Tiempo de rupturas

El proyecto de la modernidad nos ha instalado en un mundo donde lo que parecía una aberración se va normalizando, donde se desplazan los límites morales de lo aceptable y de lo inaceptable. Los rumbos de la política mundial del presente nos invitan a preguntarnos cómo lidiar con las contradicciones, las amenazas y nuestras expectativas de un modo mejor para vivir.
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Líneas de falla.1 Un título que es a la vez una constatación y una pregunta. La constatación: estamos ante una fractura, un quiebre de proporciones tectónicas. Algo se mueve bajo nuestros pies, algo que afecta certezas, ideas recibidas, convicciones. Observamos con desconcierto las rupturas, las discontinuidades, eso que hubiéramos querido considerar anomalías y que se está convirtiendo sin embargo en los nuevos modos de la normalidad. Asistimos a transformaciones extrañas, que ocultan la diferencia, eso que les es propio, cubriéndolo de una falsa identidad con lo que les resulta ajeno, que ocultan su carácter disruptivo para mejor producir la disrupción.

Intentamos nombrar, tanto para comprender como para encontrar tranquilidad en las explicaciones. Hablamos, entonces, de democracias iliberales, de muertes por desesperación, de populismos de izquierda o de derecha que se saltean las lógicas de la representación y sustituyen los programas por consignas, que degradan la esfera pública al renunciar a la argumentación racional y poner en su lugar las emociones como organizadoras del conflicto político.

Con el tiempo, lo que parecía una aberración se va normalizando, los límites morales de lo aceptable y de lo inaceptable se desplazan, y con ellos se desplazan también las formas y los sentidos del conflicto político. Cuando las placas colisionan lo profundo emerge con fuerza volcánica. Al cabo de esa constatación, he aquí la pregunta: ¿qué era aquello tan profundo que surge ahora con la violencia de lo reprimido? ¿Eso cuya marca es el resentimiento, eso que, como señaló Cynthia Fleury, se estuvo rumiando durante tanto tiempo?

Diversas hipótesis formuladas desde perspectivas diferentes intentan dar respuesta a esa pregunta, una pregunta tanto más inquietante dado que la respuesta no solo dará cuenta del pasado sino que dibujará los rostros posibles del futuro. El incremento de la desigualdad, la “secesión de los ricos”, según la precisa fórmula de Ariño y Romero, el énfasis de los progresismos en las políticas de identidad en detrimento de la atención a los problemas de clase, el impacto de la tecnología en el mundo del trabajo y en el mundo de la subjetividad, y, por supuesto, el efecto de las redes sociales y su contribución a la proliferación de sesgos de confirmación, de falsas noticias, de mensajes emocionales, su promoción de dinámicas tribales que minan las dinámicas sociales, los lazos sociales.

Emerge aquello que viene de la América profunda, de la España profunda, de la Francia profunda, de la Argentina profunda. Lo que está lejos de los puntos de contacto con la diferencia, que siempre se hace presente en la superficie; pero también lo que fue enterrado, depositado debajo, subordinado. Lo que no había encontrado su lugar en la superficie lustrosa de una modernidad que se mostró incapaz de cumplir sus promesas y, en primer término, la promesa del movimiento. Porque, a diferencia de las sociedades tradicionales, que son sociedades de la quietud, la modernidad es una cultura del desplazamiento, de la distancia entre el origen y el destino: en la modernidad se aleja uno de la aldea natal, del oficio paterno, de las creencias del propio grupo; se aleja uno de la clase social de partida e incluso del género recibido para adoptar el deseado, en el extremo se aleja uno del cuerpo recibido. La vara con la que se mide en la modernidad no surge de la pregunta clásica “cómo ha vivido alguien”, sino con esa forma nueva: “a dónde ha llegado”, y pocas cosas peores pueden ser dichas de alguien que acusarlo de no haber llegado a ningún sitio. Una palabra es clave, porque tampoco se trata de ir a cualquier sitio: se trata de progresar. Llegar a algún sitio supone la existencia de un sitio al cual llegar, y supone que en ese sitio habrá cabida para todos, o cuando menos para todos aquellos que se impliquen en el proyecto moderno, que pongan su mejor esfuerzo para, justamente, progresar.

