El poder que se desmantela

La reforma judicial promovida por el gobierno federal marca una ruptura profunda con la tradición del poder judicial en México. Este reportaje recoge las voces de quienes deciden dejar la toga –y de quienes, a pesar de todo, optan por quedarse– para narrar el impacto institucional y humano de un cambio que amenaza con desfondar la justicia.
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El debate en torno a la reforma judicial en México ha estado marcado por la confrontación de narrativas. Por un lado, la del discurso oficial impulsado inicialmente por el expresidente Andrés Manuel López Obrador –y continuado por el gobierno de Claudia Sheinbaum– apunta hacia la corrupción endémica y la falta de rendición de cuentas como los principales males que aquejan al poder judicial, a quien también se le atribuye la enorme impunidad que existe en el país. Con ello se ha fortalecido la idea de un sistema que, por encima del bien común, protege a los grandes intereses económicos y políticos, y que presenta la reforma como una respuesta necesaria para democratizar la justicia y acercarla al pueblo mediante la elección popular de jueces, ministros y magistrados.

Por el otro lado, desde dentro del propio poder judicial, muchas voces advierten que esta propuesta puede desmantelar la autonomía judicial y vulnerar las bases del Estado de derecho. Esta visión crítica se sostiene tanto entre quienes optaron por dejar sus cargos como entre quienes, pese a todo, decidieron mantenerse en el sistema bajo las nuevas condiciones.

La complejidad de la reforma trasciende la mera intención de combatir la corrupción, el nepotismo o la parcialidad de casos concretos. Abrir al escrutinio público las funciones de un mecanismo históricamente autónomo debe enmarcarse por igual en la idea creciente de un régimen en control absoluto del aparato de Estado. La idea no es privativa de quienes optaron por abandonar sus cargos como juzgadores, aludiendo a la falsa premisa con la que se promueve el proceso de elección, sino también de quienes decidieron continuar su ejercicio, así sea bajo las reglas dictadas por esta enmienda.

“Sin duda, la corrupción y la falta de transparencia han sido problemas históricos en el sistema judicial y han generado una desconfianza profunda en la sociedad”, dice Froylán Borges Aranda, magistrado del Primer Tribunal Colegiado de Circuito de la Primera Región, con sede en la Ciudad de México. “La reforma busca responder a esa realidad social introduciendo mecanismos que, en teoría, permitirían una mayor rendición de cuentas a través de la elección popular de jueces”, añade el magistrado, quien decidió postularse para dar continuidad a sus tantos años en el cargo.

“No obstante, reducir la reforma únicamente a un combate contra la corrupción sería simplificar demasiado el panorama. También influyeron factores políticos y estratégicos, en particular la intención de abrir al escrutinio público a un poder tradicionalmente autónomo. Es difícil imaginar que esta reforma habría avanzado sin el argumento de la corrupción, pero su alcance trasciende ese punto: representa un cambio de paradigma en la relación entre el poder judicial y la sociedad, cuyas consecuencias aún están por verse.”

La perspectiva del magistrado introduce una capa de análisis que tanto el ejecutivo como el legislativo han evitado. Ejemplos de fallos judiciales escandalosos, historias de nepotismo y arrogancia, sobran. Sin embargo, la ecuación que exhibe los vicios del poder judicial no es exclusiva. Quedan fuera de ella la enorme corrupción de los cuerpos de policía y del ministerio público, dependientes del poder ejecutivo. Es en ambas instancias donde se encuentran los grandes pantanos que cruzar cuando se busca justicia.

La desconfianza ciudadana es la causa principal por la que solo uno de cada diez delitos es denunciado, de acuerdo con el Inegi, y de las carpetas de investigación que llegan a abrirse, solo el 0.8 por ciento termina en los juzgados. Los efectos de la reforma son impredecibles, como señala Borges Aranda. Pero su puesta en marcha deja de momento un primer grupo de damnificados entre personal administrativo y los mediadores del sistema penal.

Miguel Luna, titular del Juzgado Primero de Distrito de la Décima Región con sede en Saltillo, leyó el decreto de la reforma judicial publicado el 15 de septiembre en el Diario Oficial de la Federación y, horas más tarde, presentó por escrito su decisión de no participar en el proceso de elección. No fue un impulso. Durante semanas, reflexionó sobre sus veintitrés años en el poder judicial y concluyó que la elección por voto popular no haría sino envilecer la justicia: no ganarían los más capacitados, sino quienes contaran con el respaldo de grupos políticos regionales.

Ingresó al sistema judicial a los diecisiete años, al mismo tiempo que comenzaba sus estudios de derecho. Hizo sus prácticas en el ministerio público y en el poder judicial de su estado antes de incorporarse al ámbito federal. Para él, ese camino de ascenso –peldaño a peldaño– es precisamente lo que está por desaparecer.

“Dejar el cargo de juez de distrito implica un giro de 180 grados en mi vida profesional y, consecuentemente, personal”, describe. Reconoce que podrá seguir ejerciendo su vocación, pero advierte que toda su dinámica familiar –estructurada en torno a su carrera judicial– deberá adaptarse a una nueva rutina, marcada por el cambio y la incertidumbre.

