Retrato: Jonathan López

María Virginia Estenssoro Una aureola de maldad

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María Virginia Estenssoro tenía 34 años cuando publicó en 1937 su primer libro, El occiso, un volumen de tres relatos dedicado a la memoria de Enrique Ruiz Barragán, su compañero que acababa de morir de manera trágica. El occiso se agotó casi de inmediato, pero no por razones literarias: la clase alta de La Paz quedó profundamente escandalizada por un libro que hablaba de una relación amorosa fuera del matrimonio y del aborto voluntario de la narradora, y que se leyó como si se tratara del testimonio autobiográfico de María Virginia Estenssoro. Quizá la autora haya intuido lo que se le venía encima cuando escribió en el epígrafe “Este libro es una crucifixión y un inri”.

Después del tsunami que significó su primer libro, Estenssoro no volvió a publicar ninguna otra obra en vida, y El occiso no tuvo una reimpresión en más de treinta años. Fueron sus hijos, Irene Cusicanqui y Guido Vallentsits, quienes publicaron la segunda edición de El occiso en 1971, al año siguiente de su muerte, y se la dedicaron “a los mojigatos, a los tontos, a los moralistas inquisitoriales, a los frailes ignorantes de 1937, a las beatas bondadosas, ingenuas y limitadas que permitieron la venta inmediata y total de la primera edición”. Los hijos también se encargaron de publicar, a lo largo de dos décadas, otros cuatro tomos con sus cuentos, poemas y otros textos inéditos. Tendrían que pasar aún algunos años para que la crítica reconociera a María Virginia Estenssoro no solo como una artista provocadora, sino también como una de las pocas voces del movimiento vanguardista boliviano, junto con –entre otros– la orureña Hilda Mundy y la paceña Yolanda Bedregal.

Nacida en La Paz en 1903, Estenssoro fue una mujer muy culta, de porte imponente y audaz, que se casó a los veintiséis años con un hombre del que se comentaba que era un noble europeo, y con quien recorrió el mundo durante varios años. Tiempo después regresó a Bolivia divorciada y con un hijo, y se convirtió en columnista de diferentes medios y profesora de francés y de historia de la música en el Conservatorio Nacional. Su presencia, dicen los que la conocían, no pasaba inadvertida: era “un volcán en erupción”, una mujer de voz profunda y varonil que gustaba de desafiar a la sociedad conservadora de su época, que fumaba en público cuando pocas mujeres se atrevían a hacerlo y que usaba un maquillaje muy pronunciado. Fue a su regreso a Bolivia cuando empezó una relación con Ruiz Barragán que duró aproximadamente de 1933 a 1936. Tras la muerte de Ruiz Barragán se casó con el escultor Andrés Cusicanqui; este redactó un curioso epílogo a El occiso en el que por una parte lamenta que la autora haya escrito esos cuentos inspirados por su anterior pareja (“era mejor leerlos en su alma”), pero por otro lado celebra que “ser indiscreto es ser feliz”.

El occiso es un libro misterioso e inclasificable; mientras que “El cascote” y “El hijo que nunca fue…” tienen una estructura más reconocible de cuento (aunque son adelantados en su retrato de una mujer que no se arrepiente de su relación con un hombre casado, y que luego es capaz de abortar al hijo de este), el primer texto, “El occiso”, no se parece a nada que se hubiera hecho antes en Bolivia: como señala Eduardo Mitre, sus párrafos brevísimos similares a versículos bíblicos y su cadencia lo acercan a la poesía, y su temática metafísica y ontológica lo distinguen de la literatura realista social en boga durante la época.

“El occiso” comienza con una paradoja, un hombre que “despertó muerto” en su ataúd: “Era el occiso, el difunto pálido, el extinto lívido.” El occiso estaba atrapado no solo en su tumba, sino en una nueva realidad espacio-temporal: “El hombre resurgía en el muerto, y soñaba como hombre que fue, no como larva que era, como fantasma que nacía.” Mientras el occiso se enfrentaba al pavor de lo inconmensurable, mientras navegaba “el sueño clorofórmico” entre difusos recuerdos y sensaciones del pasado, en su cuerpo se operaba un festín macabro: “Eran los gusanos que se lo comían como pulpos ávidos, como vampiros insaciables y voraces… Eran sus cuerpos anillados y blanduzcos, que le chupaban todo el ser, con besos asquerosos de encías desdentadas…” Hay algo caníbal en el texto de Estenssoro, un regodeo febril en esa carne asolada por las bullentes lombrices, como si a través de la escritura pudiera convocar el cuerpo del amado y devorarlo hasta la médula, extraer de él la última gota de sangre antes de cederlo a la inmensa Nada. De hecho, el gusano que chupa “el único cuajo de sangre que quedaba” del occiso le arranca una última sensación erótica antes de su transición a su nueva realidad como fantasma: “Y el grito del occiso al terminar, fue un grito de espasmo, una convulsión de placer. Fue como la postrera eyaculación.”