El progreso es a la vez aspiración y consuelo: es lo que se quiere obtener pero es al mismo tiempo lo que nos permite tolerar el presente. Es un concepto de raíces religiosas, la forma secularizada de la salvación, aquello que justifica los padecimientos actuales a cambio de las satisfacciones del futuro. Pero, a diferencia de la salvación, los beneficios prometidos por el progreso son acumulativos, intergeneracionales. Mi esfuerzo puede no reportarme las satisfacciones que hubiera querido tener en esta vida, pero permitirá que mis hijos las obtengan. Es, en ese sentido, un productor de vínculos con el futuro y un placebo para las frustraciones del presente. Se es obrero de la construcción, o recolector de residuos, se limpian baños o se trabaja rutinariamente en la oficina porque el salario permitirá adquirir satisfacciones bajo la forma de bienes materiales o de experiencias de consumo, pero sobre todo porque así se ayudará a que los hijos lleguen más lejos. A diferencia de la salvación religiosa, que no proyecta su efecto en las generaciones venideras, el esfuerzo puesto en el progreso se hereda, se prolonga por medio de los genes.

Traducido bajo la forma de imágenes precisas –las de las sociedades prósperas de un Occidente satisfecho, ahíto, orgulloso de sí mismo y de sus logros– el proyecto moderno encontró su límite en la incapacidad de hacer lugar para todos. Como en aquel medievo estudiado por Pierre Chaunu, cuyas crisis del siglo XIV son las crisis de un mundo lleno, en el que se supone que ya “no entra más nadie”, las sociedades prósperas contemporáneas, y los grupos prósperos de las sociedades de ingresos medios, comenzaron a levantar barreras para dificultar la llegada de nuevos entrantes: fronteras en los confines de los territorios físicos pero, sobre todo, muros interiores: deterioro de los bienes públicos, empobrecimiento de esa educación que era la llave de bóveda del desplazamiento más anhelado de las sociedades modernas, la movilidad social, la posibilidad de poner distancia entre el origen y el destino, la posibilidad de llegar a alguna parte.

El proyecto moderno estuvo marcado por la dialéctica entre lo abierto y lo cerrado: un principio de apertura regulado por obstáculos al ingreso. Allí, en la obtención de los derechos de acceso, se han jugado las luchas políticas y sociales durante dos siglos. Ha habido momentos de mayor apertura, otros de más restricciones, pero siempre fue posible dar la batalla. A diferencia de las sociedades tradicionales, en las que el cambio de posición social estaba vedado por principio, la modernidad se fundó no solo sobre la posibilidad de ese cambio sino sobre la obligación de realizarlo. Las luchas por el acceso estimularon los conflictos pero a la vez los moderaron, de tal modo que la violencia revolucionaria fue mutando hacia cierta molicie reformista. De la ambición de demoler el régimen se pasó a la voluntad de disfrutar de sus ventajas. Al menos, ese había sido el rasgo principal del mundo atlántico desde el fin de la Segunda Guerra hasta la crisis financiera de 2007/2008, una crisis que había comenzado a incubarse a principios de los años setenta cuando el “matrimonio forzoso” de la democracia liberal y el capitalismo había empezado, con las palabras de Wolfgang Streeck, a comprar tiempo para sostenerse. A los treinta gloriosos años siguieron entonces otros treinta, los de una crisis perennemente pospuesta, ya que los Estados nacionales se mostraban crecientemente incapaces de satisfacer a la vez la demanda de bienestar del pueblo soberano y las exigencias de rentabilidad del capital.

El nuevo incremento de las desigualdades, sobre el que llamó con contundencia la atención Thomas Piketty, se tradujo en la conformación de nuevas oligarquías. Los oligarcas se distinguen de todas las demás minorías con poder –escribió Jeffrey Winters, en la obra fundamental sobre este tema– “porque la base de su poder –la riqueza material– es inusualmente resistente a la dispersión y la igualación. No se trata solo de que sea difícil dispersar el poder material de los oligarcas. Es que la riqueza personal masiva es una forma extrema de desequilibrio de poder social y político que, a pesar de los avances significativos de los últimos siglos en otros frentes de injusticia, se las ha arreglado […] para permanecer ideológicamente construida como injusta de corregir”.

