Hace pocos días acudí a casa de una enferma. Fue mi primer encuentro. Me aguardaban una prima y su sobrina. Isabel tiene 73 años. Lleva seis meses sin salir de la cama, sin entrar a la vida. Tiene una enfermedad pulmonar muy avanzada. No tiene capacidad pulmonar. Es decir, no puede respirar. Vive sumergida en el miedo. Depende del oxígeno que le suministran unos tanques. Como no tiene fuerza para inhalarlo por ella misma le han colocado una mascarilla que lo introduce con presión. Casi no come.
El oxígeno no basta. Comer y respirar a la vez es imposible. Sucede lo mismo cuando tiene que defecar: el esfuerzo es inmenso. No hay energía suficiente para contraer los músculos del recto. Prefiere estar estreñida. Cuando ya no es posible contener el bolo fecal tiene que afrontar lo indecible. Para que no se repita esa escena utiliza laxantes. Surge otro problema: los laxantes le producen diarrea. Defecar se convierte en un tormento. Las personas sanas no ocupan su tiempo pensando en el acto de defecar. Ella sí.
Orinar no es problema. Tiene colocada permanentemente una sonda. Los médicos conocemos su nombre: sonda de Foley. Los enfermos saben que orinan sin percatarse. Eso es bueno, pero no tan bueno: la sonda se infecta son frecuencia. Hay que cambiarla cada equis tiempo. Eso cuesta. Requiere a menudo antibióticos. También cuestan. Los nuevos son mejores pero más caros. En la vida nada es gratuito. Mucho menos en la de los enfermos. Sobre todo en las de los muy enfermos, los viudos de la vida. A ellos casi todo les cuesta. Un mal se encadena a otro mal. “Al perro más flaco se le pegan las pulgas”, me dijo un bolero. Tiene razón. Los nuevos medicamentos son muy costosos. Su majestad la tecnología crece sin cesar. Crece en profundidad y en costo. La paga y la consume quien puede.
Isabel y la hija con quien vive tienen pocas posibilidades económicas. Dependen de la ayuda de los familiares. Las infecciones urinarias de los enfermos que tienen sondas son cada vez más agresivas. Las bacterias no son inteligentes pero poco a poco mutan. Son menos tolerantes que algunos seres humanos acostumbrados al vilipendio y al maltrato. Se hacen resistentes a los antibióticos tradicionales. Cada vez son más difíciles de erradicar. Se requieren nuevos estudios y otros tratamientos. Los nuevos antibióticos pueden ser impagables. Sobre todo cuando el dinero se tiene que distribuir para cuidar otras partes del cuerpo. Como los pulmones. Los de Isabel están carcomidos. Se les llama pulmones pero ya no lo son. Son dos bolsas inertes, son dos sacos inanes.
El oxígeno de la calle no cuesta. Unos dicen que es Dios quien lo distribuye. Otros apuestan por Darwin. A Isabel no le preocupa esa disputa. Ella sólo quiere morir. No piensa en Dios. No le teme. Le teme a la vida sin vida. El oxígeno de la calle no cuesta. Sólo les cuesta a los pobres. Ellos (casi) no tienen derecho a la vida. Aunque nada tiene que ver con Isabel debo escribir las frases siguientes: en México nuestro gobierno y sus petimetres políticos han engendrado millones de pobres. Pronto les cobrarán por respirar. Le inventarán al oxígeno un impuesto al valor agregado. Como el que paga Isabel por no poder morir.
El oxígeno de Isabel cuesta mucho. Sus familiares tienen que comprarlo. En su cuarto hay tres tanques inmensos. Dos son de repuesto. Siempre deben estar llenos. El tercero se usa día y noche. De él depende la vida –o la muerte– de Isabel. De él, de las personas que lo suben, de la familia que lo paga. Pero no sólo de él. También de la mascarilla que inyecta a presión el oxígeno. Y de la electricidad. Los sanos y ricos carecen de “conciencia de la electricidad”. Los enfermos, sobre todo los que tienen bolsas en lugar de pulmones, sueñan con la electricidad. Los tanques de O2 no requieren electricidad. La mascarilla, CPAP es el nombre médico, y la vida de Isabel sí la necesitan. Los viudos de la vida dependen de otras vidas, de otras cosas, de muchas manos. De alguien que les haga saber que aún pertenecen al mundo de los vivos.
