No puedo disimular mi desconcierto. O estamos frente a una de las poéticas más radicales de la literatura contemporánea o todo ha sido un malentendido. Me cuesta asumir cualquiera de las dos premisas. O, en todo caso, afirmo ambas. ¿Qué leemos cuando leemos a Aira? Lo pregunto porque tan desconcertante como su literatura es la casi unánime admiración que le profesan lectores y críticos. Por lo pronto, no sé si a mí me gusta. Reconozco que tampoco me disgusta. Además da la impresión de que Aira es un individuo bastante simpático. No pasa lo mismo con sus seguidores: producen terror, parecen pertenecer a una cofradía impenetrable y acaso criminal. No me iré por las ramas. Al grano. Tomo, digamos, El congreso de literatura. Por momentos me parece estar leyendo páginas de una perfección quimérica. Luego creo estar frente a una boutade insufrible. ¿Es eso Aira, un perfecto farsante? Tal vez sí. O probablemente es todo lo contrario: un escritor perfecto. Me explico. Los relatos del argentino no surgen de una meditada estrategia narrativa. Nacen, más bien, de un frenesí de escritura. Es como si sus libros fueran apenas el registro del funcionamiento de una máquina. Glosar sus argumentos es un esfuerzo vano, porque son banales. Pero hagamos el intento. Digamos que El congreso de literatura trata de un escritor e inventor. ¿Alguien dijo Roberto Arlt? Lo siento, el personaje no es Roberto Arlt. Se llama César y es el narrador de la novela. Haré un paréntesis. Llamo novela a este libro por mera pereza. Y porque, finalmente, la palabra ha terminado por referirse a cualquier narración que supera las ochenta páginas. Es decir: no hablo aquí del género inventado por Cervantes y sepultado por Flaubert hace más de un siglo. Después de Bouvard y Pécuchet los libros del género, tal como lo concibió Balzac, son mercancías. Pero ése es otro asunto. Lo más conveniente es decir que Aira escribe narraciones de extensión variable, que últimamente no llegan al centenar de páginas. Pero volvamos al relato. Decía que el personaje narrador se llama César, un escritor inventor que, durante un congreso de literatura en Caracas, revela al lector su siniestro plan: poblar el mundo con clones de Carlos Fuentes. El resultado de una trama semejante es, como puede imaginarse, absurdo y, para no ir más lejos, ridículo. El problema con este tipo de afirmaciones es que nada dicen de la escritura airiana, ese continuo “inasimilable e irreductible”, como ha escrito, en un ensayo brillante, Graciela Speranza. El asunto es que este argentino de estirpe claramente vanguardista está menos interesado en el resultado de su frenesí que en el proceso que lo origina: “Los grandes artistas del siglo xx no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiera bastantes ya!” (“La nueva escritura”, aparecido en La Jornada Semanal el 12 de abril de 1998). ¿Una literatura procesal? Tal vez. De ahí el aparente desinterés en los aspectos formales de la escritura. Aira, sin embargo, produce una prosa impecable, a veces perfecta. Y ése es su mayor defecto: en ella no existe el menor enfrentamiento con el idioma, la menor fricción. Posee la claridad y la sencillez de los clásicos, aunque la organización de los acontecimientos nada tenga que ver con estructuras razonadas. La crítica fracasa con Aira porque mira desde el lugar incorrecto. Lo cual no quiere decir que el nacido en la localidad de Coronel Pringles, Provincia de Buenos Aires, en 1949 imponga una nueva manera de leer. Una cosa es lo que pretende y otra lo que consigue: estamos, sí, frente a una de las poéticas más radicales de nuestro tiempo, pero todo ha sido un malentendido. Aira es un escritor dotadísimo, capaz de engendrar un relato a partir de cualquier anécdota nimia, pero la intrascendencia de la mayoría de sus novelas, la pretensión de que las entendamos siempre como parte de un work in progress que no llegará a ninguna parte, pone en jaque todo su “proyecto”. De otro modo tendríamos que aplaudir una historia en la que, al final, como para salir del paso, Caracas es destruida por un ejército de gigantescos gusanos azules. Tal cual. Digo esto y me arrepiento, porque en el fondo las tramas me importan un bledo. Entonces ¿qué me incomoda de Aira? ¿Acaso no admiro a sus precursores? ¿Acaso no admiro a Raymond Roussel o a Witold Gombrowicz? ¿Acaso no admiro a John Cage o a Marcel Duchamp? En realidad, admiro a César Aira. Me bastan algunas de sus páginas para hacerlo. Por ejemplo, la que da inicio a la segunda parte de El congreso de literatura: una deslumbrante puesta en abismo. En sus digresiones, esas fugas del relato que lo disparan hacia la reflexión pura, el argentino tiene pocos, muy pocos rivales. Pero ¿basta con eso? Probablemente no. Estamos frente a una literatura amorfa y por lo tanto inasible. De ahí que resbale, que se nos escape su verdadero sentido (si es que lo tiene). Lo dije antes: un frenesí de escritura. Ésta podría haber generado un copista o un mecanógrafo, pero generó un narrador que a estas alturas ha dado a imprenta más de cincuenta libros. O más de sesenta, cómo saberlo. No hay un plan: las frases se suceden, unas detrás de otras. Lo mismo ocurre con los acontecimientos. La lógica que rige los textos puede definirse con un adjetivo muy argentino: desopilante. ¿Improvisación? Sí, pero con una conciencia absoluta de lo que se hace, aunque los resultados sean impredecibles. De este magma informe, de este cúmulo de obras asoman de vez en cuando textos memorables. No hay más. En arte, los procedimientos son útiles únicamente para quien los inventa. Después, con su autor, mueren. ¿Qué quedará de Aira? Algunos títulos y el recuerdo de escritor excéntrico. No puedo disimular mi desconcierto. –
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