A partir de entonces el occiso abandona todo vínculo con lo humano y existe como niebla que vaga entre los siglos. La escritura de Estenssoro evoca paisajes tenebrosos, surrealistas y de gran belleza: “Y esa niebla atravesó, en una navegación flotante e inmóvil, países melancólicos y espeluznantes, con arborescencias fosfóricas y fúnebres, con florescencias monstruosas. Países de alas de murciélago, de jarales donde pájaros de largos picos duros y animales montaraces dormían pesados sueños seculares. Países de búhos disecados; de culebras de escamas nieladas; de lagos bruñidos como acero, sin ondas y sin murmullos y ríos vinosos como sangre coagulada que no tenían corriente.”

Si “El occiso” da cuenta de lo que ocurre con el amado en el océano de la muerte, “El cascote” regresa a un plano material en el que la mujer debe encarar el duelo y la ausencia en una sociedad que condenaba la relación: “saber que él también tenía, allí cerca, en otra casa tal vez próxima, su mujer y sus hijos… Haber esgrimido en los salones la ironía, la sonrisa, el elogio; haberse defendido con hábiles frases irónicas y oportunas; tener él un prestigio de cínico, tener ella una aureola de maldad…”. María Virginia Estenssoro, artista en un medio estrecho de miras, iba rodeada de esa misma “aureola de maldad”, tachada de licenciosa por haber transgredido con su escritura el papel doméstico de la mujer y por haber hablado de temas tabú para su sociedad y su clase. En “El hijo que nunca fue…”, la narradora decide abortar al hijo producto de su relación con el amante fallecido; lo que se requiere para tomar la decisión de “acuchillarse las entrañas y asesinar su propia vida” es un valor “grandioso e infernal”. Según las críticas literarias Virginia Ayllón y Cecilia Olivares, “es en este texto donde se plantean ideas muy cercanas a lo que después se denominará ‘el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo’”.

El coraje de Estenssoro debe haber sido grandioso e infernal para haber publicado un libro así de transgresor en La Paz de los años treinta. En textos posteriores como “Camelia Bruna” persiste la visión de la mujer artista como un ser que está más allá de la moral y las costumbres burguesas: “¿Qué haría en ese momento aquella mujer extraordinaria? Debía estar leyendo a Baudelaire o escuchando a Debussy. ¿O estaría fumando ‘haschich’ en una pipa incrustada de turquesas?” Sin embargo, la mujer que se aparta de la norma paga un alto precio por su infracción: en “El hijo que nunca fue…” la que aborta escucha en su cabeza la voz del hijo, que es la voz de su propia conciencia culposa, y en “Fuga” la mujer que abandona un matrimonio poco satisfactorio para huir con un amante acaba muerta en una cuneta.

Más adelante, el encarcelamiento de su hijo Guido Vallentsits, que se unió a la guerrilla del Che Guevara, hizo que María Virginia Estenssoro se distanciara para siempre de Bolivia: se quedó a vivir en São Paulo hasta su muerte en 1970. La persecución política de su hijo la afectó enormemente y la llevó a renegar por completo de su vida anterior, que ella misma describió como “egoísta, parasitaria, indiferente a los grandes problemas de los humanos”. Sin embargo, el arte no se nutre necesariamente de buenos sentimientos, y su literatura más comprometida con los problemas sociales no es tan original como el deslumbrante y enigmático El occiso. En su poema “Yo también tuve un hijo preso” (1967) hay un regreso a un rol femenino más tradicional, el de la madre abnegada y sufrida: “Madame Debray: / Yo también tuve un hijo preso / y agonicé crucificada sobre ese hijo.” Ayllón y Olivares incluso señalan una veta reaccionaria en una de sus últimas obras, Criptograma del escándalo y la rosa, un libro que oscila entre la crónica, la biografía y la novela: aquí Estenssoro manifiesta su rechazo por las mujeres que ocupan posiciones a las que antes no tenían acceso y critica la música de los jóvenes.

El occiso no ha vuelto a ser reeditado desde 1971, por lo cual es casi imposible conseguirlo y apenas circula en pdf. Eso ha hecho que la obra de Entenssoro permanezca en una suerte de limbo: en las lecturas críticas su nombre es apuntalado como clave para entender el movimiento vanguardista en Bolivia; sin embargo, como su obra no se encuentra en librerías, es todavía una desconocida entre los lectores, y hay pocos escritores que la mencionen. No se puede decir, por ello, que sea considerada una autora canónica; más allá de la crítica, el siguiente paso necesario será redescubrirla –o mejor, descubrirla– a partir de nuevas ediciones de sus libros. ~

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(Santa Cruz, Bolivia, 1981) es escritora. Estudia el doctorado de literatura comparada en Cornell, Nueva York. Este año publicó el libro de relatos Vacaciones permanentes (Tropo editores)


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