El cruce de aduanas tiene su toque inquietante. En Marruecos, por ejemplo, el vista aduanal extrajo de mi maleta libros que traía entre la ropa y los examinó con atenta suspicacia. Traía yo Los musulmanes en España, de Duby, en cuatro volúmenes. Guita me miró con irritación al ir viendo la cantidad de libros que llevaba a un corto viaje de dos semanas. (Pero después, cuando por accidente quedamos varados en Tánger sin dinero tuve ocasión de dar feliz culminación a la lectura de los cuatro volúmenes.)
La desconfianza a la letra impresa es uno de los signos más ominosos de la sospecha aduanal.
En el aeropuerto José Martí, de la Habana, transitamos, en cambio, Guita y yo por la aduana sin revisión ni interrogatorio, pese a que traíamos equipo de cine para unas filmaciones que Guita necesitaba. En cambio nuestro amigo Remolina, casado con una cubana, que viajaba en el mismo vuelo, y que sólo traía latería en abundancia, fue largamente interrogado.
Remolina no se dejaba ver. Guita y yo lo esperábamos cerca de las bandas con el equipaje cuando una impresionante figura, hermosa, rubia, con elegancia cara, muy alta, de lentes oscuros que acentuaban su apariencia de estrella de cine, entró al salón caminando despacio. Al modo de las duquesas de otros tiempos con sus damas, ella iba acompañada por dos aeromozas de Cubana de Aviación, y afirmaba sonriendo: “En la salida, ahí debe estarme esperando mi amigo.” Y yo me preguntaba quién podría ser ese afortunado, qué grado y tono de intimidad tendría esa amistad, y daba por hecho que el aludido ahí habría de estar esperándola.
Al pasar cerca de mí la impresionante ¿modelo?, ¿estrella?, hizo un movimiento extraño: alzó la mano y la situó en el hombro de una de sus damas, que se había adelantado un poco. La empleada de Cubana se volvió y la tomó del brazo sin dejar de caminar. Entonces me di cuenta de que la duquesa alta y elegante, pese a su andar enérgico, estaba ciega.
Quiero decir unas palabras sobre la Habana, pero sin referirme para nada, ni una sola palabra, a la política. Tendría que matizar demasiado para dar mis opiniones, sería enredado, desabrido, y doy por hecho que nadie estaría de acuerdo conmigo, ni siquiera al poco tiempo yo mismo: el desacuerdo bilioso e interminable es el signo esencial de toda discusión política sobre la isla.
Aunque no es fácil tratar de Cuba y no hablar de política, pues su presencia se filtra por todas partes, podemos tratar de hablar de otras cosas.
De la tumba del gran Capablanca, por ejemplo, sobre cuya lápida, en el Cementerio Colón de la Habana, se yergue emblemático un peón de ajedrez de piedra labrada, lo que está bien y mal; está mal porque debería de tener, no un peón numeroso y elemental, sino un rey, o al menos, como en el poema que sobre él escribió Guillén, un caballo caracoleando.
Podemos hablar de la gente. El cubano, pueblo cordial y conversador, si los hay. Por todas partes en la Habana, gente en animada plática. La presencia española, tan fuerte: el pueblo más español de América Latina, pero sazonado con el muy oportuno piquete africano, que se percibe no sólo condimentando la música o la santería, sino por todas partes.
En la ciudad de la Habana, ciudad de veras hermosa a mi parecer, se plantea cristalinamente lo que podríamos llamar el problema estético del envejecimiento. ¿Qué envejece y qué no envejece? Porque envejecen, desde luego, la tecnología y lo orgánico. Pero no la ciencia, si es buena y legítima, por ejemplo. El arte, me parece, es de las cosas que no envejecen. La Habana está deteriorada, quién puede dudarlo, pero no envejecida. Hay que distinguir, claro, vejez y deterioro. Lo joven puede estar deteriorado, y lo viejo, puede estar como nuevo. La paradoja estética de la Habana consiste en que el deterioro la hermosea. Porque el deterioro no nos entrega el objeto estético crudo, sino nos obliga a usar la imaginación, lo que siempre es fuente de placer. En las grandes casas de El Vedado, por ejemplo, tenemos apariencia (la ruina habitada) y realidad (la casa inmaculada, que se infiere en ella como una especie de ideal estético). Así, cada construcción de la Habana Vieja se convierte en un acertijo estético que se resuelve en un ideal arquitectónico. Esa ejercicio constante es parte de lo que hace tan entrañable la experiencia estética de la blanca, rubia e invencible Habana.
Por último, la emocionante casa museo de Lezama Lima es muy habanera, amarilla, y de muy reducidas proporciones. Exhibe en su pequeñez, me parece, el triunfo del espíritu sobre la materia que el Gran Gordo del Barroco Tropical pudo alcanzar durante su vida. –
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.