Imagen de Erdenebayar Bayansan en Pixabay

Borrones

Mauricio Molina, cuentista y novelista excepcional, frecuente colaborador de Letras Libres, falleció hace un año. Lo recordamos con este texto inédito donde reflexiona acerca de la escritura: sus motivos, métodos, estímulos y su parecido con el jugo de zanahoria.
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Escribir es una lata. Es una actividad que no le recomiendo a nadie, salvo que tenga una pistola en la cabeza, lo haga por dinero o de plano por necesidad, como es mi caso. Soy de los que piensan que quien escriba en busca de la felicidad ya ha perdido la partida. La mera diversión no basta. Hay muchas otras actividades que hacer, por ejemplo leer, ir al cine, adentrarse en la naturaleza. Ponerse a escribir cuando hay un buen partido de futbol, cuando el día está grandioso o cuando una mujer ha aceptado una cita, sería, desde mi punto de vista, absurdo. La única explicación plausible que encuentro para esta actividad en mi caso se reduce a una sola palabra: obsesión. Sumergido en este territorio enfermizo me he encontrado con algunas alegrías, algunos hallazgos, pero estos han aparecido en mi vida más como actos fallidos que como acciones planeadas. En este sentido solo puedo enfrentarme a textos de corta distancia. Así como hay maratonistas de la escritura, yo podría decir que soy un sprinter. No me puedo levantar del escritorio si al menos no he dejado concluido algo, ya sea un capítulo, un segmento, un cuento, que después pasarán por las sinuosas tortuosidades de la reescritura.

Se dice que Fitzgerald, Hemingway o Lowry escribieron grandes páginas gracias al alcohol. Lo mismo se afirma de Burroughs con la heroína y otras drogas, Michaux con la mescalina o, más clásicamente, Gautier y Baudelaire con el hachís y el ajenjo. Debo de admitir que yo jamás he podido escribir una sola página bajo el influjo de ninguna sustancia que no sean el café, el tabaco y las cocacolas (sustancias igualmente nocivas para la salud y también altamente adictivas). Siguiendo esta línea de pensamiento debo de concluir con la hipótesis de que o bien ellos son, para mi desgracia, de otra especie, o de que a mí por lo menos el alcohol y las drogas me hacen daño.

El cerebro es un órgano muy delicado y traicionero. Uno puede pasarse días enteros buscando algo entre la maraña de pensamientos para poder escribir y no pasa nada. Otras veces basta con un pequeño atisbo, una iluminación (diría Walter Benjamin) y todo el armamento verbal, todas las potencias de la imaginación se echan a andar y como un prisma reflejan un arcoiris de matices, sugerencias, intuiciones.

Escribir requiere de mucho entrenamiento. A menudo practico durante meses solo para que de repente aparezca un pequeño texto que gana por nocaut apenas en el segundo round. Otras veces me paso horas y horas redactando páginas enteras hasta que de repente, en el último minuto aparece el gol, no siempre de una espectacular chilena, ni merced a una jugada excepcional, sino, como ocurre casi siempre, por un error de la defensiva.

Las resistencias de la realidad a ser alterada, aunque sea por medio de unas cuantas palabras, son muchas. Atrincherada más allá, la realidad, compuesta por los hechos duros y cotidianos, se niega a cooperar con la escritura.

Una serie de imágenes, una trama, un conjunto de palabras que de repente resuenan en mi mente, y que durante varios días (a veces son semanas o meses), se van marinando, de pronto un día inesperado toman la forma de un ensayo, de un cuento. A menudo estas “epifanías”, como las llamaba Joyce y que yo más humildemente llamaría momentos inspirados, se disparan merced a la lectura de otros autores. Sin la lectura de los otros no podría escribir una sola línea. Ignoro si este acto mimético resta originalidad a mi trabajo o si, como prefiero pensar, hay un sustrato lingüístico, mitológico, una hermandad profunda que me une a esos autores y, atrapado en mis propias emociones y pensamientos, estos solo pueden adquirir forma a través de la frecuentación de otros libros. La creación literaria siempre es, en mi caso, un acto de lenguaje al cuadrado. Es como si mis capacidades creativas solo pudieran existir como una continuación de la lectura.

