Alejandro Luna: un legado sobre lo efímero

El escenógrafo Alejandro Luna (1939-2022) conformó una especie aparte: la de un auténtico pensador del diseño espacial y lumínico dentro del mundo teatral.
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El 13 de diciembre de 2022 falleció en la Ciudad de México el escenógrafo Alejandro Luna, un auténtico tótem de la cultura nacional en quien se funda un capítulo vital de la historia artística del siglo XX y cuyo legado fugaz, cifrado en la memoria de los espectadores y creadores, resulta fundamental para entender la evolución de la estética y la práctica del arte teatral en México.

El periplo artístico de Luna comenzó en los años sesenta cuando, orientado inicialmente hacia una formación como arquitecto en la Universidad Nacional de México, emprendió una andanza paralela en la Facultad de Filosofía y Letras que lo acercó al veneno del teatro bajo la tutela de maestros como Enrique Ruelas, Fernando Wagner y el escenógrafo Antonio López Mancera, así como en la práctica hecha en ejercicios de actuación realizados con su amigo de infancia Eduardo García Máynez, quien más tarde se especializó en dirección escénica. Paulatinamente este interés por el arte teatral se fue integrando a su estudio y conocimiento como arquitecto y pronto le fue comisionado el diseño espacial de obras escolares para las preparatorias de la misma casa de estudios, en donde demostró una anticipada genialidad para solventar el reto que implica el diseño de espacio para contribuir al suceso de la ficción en escena.

Recomendado por sus maestros, quienes lo consideraban más un colaborador que un aprendiz, el entonces joven creador se abrió paso en una época en donde el diseño escenográfico se dividía entre el conservadurismo de los escenógrafos que atendían a la convención realista y la experimentación de los pintores convocados a escena. Sin llegar a pertenecer a ninguno de estos bandos, pues en su particular concepción la literalidad o el decorado resultaban estériles para la potencial significación del hecho escénico total, Luna conformó una especie aparte, una hasta entonces inédita en México: la de un auténtico pensador del diseño espacial y lumínico dentro del mundo teatral.

Luna contó con la ventaja de forjar su oficio en la práctica dentro de un contexto de extraordinaria efervescencia artística que coincide con el posicionamiento del director como autor de la puesta en escena, así como con el surgimiento y el auge del teatro universitario hacia la década de los sesenta. Semejante panorama le concedió encuentros con espíritus afines que le permitieron explorar el teatro como pensamiento, sinergia creativa, experimentación, ensoñación en conjunto e incluso en la seriedad absoluta de la chacota, como lo fueron sus colaboraciones con la irreverencia genial de Juan José Gurrola, con quien hizo aparecer un conejo gigante en escena para la obra La prueba de las promesas de Juan Ruiz de Alarcón en 1979 o realizó puestas memorables como El hacedor de teatro de Thomas Bernhard en 1993. También resultan de capital importancia sus proyectos con Ludwik Margules y Héctor Mendoza, de quienes aprendió lecciones privilegiadas sobre dirección escénica que le permitieron inmiscuirse en la conflictiva y temperamental convivencia de la trama del pensamiento que hace posible el drama en escena. Bajo estas mancuernas, Luna consolidó la madurez de su oficio y le siguieron otras con pensadores fundamentales de la escena como Luis de Tavira, Julio Castillo, Ignacio Retes, Hugo Hiriart, Martha Luna y José Caballero, a quienes dotó de espacios fastuosos que sobreviven en imágenes que permiten dar una idea de cómo el espectador era convidado a habitar por unos instantes el universo de la ficción escénica.

Su genio como un escenógrafo, vinculado por Luis de Tavira al linaje de figuras capitales del diseño escenográfico como Adolphe Appia, Edward Gordon Craig y Josef Svoboda por ser “un escenógrafo de la luz y un artista de la sinestesia”, fue también señalado como una afrenta, pues sus aportaciones eran vistas como una imposición para la dirección escénica. Luna ciertamente lo consideraba así: “La escenografía es el hábitat de la obra, de ella depende cómo respire; es la estructura espacial del espectáculo, también la estructura física, material, que lo contiene, lo vertebra, lo dirige.”

Afortunadamente, en un medio susceptible a la hipersensibilidad y a la feroz competencia artística como lo es el teatro mexicano, esta percepción no condicionó la evolución de su diálogo y colaboración con subsecuentes generaciones de directores escénicos que le permitieron participar de las preocupaciones y poéticas contemporáneas como El lado B de la materia de Alberto Villarreal del 2013, en donde se presenciaba un destripe literal de la maquinaria teatral, o Edipo: nadie es ateo de David Gaitán, cuyo diseño de espacio y luz retomaba elementos reconocibles a sus propios trabajos considerados ya clásicos, lo cual resultaba un adecuado eco a esta reinterpretación de la tragedia estrenada en 2018.

En su haber se cuentan desde luego importantes premios nacionales e internacionales y el significativo paso por la gestión cultural como coordinador nacional de Teatro del INBA en los años noventa. Así como su imprescindible faceta como maestro de generaciones posteriores del diseño de espacio e iluminación mexicana como Jorge Ballina, Philippe Amand, Víctor Zapatero, Julia Reyes-Retana, Patricia Gutiérrez Arriaga, Félix Arroyo y Erika Gómez, entre otros. Es quizás en estas importantes figuras que su legado intelectual y su experiencia como protagonista de la historia del teatro en México subsisten de manera patente, al igual que en sus colaboraciones en el diseño de arte para películas como Frida, naturaleza viva de Paul Leduc o Santa sangre de Alejandro Jodorowsky, en donde la sagacidad de estas mentes curtidas en el teatro hace gala de un despliegue imaginativo portentoso.

En cuanto al legado de su propio arte, la escenografía, existe una sentencia que asume su desvanecimiento de origen, pues como él mismo lo declaró en varias ocasiones la arquitectura es para la vida, la permanencia indemne, mientras que “el teatro es un arte del presente. En lo efímero, en el encuentro directo, temporal, en vivo de los actores y el público reside su intensidad y poder. La escenografía vive con el teatro un tiempo limitado e intenso, el presente”.

Los espacios habitables en la ilusión escénica de este gran artista perduran en la memoria de aquellos afortunados que pudimos apreciarlos como un auténtico acontecimiento, por ello es inevitable acudir ante su deceso a una nostalgia dolorosa por un esplendor artístico que se ha ido junto con su genio único e irrepetible. Descanse en paz y viva por siempre el recuerdo de esa luz que ha dejado impresa en la memoria del teatro mexicano Alejandro Luna. ~

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es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.


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