Los presupuestos multimillonarios que hoy tienen muchas universidades llegaron con una administración cada vez más consciente de las realidades financieras, el mercado, las relaciones públicas y la política. Las consecuencias negativas fueron anticipadas por Thorstein Veblen (The higher learning in America. A memorandum on the conduct of universities by businessmen, 1918) y confirmadas por Derek Bok (Universities in the marketplace. The commercialization of higher education, 2003), después de presidir la Universidad de Harvard.
Ambos critican, por ejemplo, el trato especial que reciben los deportistas universitarios, aunque apenas cumplan los requisitos escolares. No son como aquél tan ancho de omóplatos que fue llamado Platón, olvidando su nombre de Aristocles. Porque no se trata del deporte como ejercicio y recreo de los jugadores, en beneficio de su trabajo intelectual (mens sana in corpore sano), sino del espectáculo que exalta la identidad institucional. La euforia que produce un triunfo deportivo provoca llamadas de felicitación a las autoridades universitarias. En algún caso, provocó un homenaje en televisión, donde se examinó la trayectoria curricular del equipo y su figura principal: un dentista que había obtenido su “licenciatura en la universidad y su doctorado en el Real Madrid”.
¿Cómo entender el énfasis deportivo? ¿Qué comparte con la enseñanza y la investigación? La sinergia corporativa. Son actividades distintas, pero el negocio es el mismo: la identidad, la marca, la legitimidad, que la institución vende y el mercado está dispuesto a pagar. Hasta los millonarios que no tienen interés en las cuestiones eruditas se identifican con las victorias deportivas de su alma máter, y la patrocinan. Para una trasnacional que patrocina investigaciones, un dictamen científico favorable, o cuando menos no negativo, vale oro. Y también valen mucho en el mercado las credenciales de saber expedidas por la universidad.
Hacia fuera, las universidades buscan dominar el mercado, poner sucursales y absorber o controlar instituciones y proyectos que refuercen su prestigio y poder oligopólico. Una gran biblioteca, un canal de televisión, la sede de un acto que salga en los periódicos, cualquier fondo presupuestal importante o proyecto de relumbrón, no deben ir a la competencia. Hacia dentro, el mercado se divide por cárteles. La pasión por el saber toma la forma de pasión territorial. No te metas en mi área. No promuevas proyectos que no te corresponden. El saber se define y se defiende como turf. Por eso, no abundan los proyectos multidisciplinarios. Los avances en las fronteras del saber se prestan a conflictos en las fronteras del poder. A menos que la zona de nadie se instituya como una nueva especialidad, que merece nombre, oficinas, laboratorios, personal y presupuesto propios.
Werner Jaeger (Aristóteles) afirmó que las universidades modernas “no pueden ver en Platón a su modelo”. La Academia platónica era una especie de comunidad contemplativa, un ideal de vida: la bios theoretikós. Siglos después, el platonismo tomó un giro religioso que influyó en los ideales de las comunidades monásticas, como subraya el mismo Jaeger en Cristianismo primitivo y paideia griega.
Harold Cherniss (El enigma de la primera Academia) buscó en las fuentes griegas a qué se dedicaba la Academia de Platón. Rechaza la “conclusión extrema de que la Academia era un culto místico”, sostenida por Ernst Howald; así como la hipótesis, sostenida por otros, de que “la Academia estaba constituida legalmente como un thiasos o fraternidad religiosa”. Pero confirma la posición de Jaeger. Los universitarios europeos “se han complacido en aplicar a sí mismos y a sus organizaciones” las palabras academia y académico, como si Platón hubiera sido un profesor universitario. Se burla de que los alemanes del siglo XIX creían que la “Academia era una especie de universidad alemana”; un “platonista francés describe la Academia en términos de una universidad francesa”; un inglés dice que se parecía a un college británico, “con su rector, investigadores y becarios”.
Las burocracias que hoy llamamos universidades necesitan diferenciarse de las otras con las cuales tienen afinidades: la Iglesia, el Estado, las trasnacionales, los grandes sindicatos. Usan el adjetivo académico para adornarse y legitimar sus proyectos, inversiones, actividades, nómina y presupuesto. Significativamente, el Oxford English Dictionary registra la primera aparición del neologismo academia (en inglés, para referirse al mundo universitario) en William H. Whyte, The organization man (1956): “Let’s turn now from the corporation to academia”. Pero los “organization men” del mundo universitario no fueron los primeros en apropiarse de academia como palabra legitimadora.
Academo y Tertuliano son nombres propios de los cuales derivan academia y tertulia. Los personajes, naturalmente, no hicieron la derivación, ni la registraron como propiedad intelectual. Pero Akademeia (a diferencia de tertulia, que siempre ha sido un nombre genérico) sí tuvo propietarios. Cuando murió Platón (347 a.C.), la Academia continuó a cargo de su sobrino Espeusipo, no de Aristóteles, y acabó convertida en una pequeña institución que, con transformaciones, duró casi un milenio: hasta que la cerró Justiniano (529 d.C.). Aristóteles puso academia aparte, pero con otro nombre (Lykeion, Liceo). Respetó el nombre de la Academia como una marca de la competencia, y fundó una institución paralela, también cerrada por el emperador bizantino.