El mundo es un lugar refractario a la interpretación. A menudo me resulta claramente hostil, sobre todo cuando veo los noticieros o cuando reviso los periódicos. Todo lo que me rodea me parece impregnado de una profunda ironía. Cuando reparo en lo que he escrito –un puñado de cuentos, un par de novelas y algunos ensayos– me doy cuenta de que en muchos casos el punto inicial de mi trabajo de ficción es la paranoia. Mis ficciones más intensas, aquellas que han merecido publicarse o antologarse, están revestidas de un aura amenazante. Desde este punto de vista soy el albacea de mis pesadillas antes que de mis alegrías o felicidades. El amor, la felicidad, la contemplación de la belleza, están vedadas en mi trabajo: es como si estas experiencias no pudieran verbalizarse y estuviera condenado a expresar solo el lado oscuro de las cosas. Me imagino que en mi caso estas sensaciones y emociones pertenecen a lo que Wittgenstein llamara el lenguaje privado. Inenarrable, inexpresable, la felicidad se da en mí en un ámbito extralingüístico. Rara vez he podido escribir sobre esos temas salvo bajo la óptica de la memoria, de la nostalgia, de lo perdido: de la ironía.

No soy un escritor sistemático, de esos que escriben una novela al año o que elaboran grandes continentes novelísticos o ensayísticos. Esos son escritores de una geografía vasta y continental. Proust, Joyce y Musil son algunos de mis autores predilectos, pero su propensión a la monumentalidad me está vedada. Si hubiera una figura que describiera mi trabajo ésta sería la del archipiélago: un conjunto de islas e islotes, el mapa punteado de un planeta que no termina de formarse.

Soy un escritor nocturno. Esto se debe a que por lo regular la noche es silenciosa. De hecho es como si el día fuera demasiado claro y contundente como para adentrarse en el mundo del pensamiento y la imaginación. Esto es por supuesto un lugar común. Por lo demás no pretendo la originalidad porque dudo de su existencia. Las mañanas son buenas para la revisión del trabajo nocturno. La tarde me es absolutamente indiferente.

Una vez hechas estas precisiones paso a hablar del método. Me intrigan los autores que hablan de sus métodos y técnicas de escritura. Muchas veces he podido elaborar esquemas previos o mapas de lo que voy a contar o escribir, solo que por lo general termino desechándolos completamente. Un breve repaso por mis cuadernos confirma esto: esquemas, listados, títulos de capítulos, párrafos sueltos pueblan sus páginas, pero estoy seguro de que si alguien buscara en ellos algo coherente no lo encontraría, a lo sumo algunas pistas que llevarían al lugar del crimen. Por lo general escribo muchas páginas en el cuaderno solo para terminar convirtiéndolas en otra cosa cuando las paso a la computadora. La escritura es el arte de la metamorfosis y de la metempsicosis, de la transmigración de las almas.

Buena parte de mi tiempo la ocupo en pensar situaciones, en elaborar hipótesis y conjeturas. Mi tiempo es el condicional: “y qué tal si”, o “¿qué pasaría si esto o esto otro?”. Escribo muchas hipótesis, de hecho, mis cuadernos están plagados de ellas. El problema es que algunas me parecen absurdas y otras me parecen legítimas. Con el tiempo esto se invierte y aquello que me parecía más absurdo va adquiriendo un sentido oblicuo y aquello que me parecía un hallazgo se queda en el lugar común y me veo obligado a utilizar el material que previamente me parecía inutilizable.

Me encantan los jugos de zanahoria. Un tubérculo anaranjado, de consistencia dura que gracias a una máquina se convierte en un néctar delicioso. La mayor parte se queda en el bagazo y solo queda un poco de líquido por cada zanahoria. Así es la escritura. Cuadernos y cuadernos repletos de bagazo y al final sólo unas cuantas gotas de escritura.

El arrepentimiento es una de las sensaciones que asaltan al escriba. Casi siempre, cuando he logrado superar la pereza, la paranoia, y me he enfrentado a mis obsesiones (cuando he saltado al ruedo, diría Leiris), me queda una sensación de culpa muy difícil de explicar. No se diga cuando sale publicado. Entonces me niego a leerme por temor a encontrarme con mis propios errores. Esto no me lo han podido quitar ni los años de trabajo ni el oficio.