Desde entonces, ha sido un crítico persistente de la reforma. Cuestiona su origen –una narrativa de venganza construida sobre acusaciones de corrupción y elitismo– y señala que el proceso de elección está viciado por intereses del partido en el poder, lo que pondrá en riesgo la autonomía judicial. Aunque admite que el sistema requería cambios, advierte que la reforma carece de un diagnóstico sólido y que omite responsabilidades fundamentales de otros actores, como las policías y los ministerios públicos.

En lo personal, teme un colapso administrativo por la falta de experiencia de quienes lleguen al sistema a partir del nuevo mecanismo. Más preocupante aún, dice, será el control político sobre las decisiones judiciales. “Creo que para principios o mediados del siguiente año vamos a notar ese colapso y un rezago terrible, algo nunca visto en el poder judicial.”

Martha Magaña, jueza del Juzgado Quinto de Distrito en el estado de Morelos, comparte el diagnóstico: el sistema requería una reforma, pero no así. A su juicio, todo proceso serio debió comenzar por un estudio técnico, con testimonios del interior del poder judicial y consultas a la ciudadanía. “Quedó muy en claro que el Estado mexicano, y con ello me refiero al gobierno, no hizo un solo análisis, ninguno, para emprender la reforma”, afirma.

Con veinticuatro años en el poder judicial, Magaña considera que lo más grave ha sido el desprestigio construido desde el discurso presidencial. “Los jueces federales somos personas que hemos estudiado por más de veinte años. Ese es un promedio para poder llegar a ser juez federal. Hemos sacrificado muchas cuestiones familiares, porque tenemos esa vocación de servicio, porque nos gusta lo que hacemos. Y esto fue injustamente desvalorizado, fue incluso motivo de humillación o de hacerlo parecer como un privilegio, y esto no es así.”

Señala que durante seis meses se repitió desde Palacio Nacional una narrativa que los retrataba como servidores públicos privilegiados al servicio de los poderosos. Para ella, eso distorsiona la realidad de los órganos jurisdiccionales.

Magaña advierte que la elección popular no resolverá los problemas de fondo y que replicará los vicios del sistema local, donde la precariedad y la injerencia política son norma. “El sistema local viene justamente de la votación o de la designación directa de parte del gobernador. Y eso es lo que apenas se estaba tratando de modificar cuando llega esta reforma”, señala.

La carrera de Magaña comenzó en sus años de estudiante, cuando subía información al sistema electrónico de consulta. Pasó por adscripciones en Michoacán, Quintana Roo, Yucatán, Ciudad de México y Mazatlán. En 2018 aprobó el examen para convertirse en jueza. Nunca, dice, presenció una sentencia en contra de un magistrado por corrupción. Justo por eso, comenta, no será parte de “un proceso que en la realidad es un disfraz para decir que en lo sucesivo no habrá jueces corruptos”.

Considera que su formación –tanto la impartida por la Escuela Judicial como la que ha asumido por cuenta propia– le permite buscar nuevos rumbos, en particular en los temas que le apasionan: derecho internacional y derechos humanos.

Reyna Rodríguez, jueza del Cuarto Tribunal Laboral Federal de Asuntos Individuales en Guanajuato, observa con inquietud el impacto de la reforma. Su preocupación no solo se centra en los efectos que tendrá sobre los juzgadores, sino también en la independencia del sistema y sus implicaciones para la sociedad. “Lo que veo a mediano y largo plazo, con esta reforma, es destrucción”, afirma.

Rodríguez lleva veinticinco años en el poder judicial. Ingresó como estudiante de derecho a los diecinueve años y fue secretaria de juzgado a los veintiuno. Tuvieron que pasar casi dos décadas antes de que lograra convertirse en jueza. Esa trayectoria, basada en la preparación y el mérito, es la que desaparecerá con el nuevo modelo, dice.

“Hay algunas veces que lloro”, señala, “la reforma me tocó muchísimo en lo personal. He estado en ese tipo de momentos en los que piensas que ya accediste a algo a partir de tu esfuerzo. Y no hablo de lo monetario. No me importa si nos bajan el sueldo. Esto lo hago con amor, pensando que pongo un granito de arena para mejorar a mi país. Por eso quise ser jueza. Era mi proyecto de vida y, de pronto, todo cambia”.

Ese mismo día salió a buscar un escritorio para instalar una consultoría jurídica. Rentó un espacio que piensa acondicionar con lámparas, cuadros y sillones. El nuevo proyecto, aunque modesto, le ha ayudado a canalizar la tristeza acumulada durante meses. “He tenido que ser fuerte, resiliente. Nos cortaron el proyecto de vida con algo que jamás vimos venir, porque cumplimos con todos los pasos de la Constitución. Y de repente, por este grupo en el poder que inventa cosas que no son y te ofenden todos los días señalándote como corrupto, ha sido muy violento. Aún se me quiebra la voz, pero al final trabajo en mi mente y en mi corazón, depositando mi energía en el futuro personal.”

