Una sola Helena

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Para Eugenio Montejo     De allá viene su voz
     de esa gigante medialuna de coral
     que combate del lado de las huestes del mar
     con sus agrias tenazas de escorpión
     La juventud sobre las rocas cuerpo
     a cuerpo contra el viento
     La mar rompía con ronca violencia
     Aquel navío
     de gran proa redonda
     —en pugna por seguir
     a flote— daba tumbos
     sin avanzar
     Era el último turno
     con luz de día
      
     Una zona salobre de arrecifes
     bastante al norte del puerto de Paros
     Cerca de cien kilómetros cuadrados
     de superficie
     si emerge toda al alba
     durante la bajamar
      
     Cuando se ha perdido el rumbo
     de entre voces de mando que se esfuman
     de allá viene su voz
     II
     La veo en todas partes.
     Acostada en el suelo,
     sobre el islote de una alfombra
     de dibujos análogos a la badana
     con que ceñía a veces su cabeza.
     O ya en la tarde,
     paseándose con sus bloomers violeta por todo el malecón
     —brazo de piedra múcara que rodea, ajado,
     el talle palpitante de la bahía.
      
     U oscilando rítmicamente sobre la punta de un pie,
     ante el escaparate de céntrico almacén.
     O sumida en el fondo de un hoyo funky,
     fumando despaciosamente de su habano.
     O apagándolo al punto para ponerse en pie
     y largarse ante el acoso de algún paseante.
      
     Su larga cabellera, me dije, merece un nombre propio. Como un navío de estreno o un cometa recién descubierto. Como la primera mujer, llámenla Helena, que se construyó una leyenda en esta ribera.
      
     III
     Entre breñas bañada a cielo abierto,
     acebran sucesivas sanguijuelas
     mi carne en sacrificio.
     Cora niña, soñaba mi agonía
     con lúcida premura,
     y columbraba un mar sin historia.
     Nada sabían
     los ojos de volverse,
     ni ansiaban conocer qué pasaría
     después. Sumida en la pura delicia,
     irrumpí en el edén
     alargando mis brazos
     como mujer fatal que se calza las medias
     llevando a cada pecho
     su mano que restira
     un tejido tenuísimo.
      
     IV
     Sólo a veces la llama verdosa de la gruta,
     a orillas de la mar con su estallido
     de islas o peces volantes.
     Otras veces un viento airado
              amaina de improviso
     delante de la ría;
     y en el recuerdo se compone
     un horizonte en brumazón.
      
     Calor de la canícula,
     ¿por qué nos abochornas todavía?
     Nadie lleva su vista a la redonda.
     Cada quien, ah, repasa en el recuerdo
     redondeces de carne estremecida, una plegaria
     que desgranan  las yemas de los dedos,
     procesiones que se alargan hasta la capilla marítima
     en paralelo con los pardos médanos…
     El foete de la ráfaga
     realza cada instante
     ¡arrebatando faldas de muchachas
     que atizan esta hoguera!
     Cruda racha del viento,
     ¿por qué la piel avivas a varazos?
     Dije que estaría cerca:
     Ahora y en la hora de nuestro deseo.
     Con lo que hiciera falta:
     una redoma ahumada de mariscos curtidos:
     cauris violadas
     entre tentáculos de escocidos pulpos
     (que miel y vino sazonan y reaniman).
     Y unas cuantas palabras que invocar:
     De deseo, en su alma delicada se recome.
      
     Pediré que me entierren en la arena al mediodía.
     Que me unjan con salmuera al sereno de siete noches.
     Que se me revele el que soy.
     Iré al encuentro, tentaleando
     a través tuyo, pasando revista a mi legión:
     entrañas constrictoras
     de caracol que me apresa en su asfixia.
      
     Aun la disolución extrema,
     en su espiral,
     me dejará un regusto insobornable.
      
     Calor de la canícula… –

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(Tuxpan, Veracruz, 1950) es poeta y traductor, obtuvo en 2009 el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.


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