¿Y tú cuánto cuestas? Bemoles de la democratización tecnológica

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La película empieza con dos bebés, Charlie y Carlitos. Son contemporáneos, pero sus perspectivas son muy distintas. Ocurre que uno –sobra aclarar cuál– es gringo, y por lo tanto gozará de un estatus económico y una calidad de vida que para el otro, mexicano, serán un anhelo y nada más. ¿Qué los une, entonces, más allá del hecho circunstancial de haber nacido al mismo tiempo? No habrá que esperar mucho para averiguarlo. El director, Olallo Rubio, explica que lo que los une es la tiranía secreta del “sistema”, es decir, una alianza maligna que incluye a los “grandes corporativos”, los gobernantes de los países ricos y sus patiños subdesarrollados, unidos en torno a la causa común de manipular a las masas y trasformarlas en rebaños de consumidores de mercancías innecesarias, en la carne de cañón de un orden codicioso que terminará por despersonalizarlos y convertirlos a ellos mismos en “productos”. Carlitos y Charlie valen, pues, para ejemplificar ese proceso de cosificación. Siempre según Rubio, a los dos o tres años habrán sido invadidos psíquicamente por millones de anuncios que habrán moldeado la dócil arcilla de su cerebro al gusto de los señores del capital, anuncios que, como se sabe, contienen imágenes imperceptibles que golpean al público en un plano inconsciente.

Apenas han trascurrido unos minutos desde que se apagaron las luces, pero el espectador ya cree haber entendido de qué va ¿Y tú cuánto cuestas? Se trata –piensa– de una denuncia de la sociedad de consumo. El uso de esta expresión olvidada hace dos décadas no es accidental. Sorprende que un cineasta que no ha cumplido los treinta apele a una retórica de Guerra Fría en la que no se excluyen ni la satanización apocalíptica del mercado, ni la idea conspiracionista de que el sistema, el establishment o como se le quiera llamar, usa ¡publicidad subliminal! Es como si Rubio hubiera sido secuestrado en los setenta y traído de vuelta el año pasado, luego de que los alienígenas, cuya crueldad no tiene límites, lo obligaran a leer a Chomsky en jornadas de veinte horas. Pero ni siquiera esta hipótesis, por atractiva que resulte, puede sostenerse por mucho tiempo. Unos minutos después, cuando ya ha visto unos cuatro millones de logos comerciales y saltó del narcotráfico a la legalización de la droga y de ésta a la venta de órganos humanos, del fin del petróleo al fin del agua potable y del Oriente Medio a Nueva York o México, el espectador concluye que estaba equivocado, pues ni el director sigue hablando de la sociedad de consumo ni puede haber sido abducido, porque durante estos años tuvo que haber visto una y otra vez las películas de Michael Moore.

En la entrevista que le hizo Fernanda Solórzano para Proyecto 40, Rubio mostró bastantes reticencias a que se le comparara con el creador de Bowling for Columbine y Fahrenheit. Claro que le gusta su cine, a quién no, pero él se sabe bendecido por otras influencias, particularmente la de Oliver Stone. En efecto, algo hay de Stone por ahí: esa música que remite al ritmo metanfetamínico de Natural Born Killers, esos regodeos estéticos con pantallas de tv y elementos tipográficos. Pero la influencia de Moore es abrumadora, lo mismo en los esfuerzos humorísticos que en las entrevistas a pie de banqueta y, sobre todo, en la premisa de que no importa en cuántos lugares comunes o contradicciones incurras siempre que lo hagas a toda velocidad, con una edición frenética, disparando axiomas políticamente correctos y datos espectaculares.

Ahora bien, ni siquiera Stone y Moore bastan para explicarse ¿Y tú cuánto cuestas? Uno desde la ficción paranoica, el otro desde el cinismo propagandístico, ambos cineastas son veteranos capaces de elaborar una teoría y convertirla en una trama semiverosímil, desconectada del exterior pero construida con alguna lógica interna. A Rubio le faltan dos puntos de cocción para llegar ahí. Su obra no presenta esa lógica porque carece de un hilo conductor, un tema, una teoría, un leit motiv, por mucho que Charlie y Carlitos vuelvan al final para vendernos una sensación de redondez, de trama concluida. Al final, el espectador se enfrenta a la evidencia de que el director, que también edita, produce y escribe, le vendió una hora y media de sus muy personales preocupaciones, y punto. Por estas razones se ha acusado a Rubio de hacer un cine de estatura escolar, saturada de ego postadolescente, pero esta apreciación no es justa. Con un punto más de elaboración y profesionalismo, su cine nace de la cultura digital, que, conviene recordarlo, democratiza muchas cosas, pero no la capacidad de escribir un buen guión.

No le faltan méritos a Olallo Rubio. Es de celebrarse su voluntad de crear un cine pensante sin cargo al erario, así como su capacidad para llevarlo a las salas comerciales e incluso al extranjero. Debe reconocerse, asimismo, que entre las muchas influencias de Moore no está su falta de escrúpulos, algo de lo que nadie puede acusar a un cineasta lastrado más bien por su buena fe. Ésta se refleja en el uso que hace de las abundantes entrevistas con ciudadanos de a pie en Nueva York y México, un eje de la cinta que ofrece algunos momentos afortunados, pero puede generar serios problemas entre los relativistas culturales más sensibles. Moore es un experto en hacer decir a sus entrevistados lo que le convenga, sin importar que ello implique cortar su parlamento cuando se vuelve incómodo, mentir sobre su propia identidad o dejar prendida una cámara que supuestamente apagó. Rubio, en cambio, no siempre atina a meter la tijera donde debe y, sin pretenderlo, deja con los calzones al aire a quien menos quisiera: caprichos del azar, nuestros compatriotas, incapaces de articular tres palabras (¡ese vendedor de frutas, Dios mío!), parecen sin excepciones más prejuiciados y más ignorantes que sus pares de allende el Río Bravo.

Charlie y Carlitos siguen esperando a su biógrafo. Son jóvenes, así que no deben angustiarse: llegará. A menos, claro, que el sistema acabe antes con el mundo. ~

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(ciudad de México, 1968) es editor y periodista. Es autor de El libro negro de la izquierda mexicana (Planeta, 2012).


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