democracia fraudulenta que preserva las formas para desechar el contenido. Explicarla ayuda a entender cómo pueden mantenerse formas dictatoriales en un tiempo globalizado. En una región con una cultura democrática débil, la amenaza es evidente: cambiarlo todo para que todo quede igual.
Un elemento común de las dictaduras "clásicas" latinoamericanas ha sido el control de los diversos poderes del Estado mediante un aparato político único. El gobierno de Alberto Fujimori recogió de esa tradición dos elementos centrales: la subordinación de la prensa y el desorbitado desarrollo del servicio de inteligencia, pero dándoles un giro novedoso: desarrolló ambos cuidando las formas, para construir una realidad paralela y ficticia, aunque de apariencia legal. Así se protegió de las críticas a su legitimidad, particularmente de aquellas provenientes del exterior. Tras la crisis generada por el cierre del Congreso y el poder judicial en 1992, aprendió que ese era el único camino posible. El resultado de esa política fue, como diría Hannah Arendt del totalitarismo real, un régimen que semeja una cebolla: consta de múltiples capas de organismos superpuestos, con funciones que se traslapan o coincidentes, pero siempre de apoyo. Siguiendo el mismo diagnóstico, ha perseguido de manera feroz pero solapada cualquier punto de vista divergente que pueda volverse mayoritario. Las únicas opciones son las suyas. Así, un ámbito para la política en sentido propio casi desapareció.
Por medio de la publicidad oficial, las visitas de la autoridad tributaria y en último extremo la toma de medios de comunicación a través de un poder judicial controlado a su antojo, el presidente aseguró que salvo un puñado de excepciones honrosas, los medios de comunicación impresos y de telecomunicaciones sigan una línea acorde con sus intereses. A ello se sumó la aparición de múltiples libelos, destinados a destruir la honra de cualquier opositor. El sistema de inteligencia del ejército alimenta el aparato de comunicaciones: tiene archivos significativos sobre cualquier peruano de importancia, y proporciona esa información a los medios masivos.
En el volátil terreno electoral peruano, sin partidos políticos sólidos, esta corrupción ha incluido a buena parte de la élite peruana: los prestigios alquilados, como los llamó Mario Vargas Llosa. La guerra contra Sendero Luminoso y la hiperinflación del gobierno de Alan García destruyeron el sistema de partidos y buena parte de las instituciones peruanas. El gran esfuerzo de reconstrucción a inicios de la década de 1990 llevó a muchos intelectuales y profesionistas prestigiosos a colaborar con un gobierno que parecía dispuesto a tomar decisiones necesarias pero impopulares. Eso mismo le ganó el apoyo de los organismos multilaterales y de la comunidad financiera internacional. Con ese ímpetu, sentó las bases del actual sistema al cerrar el Congreso y el poder judicial. Lo consolidó al amarrar el apoyo de las fuerzas armadas al régimen, con la promesa de acabar con el terrorismo a como diera lugar. Ello hizo de Fujimori el único garante de la estabilidad, la vieja versión del salvador de la patria latinoamericano para la mayoría de la medrosa élite peruana. Quienes se oponían, enfrentaban el ostracismo o el consabido palo de Porfirio Díaz Mori, como bien recordó Enrique Krauze. La omnipresencia del servicio de inteligencia junto a la destrucción de honras y, llegado el caso, la tortura y el asesinato, forman parte del régimen. Como diría Gabriel Zaid de México, todas estas no son características indeseables del sistema, son el sistema político peruano.
El resultado neto ha sido la perversión sucesiva y sistemática de las instituciones que respaldan la veracidad de las palabras y las acciones en la vida pública. Lo ha sustituido la cruda administración de un punto de vista. De hecho, los peruanos de bajos ingresos que son la mayoría por mucho tiempo simplemente no han sabido qué estaba pasando. Como señala Octavio Paz, la corrupción corroe primero las palabras. Nombres como Libertad, Democracia, Política, Congreso, Poder Judicial o Derecho, suenan a una fachada de triquiñuela o, como dirían los medios peruanos que quieren entenderse en el newspeak que Fujimori ha generado, a yuca o imposición. Sólo ha quedado un cascarón, que permite al triunvirato presidente-servicio de inteligencia-poder judicial esconderse del escrutinio internacional en un mundo globalizado.