La tertulia no es una institución de ese tipo: una persona moral, distinta de sus fundadores. Es una institución social, como el intercambio de regalos, pero no un instituto. Sin embargo, lo que empieza como intercambio de opiniones puede volverse otra cosa. La tertulia de los que discuten ideas se volvió iniciática con los pitagóricos y mercantil con los sofistas, que entrenaban a sus discípulos para hablar bien en público, argumentar y tener éxito en la vida, como hoy las universidades enseñan técnicas avanzadas de administración de credenciales para entrar por arriba al mercado laboral.
La tertulia de Sócrates fue contraria al espíritu iniciático y mercantil. La de Platón tuvo algo de iniciática y nada de mercantil. Buscó influir en la vida pública, y resultó influyente, pero es de suponerse que no necesitaba dinero, porque su actividad central era la discusión entre amigos que leían y escribían en su casa y por su cuenta. En cambio, el Liceo era un centro de investigación que reunía y estudiaba materiales documentales, libros, colecciones de plantas y animales. Por ejemplo: obtuvo y comparó las constituciones de 158 ciudades griegas. Esto requería patrocinio, y lo tuvo del general Antípatro, regente de Alejandro (ambos macedonios, como Aristóteles, que fue tutor de Alejandro).
Cuando Alejandro sacó a los persas de Egipto, fundó Alejandría (331 a.C.) como capital de un nuevo reino, a cargo de su general Tolomeo y sus descendientes (también macedonios). El proyecto político, urbano, portuario, militar, comercial, era una nueva Atenas, en grande y mejor. Su faro fue una de las siete maravillas del mundo. Bajo los primeros Tolomeos, Alejandría fue la capital comercial e intelectual de su época. La cultura estuvo a cargo de los discípulos de Aristóteles, que se inspiraron en el Liceo y su biblioteca para crear el Museo y una biblioteca como nunca se había visto. El Museo (o casa de las musas) alojaba a los sabios de la casa real, generosamente sostenidos para investigar, escribir y conversar. Los Tolomeos (desde el primero hasta Cleopatra) acudían con frecuencia y participaban en las discusiones y banquetes. El Mouseion no era lo que hoy es un museo, aunque tenía colecciones de objetos, sino una especie de real academia; de igual manera que la biblioteca no era una biblioteca pública, sino la biblioteca de la casa real, con investigadores que reunían, cuidaban y estudiaban libros de todo el mundo, comprados o confiscados. De toda nave llegada a Alejandría, se requisaban los libros, para quedarse con aquellos que no se tenían, y entregar a los dueños una copia o compensación (Mustafá el-Abbadi, La antigua biblioteca de Alejandría).
Los primeros monasterios cristianos aparecen en el siglo iii (cuando todavía existen la Academia, el Liceo y el Museo) en Egipto. Pero no en Alejandría, sino en el desierto. Lejos de la urbe, el poder y el lujo; en la extrema independencia, solitaria y austera, de los ermitaños. Sin embargo, los solitarios, buscados como maestros por los que quieren seguir su ejemplo, acaban organizando redes de ermitaños y, finalmente, comunas. Bajo la regla de San Basilio (siglo IV), los monjes se entrenan como cristianos profesionales. Los ideales griegos de perfección (la paideia educativa, la askesis deportiva) se vuelven caminos de perfección evangélica: ascética y mística. La búsqueda monástica recibe el nombre de philosophia (Barbara Cassin, Vocabulaire européen des philosophies). El monasterio transforma el elitismo platónico de la bios theoretikós (la comunidad en busca de la verdad más alta) en elitismo espiritual (la comunidad en busca de la perfección cristiana). Prefigura la Ciudad de Dios, en la que sueñan los cristianos radicales, insatisfechos con la normalización del cristianismo, cuando deja de ser perseguido (313) y hasta se vuelve religión oficial, bajo el emperador Constantino.
Con San Benito (siglo VI), los monasterios pasan de la cristiandad oriental a la occidental. Son comunidades contemplativas, más platónicas que aristotélicas. Dan mucha importancia a la lectura, el canto, la liturgia y la vida espiritual. Arraigan en parajes aislados y remotos, donde tienen que producir lo que necesitan, desde alimentos hasta copias de libros. Se vuelven polos de desarrollo agrícola, que acaban enriquecidos, porque consumen poco, trabajan mucho y reciben donaciones y legados de los señores feudales. Se vuelven polos de resistencia cultural, en medio de la barbarie que llega con las invasiones germanas.