Una vez que veo publicado algo mío siento una suerte de vaga culpa. Cuando llega el momento de releerme, después de muchas dudas, me dan ganas de meterme debajo de las piedras. Los comentarios de los amigos no ayudan, por muy elogiosos que éstos sean. Da la sensación de que algo se ha alterado definitivamente no en el mundo (al fin y al cabo yo no escribo para cambiar a nadie) sino en mí mismo. Venturosamente, con el paso del tiempo y con la llegada de nuevas obsesiones, hipótesis o conjeturas, uno logra despojarse de este malestar, solo para generar alguno nuevo.

Padezco del síndrome de Kafka: escribo y escribo y en muchas ocasiones solo logro terminar esbozos, textos que no llegan a su fin. Esta incompletud me desanima, pero no logra quitarme la necesidad de escribir. Esto de seguro tiene que ver con la sexualidad. En algún filme de Woody Allen una chica afirma: “hacer el amor contigo es una experiencia kafkiana”. Como esos niños que se aguantan para ir al baño o como el atleta del Kama Sutra que se niega a consumar el acto sexual, prefiero la acción de estar escribiendo al texto consumado, a la obra publicada. Mucho de lo que he escrito que me ha dejado más o menos satisfecho me deja la impresión de que se trata de un esbozo, de algo que pude haber ampliado pero que por incapacidad o por desidia se quedó sin terminar. Como una culebra entre las piedras, algo, la inspiración, el hallazgo, el deseo, se me escapó definitivamente y sólo escribí un atisbo.

Apostilla sobre el estilo: conceptos como voz propia, tono o estilo a mí no me dicen nada. El estilo (creo que Borges lo dijo de un modo más preciso en algún lado) no es otra cosa que una repetición de los propios errores que lentamente se van convirtiendo en virtudes, más por insistencia que por corrección. Uno puede pensar que el estilo es como el ADN de un autor, pero se necesitan grandes cantidades de material para distinguirlo. El estilo es una ilusión cientificista o retórica, una materia para congresos o una muletilla para no decir nada. Tengo para mí que lo que hay son estrategias: cómo se aproxima un autor a su materia, cómo resuelve tal o cual problema. Existen problemas que requieren de soluciones elegantes y los hay que necesitan de fuerza bruta y músculo.

A veces he escrito cuentos que se solucionan solos: una alta condensación abre las resistencias del relato como un rayo láser. Otras veces he tenido que echar mano de todo el armamento para atravesar sus trincheras. El ensayo no es muy diferente, ni la poesía. Hay materiales que requieren de mucha dinamita para su extracción. A menudo hay que mover montañas para encontrar un solo diamante, y se corre el riesgo de que este sea falso. Así pues, la noción de estilo, proveniente de una era más retórica que la nuestra, no me dice nada. El estilo, si se puede definir, no es otra cosa que una forma de solucionar un problema formal. (¿Cuál es el estilo de Rulfo?, ¿su fragmentariedad acaso?) Creo en la existencia de las formas y que estas tienden a ser descubiertas antes que inventadas. En este sentido me sumo a los matemáticos neoplatónicos, como Kurt Gödel, que consideran que las formas preexisten, están ahí para ser descubiertas. Un estilista no descubre formas, solo se somete las que ya se han descubierto. Lo de la voz propia y el tono me hace reír un poco. Me imagino que Pessoa –un autor poblado de muchas voces y de muchos tonos– se hubiera reído también de esto. Hay quien cree que el estilo y la voz propia lo son todo. Yo creo que cada objeto verbal que creamos –llámese ensayo, cuento, novela, poema, fragmento– es un todo orgánico y autosuficiente. Es evidente que hubo épocas en las que predominaba el estilo, pienso en el siglo XVIII, o en la época de los poetas provenzales, Dante y el Dolce stil nuovo. La nuestra no es una época de estilos, ni siquiera de voces. El universo perceptivo es ahora múltiple y polimorfo, imperan el fragmento, el montaje, la sincronía, el copy-paste. Es posible que cuando se haya estabilizado la era digital surjan formas estilísticas que puedan distinguirse, pero hoy esto es imposible.

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