El Día del Trabajo, que en Estados Unidos se celebra el primer lunes de septiembre, marca un hito en el largo y sinuoso camino hacia toda elección presidencial en ese país. Después de las convenciones nacionales de los dos partidos y de las semanas posteriores a las primarias, es el momento en el cual los votantes –particularmente los indecisos e independientes, que hoy determinan las elecciones– empiezan a enfocarse en la contienda y es también cuando las encuestas –ante todo las que se levantan en los estados bisagra capaces de inclinar la balanza– reflejan de manera más fidedigna la intención de voto. Pero, este año, el arribo de septiembre fue muy distinto. De entrada, puso en escena una campaña que venía de sufrir un golpe de timón y que, para todo propósito, apenas iniciaba después de una “reseteada” histórica y dramática con la candidatura de Kamala Harris.
Hace apenas dos meses, Trump actuaba como si ya hubiese ganado las elecciones. Incluso se llegó a hablar de su victoria contundente. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, este quedó descolocado por el ascenso vertiginoso de la vicepresidenta y, de repente, se convirtió en el candidato “viejo” que no sale de su perorata habitual y trillada. Desde que se anunció su candidatura, Harris cogió tracción y capturó el momentum electoral con un arranque de campaña ejecutado casi a la perfección, lo cual le permitió al Partido Demócrata repuntar en las encuestas. Repunte que, además, se reconfirmó poco después con el enorme éxito de la Convención Demócrata en Chicago. Como candidato, Biden había obtenido el apoyo de entre el 80 y el 85 por ciento de los votantes registrados como demócratas, mientras que los votantes poco motivados se inclinaban por el Partido Republicano. Por su parte, Harris está obteniendo el apoyo del 90 al 95 por ciento de los votantes demócratas (muchos de ellos jóvenes) y los votantes poco motivados están terciando un poco más a favor de la vicepresidenta.
Ninguno de los dos partidos políticos en Estados Unidos había confrontado antes un escenario como este: un presidente en funciones, ganador de las primarias, que en la antesala de su convención renunciara a ser nominado y propiciase un cambio de candidato de último minuto a una nueva contrincante conocida, pero de la cual no hubiera percepciones enquistadas entre el electorado. Harris es la primera vicepresidenta en funciones de cualquiera de los dos partidos que contiende por la Casa Blanca desde que Al Gore lo intentara en el 2000. Pero al no tener que presentarse de nuevo –como lo hizo en 2020– en una elección primaria y al ser ungida como candidata después de que los republicanos apuntaran toda su artillería para atacar y encasillar a Biden, tuvo la oportunidad única de redefinirse ante el electorado.
La metamorfosis de Harris –de ser una vicepresidenta cuestionada, atrincherada y casi invisible a ostentarse como una candidata eficaz, atractiva y capaz de generar entusiasmo en las filas de su partido– no es sino más que espectacular. Yo conocí bien a la ahora candidata durante mis frecuentes viajes a California como embajador en Estados Unidos cuando ella era la fiscal general del estado. Cada vez que pasaba por San Francisco o Sacramento, encontrábamos el espacio para reunirnos, sobre todo, para hablar de los temas bilaterales de procuración de justicia vinculados al crimen organizado y al narcotráfico procedente de México, así como también a las armas que partían de California hacia nuestro lado de la frontera.
La Kamala Harris que saltó a escena y que en cuestión de días se aseguró el respaldo de los delegados de su partido para convertirse en candidata de facto, esa que brincó al templete en la convención en Chicago, es precisamente la Kamala Harris con la que interactué en California: telegénica, segura y con agallas. Gracias a ella un partido que semanas antes estaba dividido –y que después de la actuación de Biden en el primer debate presidencial se había sumido en los paroxismos del pánico– emergió de la Convención en Chicago como un ave fénix: fuerte, unido y con niveles de entusiasmo que yo no había visto en sus convenciones desde que estuve en Denver en 2008, cuando Barack Obama fue ungido como candidato presidencial.