La consolidación de estas nuevas oligarquías es lo que ha clausurado todas las vías de acceso que permitían satisfacer, con sus más y sus menos, las expectativas de progreso. Su capacidad de bloqueo es resultado de la concentración de riqueza, ya que, como sabemos, la riqueza masiva en manos de una pequeña minoría crea importantes ventajas de poder en el ámbito político, incluso en las democracias. Como señala Winters, “cuanto más desigual es la distribución, más exagerado es el poder y la influencia de los individuos enriquecidos, y más intensamente tiñe la propia brecha material sus motivos y objetivos políticos”.

Si la revolución muta en voluntad de reformas, esta voluntad, cuando se torna impotente, se convierte en revuelta. Eso es lo que hemos visto desde hace dos décadas, en Occidente y más allá. Desde las primaveras árabes, ninguna movilización popular produjo resultados significativos. Como observó Vincent Bevins en un libro reciente (If we burn. The mass protest decade and the missing revolution), ni Occupy Wall Street, ni los Indignados, ni los Gilets Jaunes, ni las revueltas chilenas han tenido efectos significativos para satisfacer las razones del descontento. Lo que queda es ira, frustración, resentimiento: sociedades que habían abandonado la fe en la salvación, y que ahora ven vedada la confianza en el futuro, que constatan, un día sí y otro también, que cada vez será más difícil para la mayoría, y para los hijos de la mayoría, matizar los desasosiegos del presente con las promesas del porvenir.

No hay materia más maleable para la intervención de “los ingenieros del caos” que con tanta precisión ha descrito Giuliano da Empoli. Convertida en una materia arcillosa, dispuesta a ser manipulada, hecha de sentimientos más que de argumentos, las sociedades se han vuelto el laboratorio en el que personajes tan brillantes como oscuros orientan las preferencias colectivas a favor de líderes que, envueltos en una retórica antielitista, proponen la reinstauración de un orden basado en la inmovilidad, es decir, la reversión del proyecto de la modernidad. Orden es aquí una palabra clave: significa poner cada cosa en su lugar. Afuera los de afuera, abajo los de abajo, pero también el género en el sexo, el embrión en el útero, la mujer en su sitio. Para ello, no solo se recurre a discursos de exclusión, sino también a dispositivos de gobernanza, y particularmente a la técnica del gobierno de los individuos gracias a los recursos que brindan las tecnologías.

No hay un programa común entre quienes lideran proyectos de este tipo: se encuentran variadas declinaciones del soberanismo y del nacionalismo, pero también versiones anarcocapitalistas o liberistas, modulaciones estadocéntricas o minarquistas. Entre ellos, destaca en el horizonte la versión que conduce Javier Milei en la Argentina, un país que desde hace algunos meses ha pasado a integrarse en la marea de la degradación que la extrema derecha populista va imponiendo aquí y allí, cada vez que encuentra campo fértil para desplegar el resentimiento. El atractivo que su radicalidad despierta en numerosos observadores en distintos sitios del planeta se debe a que ha puesto a disposición de la derecha global un laboratorio para explorar los límites de la reversión: hasta dónde es posible impugnar aquello que Habermas denominaba “el contenido normativo de la modernidad”. Así como el Chile de Pinochet fue el laboratorio en el cual se extremó el programa neoliberal, la Argentina de Milei está permitiendo experimentar qué es posible derrumbar del proyecto moderno. Posiblemente, la forma de proteger aquel contenido normativo consista en reinventar la modernidad, más que en aferrarse a aquellos de sus rasgos que ya se han mostrado insuficientes. Para ello, quizá debamos cambiar la pregunta: ya no indagar a dónde queremos llegar, sino cómo queremos vivir, preguntarnos una vez más qué es una vida buena. ~


  1. Desde hace nueve años, el Instituto Francés organiza en diversas ciudades de todo el mundo La Noche de las Ideas. El evento, que en cada ocasión se realiza bajo un tema general diferente, fue dedicado este año a las “Líneas de falla”, y fue presentado como una invitación a reflexionar sobre cómo las crisis socioeconómicas, medioambientales y políticas actuales contribuyen a exacerbar las divisiones internas. Una versión preliminar de este texto fue leída por el autor en la inauguración de La Noche de las Ideas en Buenos Aires, el pasado 16 de mayo. ↩︎
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(Buenos Aires, 1960) es editor. Es el fundador y director de Katz Editores.


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