Años felices

En 'La trampa del optimismo. Cómo los años noventa explican el mundo actual', Ramón González Férriz se aleja de obras anteriores para analizar desde un enfoque económico una década llena de idealismo.
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Ramón González Férriz

La trampa del optimismo. Cómo los años noventa explican el mundo actual

Barcelona, Debate, 2020, 256 pp.

En La trampa del optimismo, el ensayista Ramón González Férriz habla más de economía que en sus libros anteriores. La revolución divertida (2012) es un ensayo de lo que se podría decir que es su especialidad, la cultura política y la política pop. 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (2018) es un libro de historia divulgativo. Su tercer libro sigue la estela de 1968 pero tiene un enfoque económico comprensible, porque fue en los años noventa cuando se sentaron las bases de la Gran Recesión de 2008, un tema en el que el autor ha profundizado en los últimos años en sus columnas de El Confidencial.

Fueron los años de la llamada “gran moderación”, un mundo aparentemente sin volatilidad económica. Las finanzas habían encontrado la manera de eliminar el riesgo (en realidad solo lo ocultaron tras instrumentos opacos), el crédito era barato, la izquierda de la Tercera Vía era “fiscalmente conservadora y moralmente progresista” (Clinton consiguió alcanzar el equilibrio presupuestario y eliminó la ley Glass-Steagall que separaba los negocios de la banca comercial y la de inversión, lo que fomentó la especulación) y abundaba una triunfalismo liberal poshistórico: la política parecía, a juzgar por el optimismo de los líderes democráticos, una especie de tecnocracia amable; solo bastaba hacer arreglos menores a una maquinaria que avanzaba inexorablemente a través de la historia.

Ese optimismo no era, obviamente, homogéneo. Como explica González Férriz, hubo crisis cambiarias, financieras, de deuda, guerras (Balcanes, la guerra del Golfo, que el autor no menciona), tensiones en la creación del mercado único entre Alemania y Francia, muy parecidas a las de hoy. Pero estos baches no alteraron la sensación placentera de “domingo de la historia”. Las crisis no ponían en peligro el modelo ni el paradigma dominante, como sí lo consiguió la Gran Recesión la década posterior. La globalización proseguía y apenas tenía detractores (más allá de Le monde diplomatique y la izquierda y derecha extraparlamentaria) y el espacio entre el centroderecha y el centroizquierda era hegemónico y no tenía apenas enemigos.

En España, por ejemplo, el optimismo tenía que ver con una entrada simbólica en la modernidad. En 1992 coincidieron la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, escaparates globales, con la firma del Tratado de Maastricht, que sentó las bases del euro. España entraba en la liga de los países normales y en Europa, acabando con el eterno complejo de las élites intelectuales del país. Pero entraba en la modernidad con prácticas todavía pertenecientes a un capitalismo clientelar. La corrupción lastraba al país. En 1993, cuenta González Férriz en un resumen elocuente y deprimente que hace palidecer cualquier caso de corrupción posterior,

Luis Roldán, el director de la Guardia Civil, huyó del país después de ser acusado de haberse enriquecido con comisiones de contratos públicos. Carlos Solchaga, exministro de Hacienda, y José Luis Corcuera, exministro del Interior, renunciaron a su escaño. […] El entonces ministro del Interior, Antoni Asunción, dimitió tras la fuga de Roldán y el de Agricultura, por un supuesto fraude fiscal. Baltasar Garzón [afirmó] que se había organizado “una trama terrorista vinculada a responsables del Ministerio del Interior”. Después, las investigaciones llegaron hasta José Barrionuevo, ministro del Interior entre 1982 y 1988, contra el que se dictó un auto de procesamiento por dirigir un grupo terrorista desde el ministerio.

A la corrupción del PSOE se unía una corrupción económica y financiera adaptada a los nuevos tiempos, el viejo capitalismo de amiguetes ahora con crédito fácil, privatizaciones y aventureros y emprendedores varios. Como explica González Férriz, la entrada de España en la Unión Económica y Monetaria tuvo como efecto una disminución considerable de los tipos de interés: “Si en 1992 eran del 13,3% y el 11,7%, respectivamente, en 1999 habían caído al 3% y el 2,2%.” España, que había sido tradicionalmente un país con alta inflación y tipos de interés elevados de pronto se encontró con una situación en la que podía endeudarse fácilmente (los inversores extranjeros se fiaban más de las empresas españolas), y ese endeudamiento estaba, en cierto modo, moralmente justificado: formaba parte del proceso de ponerse al día con la modernidad.

La combinación de bajos tipos de interés, privatizaciones y desregulaciones para adaptarse a Maastricht y una política que seguía siendo muy clientelar alcanzó su cénit con las cajas de ahorros. Comenzaron como bancos comerciales regionales cuyo objetivo era la promoción de la economía local. En 1985 pasaron a ser controladas por las Comunidades Autónomas y en 1992 se les permitió extenderse sin límites regionales. Pronto se sumaron a la fiesta del dinero barato y entraron en el negocio inmobiliario. Con el tiempo, no podían mantener la financiación del sector de la construcción solo con los depósitos de sus ahorradores, así que acudieron a financiarse a los mercados internacionales. Entonces ya funcionaban como bancos, con la diferencia de que su control era político: nada más ganar las elecciones José María Aznar en 1996, el PP colocó a Miguel Blesa como director de Caja Madrid, y empezó una expansión internacional de la caja que acabaría provocando su completa quiebra y rescate público en 2012, ya convertida en Bankia.

La decisión de González Férriz de tratar cuestiones como los tipos de cambio, la creación del euro, la globalización o el problema de la burbuja inmobiliaria española y las cajas de ahorro lo separa de sus anteriores obras, pero también consigue desvelar su faceta más divulgativa. Explica cuestiones técnicas y complejas con claridad y elegancia. Esto provoca que los capítulos más sociológicos o culturales tengan menos lustre; da la sensación de que el autor disfrutó más explicando las crisis de divisas antes del euro, las obligaciones de deuda colateralizada (CDO, clave en la crisis de las subprime) o la historia de pets.com como ejemplo de la burbuja de las puntocom, que escribiendo sobre la serie Friends. Quizá Debate, que edita sus libros, haya perdido un historiador cultural y haya ganado un historiador y ensayista económico.

Como recuerda el autor, no es muy original señalar que los noventa terminaron con el 11S. Pero quizá no fue hasta la resaca de la Gran Recesión cuando realmente terminó la década. Y no fue hasta la victoria de los populismos de derecha en 2016 cuando se comenzó realmente a reflexionar sobre las consecuencias de la crisis, que era la crisis de un modelo que alcanzó su cénit en los noventa.

Volvieron los análisis de clase, que había dejado de ser una categoría válida, Piketty popularizó el estudio de la desigualdad y el Financial Times comenzó a hablar de reformar el capitalismo (algo que propuso Sarkozy en 2008, pero no le hicieron mucho caso). Las victorias de Trump y el Brexit enterraron definitivamente el espíritu de los 90, que fue una época atípica: es posible que, históricamente, lo inédito no sea nuestro mundo de hoy, sino el remanso de idealismo (aunque las cosas no siempre fueran ideales) que fueron los años 1989-2001 (o 1989-2007). Como dice González Férriz, sucumbimos “a una trampa del optimismo; la de creer que determinadas expresiones políticas estaban en el basurero de la historia y no podrían volver, y que la tecnología era el camino hacia un mundo al mismo tiempo más democrático y fiable”. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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