Durante los primeros cinco meses de su gestión, George W. Bush se ha servido con la cuchara glotona de la derecha estadounidense. Sin importarle que fue su maquiavélica cercanía con el centro político de los Estados Unidos lo que le dio la victoria sobre Al Gore, Bush ha retomado sus intenciones primeras y le ha dado un impulso inusitado a casi todas las causas conservadoras imaginables. Le bastaron 150 días en la oficina oval para colocar al ultraconservador John Ashcroft al frente del Departamento de Justicia, darle vuelo a un nuevo capítulo de la disparatada Guerra de las Galaxias de la era Reagan y conseguir, sin mayor ajetreo, un amplio recorte impositivo.
Pero eso no ha sido todo: las políticas de derecha de Bush no han tenido fronteras. Para empezar, desechó, de un ágil plumazo, el Protocolo de Kioto, diseñado para controlar las emisiones de gases perjudiciales a la dañada atmósfera terrestre (índices en los que Estados Unidos es campeón absoluto). Para justificar su maniobra, Bush declaró en un simpático ataque de cinismo que el calentamiento global no ha sido "suficientemente comprobado". Las grandes corporaciones petroleras tan compasivas como siempre pegaron de brincos al ver que los millones invertidos en la causa republicana habían dado, por fin, un buen resultado. Otras linduras del naciente régimen incluyen un firme escepticismo sobre cuestiones tan importantes como la creación de la Corte Internacional de Justicia o la reducción de precios a las medicinas que controlan el sida y que son inalcanzables para la población del Tercer Mundo. El broche de oro de la política internacional de la era Bush fue ese inolvidable bombardeo a Irak, justo cuando uno de los hermosos caballos del presidente Fox estaba ya vestido y alborotado en la cumbre de Guanajuato.
Todos estos logros presidenciales fueron posibles gracias al apoyo irrestricto del poder legislativo norteamericano, que, durante esos cinco primeros meses, estuvo bajo el control de los republicanos. Tanto el Senado como la Cámara de Representantes se vieron bajo el látigo de los conservadores, quienes, tras años de desmayos y mareos por las innombrables travesuras de Bill Clinton, no quisieron perder un solo segundo para dejar clara la agenda. El líder de los senadores republicanos, Trent Lott, y su colega en la Cámara de Representantes, el ex fumigador tejano Tom De Lay, llevaban en el rostro esa sonrisa que sólo da el poder irrestricto.
La caída ha sido rápida y dolorosa. De tanto mirar al cielo, los ensoberbecidos líderes republicanos dejaron atrás a varios grupos. El más importante de todos es el pequeño pero picoso conjunto de legisladores republicanos moderados. Hasta hace unas semanas el senador favorito para dicha causa era John McCain, ex candidato a la presidencia que gusta de luchar por motivos más demócratas que republicanos. Sin embargo, en los últimos días de mayo surgió, de entre las sombras, un nuevo héroe. Prácticamente desconocido, inquieto tras los bastidores del Senado, el senador sorpresa desesperaba poco a poco después de haber sido tratado de manera descortés por el brazo derecho de Bush, Karl Rove, y tras haber escuchado, asombrado, cómo el presidente dejaba a un lado a los republicanos que, como él, deseaban una agenda ligeramente más sensible. James Jeffords, republicano por el olvidado estado de Vermont, tenía entre manos una sorpresa memorable: decidió darle la espalda al partido de Bush y se nombró independiente, con voto efectivo para los demócratas. El Senado asumió una mayoría demócrata y, de pronto, la luna de miel llegó a su fin.
Para la Casa Blanca de George W. Bush, la soberbia ha sido mala consejera. Pero a estas alturas no hay vuelta de hoja ni humildad que valga. El líder del Senado es ahora Tom Daschle, un callado pero contundente senador de Dakota del Sur que será un dolor de cabeza para el dicharachero Bush (el presidente ya no podrá, se sospecha, irse a dormir diario a las nueve en punto de la noche o viajar a su rancho en Texas los fines de semana). Abundan las figuras que ahora deberán vivir en un segundo plano. Baste un ejemplo: el insoportable Jesse Helms, autor intelectual de la Helms-Burton y escéptico en jefe cuando se habla de México, perdió el liderazgo en el Comité de Relaciones Exteriores. Los nombres de peso en el Senado ya no son Lott, Helms o Hatch; ahora son Kennedy, Daschle, Kerry y, por supuesto, Jeffords.
Las consecuencias para el gobierno de Bush serán probablemente graves. Varios de los planes más arriesgados de esta administración se quedarán, literalmente, tirados en el piso del Senado. Bush puede dejar de soñar con regalarle a sus amigos petroleros la posibilidad de perforar pozos en zonas de conservación ecológica. Seguramente también deberá ir descartando su idea de desarrollar el famoso sistema antimisiles. Su plan de educación tampoco pasará. Si alguna vez quiere nominar a alguien a la Suprema Corte, deberá escoger a un juez moderado: nadie del estilo de su admirado Antonin Scalia lograría rebasar las vallas del Senado demócrata.
George W. Bush despertó, tras cinco meses de matrimonio, para darse cuenta de que las reglas del juego habían cambiado en casa. Y mientras tanto, el hombre sigue recorriendo el país desperdigando líneas canónicas. En una de sus presentaciones más recientes, recibió un doctorado honorífico de Yale, la universidad donde fue un alumno de sietes y un organizador de fiestas de diez. En su discurso, el presidente de Estados Unidos dijo, con su sonsonete burlón: "y a todos los alumnos mediocres del país les digo: ¡ustedes también pueden ser el presidente de los Estados Unidos!" El Senado demócrata ni siquiera sonrió.
¡Hey, vaquero, la fiesta se acabó! –
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.