Debido a esa metamorfosis es evidente que Harris ha aprendido de los errores de Hillary Clinton en 2016. Aunque Harris sería la primera mujer presidenta, y además de color, no ha convertido su identidad en el eje central de su campaña o narrativa. En 2016, la campaña de Clinton acuñó como lema “Estoy con ella”, lo cual hacía que todo girara en torno a la candidata y su momento histórico. El tono de la campaña de Harris consiste en transmitir, más bien, que “ella está contigo”; que sea Trump quien convierta el 2024 en una batalla identitaria. Incluso logró arrebatarle el monopolio de la bandera estadounidense con que acapara el mercado del patriotismo. El hecho de que Harris subiera al escenario en Chicago entre cánticos de “USA, USA” desde un recinto en el cual ondeaban miles de banderas estadounidenses fue casi surrealista. Ese siempre había sido el script republicano. En 2008, Obama fue criticado por no llevar un pin de la bandera en la solapa. Harris nunca se presenta en público o privado sin él. Y el contenido de su discurso relativamente breve (menos de la mitad de la perorata de Trump en Milwaukee el mes pasado) reflejó este pragmatismo. Harris no intentó esa noche hacer campaña en poesía, sino que les habló a los electores en prosa. Su discurso fue despiadadamente centrado. Harris logró lo que un discurso de aceptación debería hacer, pero que rara vez logra: envolvió la historia de su vida en el tema más amplio de su campaña: “No vamos a dar marcha atrás”, lo cual subrayó que la nostalgia no puede erigirse como política pública. Con la llaneza de una fiscal expuso la “oportunidad fugaz” que tiene Estados Unidos para salvar su democracia.
El efecto fue inmediato porque de golpe y porrazo reconfiguró la hoja de ruta demócrata (y por ende la de Trump y el Partido Republicano) para intentar ganar el Colegio Electoral. Mientras que hasta antes de su renuncia a la candidatura Biden iba por detrás de Trump en los siete estados bisagra en disputa (Pensilvania, Carolina del Norte, Georgia, Michigan, Wisconsin, Nevada y Arizona), en septiembre Harris ya iba ligeramente a la cabeza en seis de ellos y empatada con Trump en uno, Arizona. Mientras que para Biden el tablero de ajedrez se había reducido a ganar sí o sí los tres otrora bastiones demócratas de Pensilvania, Michigan y Wisconsin, Harris volvió a poner sobre ese tablero a tres estados que se daban por perdidos con Biden, a saber Arizona, Georgia –que el presidente le arrebató al Partido Republicano en 2020– y Nevada, más otro, Carolina del Norte, que el último demócrata en ganarlo había sido Obama en 2008. Pero debido a la ventaja estructural con la que cuenta en cada elección presidencial el Partido Republicano en el Colegio Electoral, una carrera en la que Harris lidera en septiembre a nivel nacional por dos a cuatro puntos porcentuales equivale, para todo efecto práctico, a un duelo a navajazos al interior del baño de un avión. No obstante, la mera perspectiva de que el mapa electoral se haya ampliado para los demócratas –en lugar de reducirse– fue en sí misma un cambio singular propiciado por su candidatura.
En este sprint camino a las urnas el próximo 5 de noviembre, tenemos una elección que está en el aire. Y al igual que la “esperanza” de Obama en su momento, el “entusiasmo” que Harris descorchó no ganará por sí mismo la elección. Pero qué duda cabe de que la nominación de Harris ha cambiado de golpe la campaña. Y si el camino a Chicago y la convención misma nos sirven de guía, quizá puedan marcar la diferencia al final del día. El optimismo es poco frecuente en la política, pero, cuando aparece, resulta asombroso. Hoy ha irradiado al Partido Demócrata. Eso no quiere decir que el resultado del 5 de noviembre esté cantado. Esta sigue siendo una elección muy cerrada en un país brutalmente polarizado. Pero la historia ha demostrado en repetidas ocasiones que los candidatos ganadores suelen ser los que mejor pueden definir quiénes son, contra quién compiten y de qué se trata la elección. Y si bien las elecciones se ganan con los votantes de hoy, suelen tratarse (no obstante Trump, López Obrador y Brexit, ejemplos de excepción a la regla) también del futuro. Y Harris, en este momento, ha capturado el futuro en el imaginario colectivo de los demócratas y de parte importante del país. ~
(Ciudad de México, 1963) es consultor internacional y embajador de México. Fue el embajador mexicano en Estados Unidos de 2007 a 2013.