Mistral, según ellos

Mistral. Una vida. Solo me halla quien me ama

Elizabeth Horan

Lumen

Ciudad de México, 2023, 472 pp.

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En el prólogo de su elefantiásica biografía de Gabriela Mistral, muy al inicio del primer volumen de tres, la autora Elizabeth Horan previene al lector diciendo que escribió el libro usando métodos angloamericanos, aplicados, sin embargo, a un sujeto latinoamericano. Y explica cuáles son estas técnicas: “la importancia de la documentación, la centralidad de las identidades fluctuantes raciales y de género”. No mucho después, en el mismo párrafo, añade: “esto contrasta con la tendencia, en América Latina, a depender mucho de entrevistas y reportajes de prensa y de anécdotas que nos tientan con relatos que son alegres, emocionantes o divertidos, pero carentes de comprobación”.

Vaya uno a saber qué biografías latinoamericanas leyó Horan. Parece que todas deleznables, carentes de fuentes que respalden la escritura. Parece que todas alegronas y vertiginosas. Vidas de santos laicos, digamos. Convenientemente, tampoco menciona ejemplo alguno de los recuentos vitales que se hayan redactado en este continente con la prensa como primera fuente. Cosa que, vista de cerca, tampoco me parece en sí misma nociva.

Lo que sí quita el sueño de la profesora de la Universidad Estatal de Arizona es la existencia de dos textos previos, que se ocuparon de narrar la vida de la poeta chilena en tonos, digámoslo así, indulgentes: Gabriela Mistral: la maestra de Elqui de Marie-Lise Gazarian-Gautier y Gabriela Mistral pública y secreta de Volodia Teitelboim. De acuerdo con Horan, el libro de Gazarian-Gautier se adscribiría a la hagiografía, y el de Teitelboim –tanto encono le tiene que lo menciona cinco veces solo en el primer tomo– estaría escrito con ánimos patrióticos. Es contra la silueta de la Mistral hija del Chile profundo –quien, según Horan, volvió muy poco a su tierra natal cuando hubo alzado vuelo en los dominios de la poesía y la diplomacia– que creció la necesidad de recuperar su azarosa trayectoria. Es en contra del esbozo de una mujer libre de pecado y contradicciones –retrógrada estrategia de Gazarian-Gautier de sintetizar tan poliédrica existencia– que se justifica la empresa de una biografía compleja y multifocal, consecuente con el tamaño del personaje y su obra.

Sin haber leído estos proyectos aparentemente fallidos, queda claro que la propuesta de Horan nace de una profunda curiosidad intelectual, aunque también con un abierto ánimo reivindicativo. En principio nada de esto es incorrecto o censurable: después de todo, es cierto que la tradición biográfica angloparlante es más potente y concurrida que la latinoamericana, aunque dudo mucho que esto se haya conseguido gracias a la centralidad de las identidades fluctuantes raciales y de género, sea lo que sea que Horan haya querido decir. No hay nada de pernicioso en volver sobre una figura literaria capital a la luz de la aparición de nuevos documentos que retocan su existencia. Los dolorosos años de infancia, entre la pobreza y el rechazo de sus compañeros, por ejemplo, merecen una revisión permanente de las estrategias y los bríos con que se levantó una maestra de provincias cuya ambición, talento y sagacidad consiguieron trenzar una nutrida red de contactos, amistades epistolares y diálogos de alto nivel que no mucho más tarde la auparían hacia los centros de discusión literaria y contactos diplomáticos.

Por supuesto: se notan años de preparación, decenas de entrevistas, lecturas apasionadas y contrastadas sobre hechos centrales de la niñez y formación de la poeta, además de una especial sensibilidad por el paisaje que la abrazó durante sus primeros años. Cuando no está descrito de modo empalagoso y con ánimo de guía de viaje, el entorno natural que arropó a la poeta traslada la majestuosidad de las montañas, la nitidez de los ríos, los vientos ingobernables y las salidas y puestas de sol que tanto emocionaron a biografiada y biógrafa.