Un puñado de medios de prensa y una oposición dispersa hasta hace poco han protegido los últimos bastiones de pluralidad que quedan. La riesgosa actitud del diario El Comercio, que informó cuando el régimen era más vulnerable la existencia de "fábricas" de firmas más de un millón de fraudes en sólo uno de los cuatro movimientos de apoyo al presidente puso al descubierto una parte medular del aparato que produce para el consumo masivo la realidad pública en el Perú. Y como ese diario se encargó de mostrar luego, hay más en las otras capas de la cebolla. Al tirar el tinglado, la denuncia impulsó el ascenso de Toledo, el candidato que por ir al último el sistema de inteligencia había ninguneado, y lo inmunizó temporalmente frente a la trituradora pública del aparato de propaganda. La presencia del pueblo en las calles pintó una esfera pública espontánea y colorida en el apabullante gris oscuro de la política limeña. La presión internacional completó el frente que impidió el fraude a cuentagotas en la primera vuelta. Pero esa valiente reacción no se puede mantener sin reglas permanentes que fortalezcan la esfera pública y encaucen una sólida competencia y discusión política. Sin ellas, las instituciones que protegen la vida privada y los derechos individuales devienen frágiles y quebradizas: sólo hay que esperar que vuelvan los tiempos "normales". Habrá qué ver qué le espera a El Comercio cuando ellos vuelvan.
A esta fecha no se ha definido la segunda vuelta electoral. No está de más subrayar la importancia de contar con elecciones libres y un presidente que sepa distinguir sus intereses de los del Estado. Pero hay que notar que la crisis peruana no es de personas: es de instituciones. Un voto por Toledo es la mejor apuesta que el Perú puede jugar, pero es sólo eso. Si se impone pese a todo, heredará un régimen corrupto, en el que el servicio de inteligencia goza de un fuero que no por informal es menos siniestro. Eso aunado al control de buena parte de la prensa por parte del Estado, instituciones electorales y judiciales débiles y a unas fuerzas armadas politizadas y con un inmenso poder, delinean la verdadera magnitud del peligro. Aun pese a sus mejores esfuerzos, puede que no logre cambiar el rumbo: además de los problemas políticos que este régimen entraña, enfrenta un agudo desempleo y una imagen de inestabilidad que puede afectar el flujo de inversiones al país. La índole indígena del presidente puede ser una ayuda, pero también sólo folclor local: para que cuente, lo que diga deberá respaldarlo con cambios efectivos y transparentes en las instituciones. Eso es difícil, pero no imposible.
La alternativa es peor. Una victoria de Fujimori en las urnas o fuera de ellas preservaría un régimen político no sólo pernicioso, sino perverso. Al preguntársele si cerraría el Congreso de no obtener mayoría, afirmó que "ya verá" qué hace, lo que en el newspeak fujimorista significa que lo cerrará. Esto sentaría las bases para reconstituir el régimen sin los elementos extraños que han aparecido en esta elección. La excusa sería la incapacidad e improvisación de los candidatos de oposición para el gobierno, y el grave riesgo que imponen al Estado. Si la presión internacional se torna inmanejable, siempre puede renunciar a favor de su primer vicepresidente, Francisco Tudela, un conservador ex canciller cuyo real motivo para estar en el gobierno podría ser emular a Balaguer. Sería un presidente encargado, que garantice la transición y un conveniente borrón y cuenta nueva. Aparecería un maximato institucional, con representantes civiles y militares, y con un árbitro encarnado en el servicio de inteligencia. Una nueva versión de la "estabilidad para el desarrollo", la misma excusa que a México le tomó décadas de apertura democrática para dejar atrás.
Estos vacíos han constituido una parte importante del discurso político latinoamericano y siguen vigentes, adaptándose a tiempos cambiantes. La noche en que el Perú se ha sumido es un espejo que puede reflejar el porvenir de las naciones con instituciones débiles de la región, forzadas a vivir en una democracia de apariencias, en medio de una pobreza generalizada y sujetas a una espiral de violencia que parece no acabar. Ecuador ya ensayó fútilmente un levantamiento que sigue una lógica similar, escondido bajo el manto de un poncho indígena, en el que el detonador inmediato fue el intento de Mahuad de dar un fujimorazo. Los rumores golpistas continúan. Debajo de la retórica, Chávez está intentando algo semejante en Venezuela, con sus intentos de una democracia "real", que por debajo de sus desvaríos más recuerda la lógica fujimorista que otra cosa. Colombia se tambalea entre el narcotráfico y la guerrilla: un magnífico caldo de cultivo. Desarrollo o libertad es una disyuntiva falsa: lo uno no puede ser sin lo otro. Los medios perversos no garantizan conseguir los fines benéficos; como Fujimori se ha encargado de mostrarnos una vez más, tal vez sólo conozcamos los primeros. Desenmascarar la amenaza que se cierne es un primer deber. Restituye a las palabras su verdadero sentido, y al hacerlo nos permite descubrir al monstruo detrás del espejo. –