Conversación con mi padre

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Mi padre está pasando el confinamiento en El Hoyo. Me resulta extraño llamar El Hoyo al sitio donde está viviendo sus últimos años de vida. Pero así lo llama él y así denominan los habitantes de la zona a ese conjunto de casas pegadas al mar. La dirección oficial y postal es otra y provoca muchos malentendidos. Esta revista, por ejemplo, le llega siempre con problemas porque a los carteros les da pereza ir hasta ahí. A veces ponen la excusa de que no hay nadie en casa, pero está mi padre siempre, a veces esperando en la puerta de la finca.

Está pasando la cuarentena con Conchita I, su pareja, y Conchita II, la madre de Conchita I. Mi padre y Conchita II son grupo de riesgo. A mi padre le operaron del corazón hace seis meses. Cada varias semanas tiene que ir al hospital a que le saquen sangre y le receten Sintrom, un anticoagulante. El mes pasado se negó a entrar en el hospital, por miedo a contagiarse, y la enfermera bajó a la calle y le atendió en el coche.

La vida de mi padre es monótona y no ha cambiado mucho durante el confinamiento. Sin embargo está probando cosas nuevas. Ha convertido mi habitación en un despacho un poco delirante. Ha arreglado un teclado eléctrico que solo usaba yo de niño para poner efectos graciosos. No encuentra el cable de conexión y me dice que lo usará con pilas (necesita decenas y muy gordas, Conchita I no las encuentra en el Mercadona). Quiere acompañar con el teclado a Conchita I, que canta en un coro. Estos días el coro practica por Zoom.

También ha arreglado una radio antigua. Los únicos casetes que tiene en casa son de clases de italiano, y dice que quiere refrescarlo (“Avanzo en italiano. Entiendo al papa”). Hace años lo hablaba bien, como el inglés y el francés. Habla alemán como alguien de los años sesenta, que es cuando dejó el país para no volver, con expresiones antiguas y muy formales, y siempre he pensado que el español lo habla perfecto pero todo el mundo me dice que tiene un fuerte acento (es verdad que dice El Páis, con acento en la a, en vez de El País). Le han crecido tanto la barba y el bigote (siempre ha ido a barberías) que apenas puede comer sin mancharse. Le envío fotos de mi barba de varios meses y se reafirma en su decisión de no afeitarse. Finalmente Conchita I acaba recortándole el bigote.

Me manda breves informes de su día a día. En casi todos hay referencias meteorológicas. Reproduzco sus mensajes sin editar: “Que tal meduso? [me llama meduso porque el primer artículo que publiqué en un periódico era sobre medusas en el Mar Menor]. Un buen desayuno. Una buena, ducha. Y plantar esquejes de flores. No llueve todavía pero seguro más tarde. Esta mañana con WiFi y buen humor.” “Ya he Desayunado ampliamente con un buen café como tu sabes y con pan alemán. Ahora una ducha y un paseo largo con los perros por la plays. No me quejo. Haz deporte my friend.” “Mi carrera está tarde. Cloques ida y vuelta. 3 km. Y esta mañana con los perros por la playa hasta casa colorada.” Otras veces se pone más melancólico: “Pasea conmigo con el pensamiento.” “Tengo problems para dormir. La cabeza da muchas vueltas y duele pensar en vuestro futuro.” Me suele enviar vídeos y pantallazos que se comparten mucho por WhatsApp y me pregunta: “¿es esto fake news?”. A veces lo es, otras parece que sabe de antemano que voy a criticar la poca fiabilidad de lo que me manda y me envía una misma noticia con diversas fuentes. Como todos los años, se ha levantado el domingo de pascua para ver amanecer y me ha mandado fotos: “Felices pascuas de resurrección desde el hoyo.”

Cuando mis padres se separaron, mi padre tenía 68 años. Se mudó a Cabezo de Torres, un pueblo pegado a Murcia capital, y empezó a colaborar con la banda municipal. Tocó el trombón durante años, hasta que se lo permitieron los pulmones. Entonces comenzó a tocar solo algunas partes o simplemente acompañaba a la banda en el escenario. En Semana Santa, recorría  algunas partes del trayecto de la procesión. Tras la operación ha tenido que abandonar completamente el trombón y lo echa de menos. Este año cada miembro de la banda ha grabado desde su casa en audio y vídeo su parte de la procesión de Los Salzillos y el director ha hecho la mezcla.

Siempre se queja de que no le cojo el móvil. Antes de que usara WhatsApp me dejaba mensajes en el buzón de voz. Nunca los escucho. La poca gente que me llama por teléfono se queja de que siempre les salta directamente el buzón. Hace unos años dediqué una tarde entera a escuchar y eliminar los mensajes. El 90% eran de mi padre. Había decenas, de los últimos tres o cuatro años. En algunos mensajes estaba visiblemente enfadado y suspiraba de indignación (“Llámeme usted cuando esté disponible”). En la mayoría se oía el viento de la playa; aprovechaba sus paseos con el perro para llamarme. Escuchándole tumbado en el sofá, me acordé de la secuencia final de Cinema Paradiso, cuando Totó, ya de adulto, reproduce en un cine todas las escenas de besos de películas que había censurado el cura del pueblo décadas atrás.

Me sentí culpable y empecé un proyecto que llevaba años postergando: contar la historia de su infancia en la Segunda Guerra Mundial, los campos de refugiados, los años de posguerra en Alemania, su viaje a la España franquista en 1963. Mi intención era llegar hasta sus veinticuatro años, cuando se mudó definitivamente a España. Leí un par de libros sobre la limpieza étnica de alemanes que perpetró en 1945 el Ejército rojo en Prusia oriental, leí a Tony Judt, a Christopher Clark, a Keith Lowe. Lo único que no hice, a pesar de que era lo más importante, fue hablar con mi padre. Ahora que estamos separados y lo estaremos durante meses (no sé cuándo será seguro volver a vernos) me apetece retomar el proyecto. Lo único que tengo que hacer es responderle al teléfono. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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