María Emilia Molina, magistrada con veintisiete años de trayectoria y presidenta de la Asociación Mexicana de Juzgadoras, recuerda que la primera vez que escuchó hablar a López Obrador de una reforma al poder judicial creyó que se trataba de una reacción política. Pensó que era consecuencia de los reveses que había sufrido el gobierno en proyectos estratégicos, especialmente en materia energética y ambiental. “Pensé que se trataba solo de una incomodidad surgida del equilibrio de poderes”, advierte.

Pero el anuncio se volvió constante y con un tono cada vez más hostil. Con la salida de Arturo Zaldívar de la presidencia de la Corte y el arresto de la jueza Angélica Sánchez en Veracruz, Molina entendió que el ataque era más profundo: “Me dije: esto realmente es muy grave, porque la persecución contra jueces puede llevarnos a la destrucción de la independencia judicial.”

Tuvo oportunidad de participar en el proceso selectivo de este año o esperar al de 2027, pero decidió no hacerlo. No fue solo por el tono del discurso presidencial, sino por lo que considera una violación al principio de división de poderes. “He durado veintisiete años porque creo en un proyecto, en un sistema de justicia independiente que he defendido incluso ante las amenazas de gobernadores y de cárteles. Así que no podría poner mi independencia y mi honestidad al servicio de un régimen, y menos de uno autoritario que pasará por encima de todos los derechos humanos.”

Para Molina, la reforma representa una amenaza inédita. El sistema de carrera judicial y los concursos de oposición eran, además de mecanismos de selección, un escudo frente a los intereses externos. “Las partes que no eran beneficiadas en un juicio sabían que llegábamos desde un proceso de carrera judicial y de concursos de oposición en donde demostrábamos que –por lo menos entre quienes concursábamos– éramos los mejores. En los concursos en los que participé para ser jueza de distrito había por lo menos tres mil aspirantes. Eso también nos protegía de los grupos criminales, porque no llegaba cualquiera ni debíamos nada a nadie.”

Ahora teme que la cooptación llegue por dos vías: la pérdida de independencia judicial y la vulnerabilidad personal de los jueces. “No podemos representar a quien nos vote; necesitamos resolver a todos, y con absoluta imparcialidad.”

Su salida implica incertidumbre. Tiene hijos que dependen de ella y no puede ejercer como abogada en su actual jurisdicción por dos años. Evalúa ofertas en otras ciudades, con la dificultad adicional del contexto económico. Aun así, no le teme al cambio. “Son realidades complicadas, pero no me asusta reinventarme.”

“Desde luego es doloroso buscar una nueva forma de vida. Porque esto era un plan de vida, no una decisión sexenal. El hecho de que además hayamos cuidado todas las reglas para no ser sancionados, para hacer las cosas bien y que de pronto cualquier tipo de esfuerzo, de mérito, se vea despreciado, nos coloca en una situación complicada. Pero bueno, estoy segura de que algo habrá en lo que nos podamos volver a apasionar y a continuar los siguientes años.”

Quizá una pregunta válida es si esta reforma contribuye a consolidar el proceso democrático en México. El magistrado Borges Aranda ofrece una reflexión al respecto. “Desde una perspectiva clásica, ampliar el sufragio universal a más cargos públicos fortalece la participación ciudadana y podría interpretarse como un avance en la democratización del poder judicial. Bajo esta lógica, la reforma empodera a los ciudadanos al otorgarles la capacidad de influir directamente en la integración de los tribunales.”

Pero la democracia no debe reducirse solo a procesos electorales: implica valores fundamentales como el Estado de derecho, la división de poderes y la garantía de los derechos humanos, aclara. Si la reforma llega a comprometer la independencia judicial, debilitando el papel de los jueces como contrapeso del poder, se abre un dilema: ¿puede una medida formalmente democrática, como la elección de jueces, derivar en consecuencias que debiliten la democracia sustantiva? Es decir, ¿qué sucede si la justicia queda sujeta a mayorías circunstanciales que, en lugar de proteger derechos, terminan avalando retrocesos en libertades y garantías?

Son dilemas que, pese a todo, lo condujeron a la decisión de tomar parte del proceso selectivo. “Son decisiones de vida. Todos tenemos una carrera judicial, pero en mi caso, sea como sea, cuando tomamos protesta hace quince años ante el pleno de la Corte, juré hacer valer y guardar la Constitución. La postura sigue siendo la misma. La decisión que tomé, tras consultar a mi familia, fue la de optar por continuar. Primero porque como juzgadores nuestro deber es cumplir con la Constitución. Si bien el cómo es el gran reto, confío en que el electorado optaría por alguien que tiene experiencia sobre alguien que no. En ese sentido me siento con tranquilidad. Y si no, tampoco quise dejar de vivirlo. Estoy verificando qué va a pasar, qué está pasando, y al final todos vamos en el mismo barco.” ~


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