Cuando falta la electricidad llega el horror. Cuando calla la luz habla la muerte. Así me habló Isabel: “Cuando no hay luz el miedo es incontrolable. La sensación de asfixia es indescriptible. No tolero la idea de morir asfixiada, consciente.” Le creo. La falta de aire es brutal. He visto el sufrimiento de los enfermos cuando sienten que se ahogan. Tienen algo que no es miedo. Es algo más. No es terror. Es otra cosa. No es sufrimiento. Es algo peor. No es sólo pánico. Va más allá de todas las palabras. Excepto de una: muerte.
La sensación de falta de aire es terrible. Es la muerte que se mete, que aguarda. Que habla. Que toca. Imposible evadirla: ahí está la muerte. Un segundo es una hora. Un minuto es eterno. Me repito: la falta de aire es brutal. Es el miedo al miedo. Es el pavor de saber. De entender. De vivir la impotencia de la vida. De las vidas de todos, de uno, de los seres queridos, de la ciencia médica. “Cuando no hay luz el miedo es indescriptible”, me dijo Isabel. Todos corren para conectar la mascarilla a la corriente del elevador. De no ser así la asfixia la matará. Es suficiente ver a un paciente que se ahoga para entender que el significado de la palabra pánico es incomprensible. Va más allá del diccionario. Es vivir la certeza del final. Es la angustia in extremis: es la realidad. Es pánico. No a la muerte. A la vida que no permite la muerte. El horror tiene voz.
“Ya no quiero vivir. Ya no tengo nada que hacer. Llevo seis meses en cama. El dolor del tórax es insoportable.” “¿No hay ninguna alegría en su vida?” “No.” “¿Ver a su nieta?” “No entra a mi cuarto. Le da miedo verme.” “¿Le lastima haber perdido su autonomía, ser dependiente?” “No lo soporto.” “¿Ha perdido su dignidad?” “¿Qué es para usted dignidad?” Callo. Pienso unos segundos. Miro a sus familiares. No sé bien qué decir. Eso de la pérdida de la dignidad es un tema complejo. Es algo así como tratar de ser. O más bien querer ser sin poder ser.
He escrito algunas veces sobre la dignidad pero siempre tengo que repensar lo que digo. “Es una vivencia que incluye decoro, integridad, independencia. Afrontar la vida y estar en la vida por medio de los valores que uno ha construido para sí mismo. Tenerse en buena autoestima.” “Nada de eso tengo.” “¿Qué es lo que más desea?” “Morirme. Sueño con morirme.” “¿Alguien le ha sugerido que morirse sea su solución?” “No.” “¿Su vida carece de sentido?” “Sí. Sueño con morirme. Me da miedo el proceso pero sueño con morir. No tolero la idea de fallecer asfixiada.”
Isabel es una enferma terminal. Su vida carece de vida. Seis meses en cama. Seis meses aguardando el final. Recuerdo lo que dicen los libros. La clasifico: Isabel es mentalmente competente y físicamente incompetente. Esa sentencia es terrible. Es peor que la muerte. Es la enfermedad de la vida.
Su lucidez es envidiable. Su fuerza también. Su valentía cala. Sostiene como puede las riendas de su vida. Quiere humanizar su existencia a través de su muerte. Ambas, vida y muerte, le pertenecen. No desea ser viuda de la muerte. Prefiere fallecer. Desea ser viuda de la vida. Tiene razón.
Me despido. Este primer encuentro no es el último. Es un encuentro sui generis, imperecedero. Mientras manejo de regreso escucho sus palabras. Miro cómo me mira. Observo a sus familiares. Apenas respiran. Siento la necesidad de escribir. Le digo: “Admiro su valor. Usted me ha enseñado mucho. Su dignidad es infinita.” ~
(ciudad de Mรฉxico, 1951) es mรฉdico clรญnico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros mรกs recientes son Apologรญa del lรกpiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.