En cualquier caso, la traducción al español del primer volumen de los tres que componen el proyecto biográfico de Horan es una excelente noticia. Menos porque pone sobre la mesa la necesidad de relectura de una obra que acaso no ha resistido al embate de los años que por ser un nítido resultado de vicios y paradojas que aquejan a la crítica literaria contemporánea. Sin necesidad de detenerse demasiado en esta versión descuidada, donde de modo frecuente saltan erratas y decisiones incorrectas de volcamiento al español, la enorme empresa de Horan hace aguas por problemas, digámoslo así, políticos. Por decisiones que tienen que ver con la aceptación tácita de parámetros de lectura que se piensan y se celebran democráticos, progresistas, incluso vanguardistas, y que, no obstante su prestigio y difusión masiva, terminan por ser tácticas para posesionar la hegemonía de una forma de leer –lo diré mejor: tácticas para posesionar una lectura dependiente de sensibilidades políticas coyunturales– que señorea, vigila y disciplina esa subalternidad que tanto dice defender.

Como a la autora mucho le preocupa la sexualidad de Mistral, bien puede comenzarse la lista de agravios al rigor a partir de esta entrada. Parece que, para Horan, Gabriela Mistral no fue una mujer que gustó, amó y deseó a otras mujeres. Mistral fue queer. Sí: en los tiernos inicios del siglo XX. Las parejas que tuvo –mujeres que fueron custodias del archivo de la poeta, más una con quien, además, crio a un niño– no fueron ni sus amantes ni sus compañeras: fueron sus secretarias, albaceas, herederas. El repertorio de disidencias y formas de expresar distancia respecto de la heterosexualidad dominante en el Chile de cambio de siglo requiere, al parecer de la biógrafa, ser explicado y traducido a la terminología de los estudios culturales más recientes. En suma, a la poética del escabullimiento que tanto estimula a esa instancia profesoral que es, las más de las veces, autoritativa, y las otras –especialmente cuando se trata de un sujeto que no procede de los núcleos de conocimiento y riqueza– condescendiente. Según el crítico cubanoestadounidense José Esteban Muñoz, a quien Horan cita, lo queer “ha existido como insinuaciones, chismes, momentos fugaces y performances que están destinados a ser presentados en forma colaborativa, es decir, interactuados por performers y un público que comparten la misma esfera epistemológica”. ¿Aporta esta palabrería a la comprensión de la experiencia erótica y afectiva de Mistral en un contexto asfixiante, prejuicioso y católico? ¿En un medio andino, latinoamericano, muy distante –entonces– de la terminología relativista y oscurantista propia del giro lingüístico de fines del siglo pasado? Me temo que muy poco. Además de la supuesta prestancia intelectual que confiere el uso de ciertos autores o teorías, el empleo indiscriminado de conceptos o categorías que sintetizan experiencias como las de Mistral resulta ahistórico, impreciso y poco proclive a entender condiciones de ejercicio de la sexualidad que fueron, por decir lo menos, bastante distintas.

Los conceptos no existen sin el marco histórico que les concede sentido, pertinencia, potencia. No flotan sueltos, libres de penetrar una oración para volverla intelectualmente más desafiante. Y los sujetos –esto lo sabe Horan, quien ha revuelto correspondencia, archivos, entrevistas y otras biografías– se objetivan en la relación con su medio. A través de las gentes con quienes establece una permanente negociación por decodificar lo que se les presenta. Tal vez por esto resulte prescindible entender a Gabriela Mistral a partir de las tres citas de Paul B. Preciado o de las alusiones a Jack Halberstam. Más aún: por eso mismo es necesario, imperioso, recuperar una hermenéutica que no sea subsidiaria de las más recientes tendencias discursivas. En ese espíritu supuestamente democrático se esconden otras formas de dominación y vasallaje. O quizá, de forma más inocente, conatos de pereza. ~

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es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.


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