Una utopía espiritual

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En la narrativa mexicana es infrecuente el relato de indagación espiritual o de naturaleza religiosa. Tampoco es fácil encontrar textos de un cristianismo acendrado o de un catolicismo militante, salvo acaso en las novelas cristeras o en ciertos momentos de autores tan disímbolos como José Rubén Romero, José Revueltas o Rubén Salazar Mallén. En la poesía, como lo ha hecho notar Gabriel Zaid, es posible encontrar muchos ejemplos, valga citar al padre Ponce o a Carlos Pellicer.
     No hay tal lugar, la más reciente novela de Ignacio Solares, se sitúa en esta tradición al mismo tiempo añeja y heterodoxa de la narrativa mexicana. Novela y alegato espiritual, libelo religioso y relato fantástico, No hay tal lugar es ante todo un acto de fe de su autor. En este breve relato, Solares ha logrado condensar muchas de sus reflexiones acerca de lo sagrado presentes en algunas de sus novelas anteriores, como Madero, el otro y sobre todo en El sitio. Desde un punto de vista formal, lo más interesante de No hay tal lugar es su decantada brevedad. Solares ha aprendido la lección de la novela corta que practicó en El espía del aire, para ofrecer a sus lectores una narración que tiene las cualidades del relato fantástico y de la indagación espiritual. Un sacerdote jesuita, Lucas Caraveo, es enviado a una zona de la sierra de Chihuahua en busca de un poblado perdido en los mapas donde oficia el enigmático padre Ketelsen, un misterioso heresiarca cuya espiritualidad se alimenta de las creencias de los tarahumaras, el hermetismo, el budismo y otras disciplinas espirituales. Lucas Caraveo, una suerte de detective metafísico, encuentra en el pueblo de San Sóstenes, “enclavado en un lugar al mismo tiempo visible e invisible”, una comunidad donde la gente aprende a morir. Este conocimiento de la muerte permite a los adeptos acceder a otras capacidades humanas, desde la telepatía hasta la curación por medio de la hipnosis. La lección de Ketelsen, discípulo de Gurdieff y de los gnósticos, es la de una suerte de existencialismo espiritual más cercano al de las comunidades cristianas primitivas que al de la Iglesia Católica.
     Toda novela tiene sus referentes. Al decir de Borges, crea sus propios antepasados. En No hay tal lugar de Ignacio Solares encontramos ecos de El barón Bagge, del escritor austriaco Alexander Lernet-Holenia, así como de Pedro Páramo de Juan Rulfo —referencia obligada. Sin embargo, a diferencia de las obras citadas, donde el viaje es un trayecto hacia la alteridad sin posibilidad de retorno, en No hay tal lugar nos encontramos con el viaje iniciático, donde el personaje central, el padre Caraveo, va a habitar la alteridad por un tiempo. Se trata de un viaje que es al mismo tiempo una suerte de experiencia. En San Sóstenes no existe la propiedad ni el dinero, la comunidad se sostiene por sus propios medios y todos practican una suerte de cristianismo primitivo que recuerda el de las comunidades cátaras o el de las misiones jesuitas en la cuenca del Paraná.
     Como El espía del aire, su novela anterior, No hay tal lugar describe un viaje de ida y vuelta hacia otro lugar y otro tiempo, donde las leyes de lo real se han trastocado y donde al parecer cualquier cosa es posible. Más allá de su entramado narrativo, la novela de Solares aborda dos temas centrales: el dolor y la muerte. El libro revalora el papel del dolor de un modo que recuerda las reflexiones de Ernst Jünger sobre el asunto. Me explico: para el escritor alemán, la negación del dolor por la cultura actual no ha hecho sino separar al hombre moderno de su propia humanidad. El padre Ketelsen, en la novela de Solares, a través de sus enfermos terminales, establece una revaloración del dolor como una manera de comprender la vida, de habitarla con sus matices más sutiles y decantados.
     En uno de los textos más enigmáticos y misteriosos de la Biblioteca Gnóstica de Nag Hammadi, titulado “Tratado de la resurrección”, el autor anónimo afirma que sólo quien sabe que va a morir ya ha muerto, y por lo tanto sólo quien ha incorporado el conocimiento de la muerte puede acceder a la resurrección en el presente. En otras palabras: basta con saber que moriremos para darnos cuenta de que hemos renacido.
     Éste es uno de los múltiples secretos que el padre Ketelsen revelará a Lucas Caraveo durante su estancia en San Sóstenes. Antonin Artaud, hacia 1928, vio en los tarahumaras el último bastión de la humanidad primigenia. Solares ha ido en su busca. Quién sabe cuánto tiempo el autor habrá llevado dentro esta novela. Basta con leer las homilías de Ketelsen para cada día de la semana, o los monólogos de los enfermos terminales, para darse cuenta de esto. Pese a su brevedad, No hay tal lugar es una de las novelas más acabadas de su autor. En ella confluyen la sabiduría narrativa y una auténtica y generosa vena espiritual. Con No hay tal lugar, Solares se sitúa en un puesto privilegiado de la narrativa mexicana, cada vez más separada de la tradición y el canon, y cada vez más abierta hacia la diversidad y la exploración de nuevos territorios. ~

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