La nueva paideia se extiende a los simples cristianos. Además de las escuelas internas para los novicios, los monasterios crean escuelas externas (elementales) para la población que empieza a vivir cerca. Esto se imita después en las ciudades, donde los canónigos (eclesiásticos de las catedrales que en parte viven como monjes) crean seminarios diocesanos y luego escuelas adjuntas. Pero las escuelas catedralicias no son elementales. Son, de hecho, el embrión de las universidades. La de Chartres estudia a los griegos (en latín, traducido del árabe), y ya en el siglo XII tiene la conciencia progresista de superarlos: “Somos enanos encaramados en los hombros de gigantes. De esta manera, vemos más y más lejos que ellos” (Bernardo de Chartres). “Nunca encontraremos la verdad, si nos contentamos con lo que ya se ha hallado” (Gilberto de Tournai). “Aprendí de mis maestros árabes a tomar la razón como guía”, no las autoridades; pero la gente no quiere “admitir lo que parece proceder de los modernos. De modo que, cuando encuentro una idea personal”, se la atribuyo a alguna autoridad, para que me crean (Adelardo de Bath). (Jacques Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media.)
La rotación de cultivos, las mejoras en los arados y carretas, las herraduras, los molinos de agua y de viento, venían aumentando la productividad en la agricultura y el transporte. Los monasterios y feudos empiezan a tener excedentes comercializables de un nivel hasta entonces desconocido, en cualquier parte del mundo. Esto favoreció el desarrollo de las ciudades como centros de intercambio. (Lynn White, Tecnología medieval y cambio social.) Con las escuelas catedralicias, aparece el mercado educativo: profesores que no viven de la Iglesia, ni de los príncipes, sino que cobran a sus alumnos, como los antiguos sofistas. Primero los estudiantes, luego los maestros y finalmente ambos, se asocian para pagar locales y bedeles, reglamentar la actividad educativa y las pruebas que hay que pasar. La Universidad de Bolonia, la más antigua de Europa (1088), es una cofradía de estudiantes, hijos de familias con dinero, que quieren colocarlos en la Iglesia y la corte. Es decir, los administradores y bedeles estaban subordinados a los estudiantes y profesores, no al revés, como sucede donde mandan los patrocinadores, la administración, los sindicatos.
Las universidades no descienden de la tertulia de Platón, sino de los seminarios eclesiásticos y el mercado, próspero en las ciudades medievales del siglo XII. Son cofradías religiosas, como todos los gremios artesanales, comerciales y de servicios que operan en el mercado y lo regulan. Compran y venden servicios educativos, aunque sintiéndose por encima de las otras cofradías. Durante siglos, después de que Justiniano cerró la Academia, el Liceo y otras instituciones no cristianas, no hubo más letrados en Occidente que los monjes y canónigos. Para revestirse de ese prestigio, los cofrades universitarios (que tenían fueros y privilegios eclesiásticos, pero no estaban obligados a hacer votos de pobreza, castidad y obediencia) se tonsuran y se hacen llamar clericus. Esto produce un desplazamiento en el significado de las palabras clerici y laici, que distinguían a los cristianos profesionales (los que hacían votos) de los comunes y corrientes. Con el surgimiento de las universidades, clerici y laici pasan a distinguir entre letrados e iletrados. (Olga Weijers, Terminologie des universités au XIIIe siècle.) En español, laici se desdobla en laicos y legos. En francés, clericus da dos significados de clerc: clérigo y letrado.
En el Renacimiento italiano, aparecen los letrados independientes que no se identifican con la universidad, sino con la tertulia de Platón. La toman como modelo institucional. Organizan academias, que llegan a tener más prestigio que las universidades. Tanto, que las universidades se hacen llamar academias. Ya en 1516, según Nebrija (Vocabulario de romance en latín), el centro educativo que en español se llamaba universidad podía llamarse en latín academia; un término que no aparece en la documentación del siglo xiii, según Weijers. ¿Qué había sucedido? Que Marsilio Ficino funda en 1452 la famosa Academia Platónica de Florencia, y la nueva institución entusiasma. El siglo XVI se vuelve “el siglo de las academias”: se fundan centenares por todos los países de Europa (Frances A. Yates, Les académies en France au XVIe siècle). Los universitarios no pueden ignorarlo, y, aunque siguen perteneciendo a la institución medieval, se hacen llamar académicos, para adornarse, como antes se adornaron llamándose clérigos.
Se ha dicho que, después del apogeo del siglo XIII, las universidades medievales declinan. Jacques Verger (Les universités au Moyen Age) arguye que, más bien, se orientan a “la participación creciente de los universitarios en el desarrollo universal de las burocracias eclesiásticas y laicas”. Ya en el siglo XIV, la mitad de los cardenales tenía grados universitarios, sobre todo en derecho. Entre los altos funcionarios de la curia, la proporción era mayor. Después, los universitarios se apoderan, no sólo de la Iglesia, sino del Estado; y, finalmente, de las grandes empresas. El deseo de ascender a la verdad más alta desemboca en ascensos a puestos cada vez más altos.
La culminación de este proceso es la universidad millonaria, que no sólo vende las credenciales, identidad y legitimidad que demandan las burocracias y su personal, sino que se vuelve burocracia, y la más legítima de todas, porque es santa: supuestamente dedicada a la bios theoretikós. Disfrazándose de académica, domina el mercado del saber para subir. –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.