“¡Bonga!, ¡Tonga!, ¡Lembo!”

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Fue o será una secta inofensiva, personas pobres de espíritu/dinero, abandonadas por sus familias o viceversa, sin amigos ni ilusiones. Según la clasificación académica usual la mayoría entraban en el apartado 2637BB: “Gente a la que nadie escucha nunca”, y también en el 2653ab: “Con baja o nula autoestima.” Muchas de estas personas reconocieron en diversas circunstancias, según informes escrapeados al azar, que en su infancia fueron anuladas por alguno de sus progenitores o por ambos. Algunas procedían de experimentos prohibidos. Una de ellas declaró: “Me crié en el riñón de un cerdo.”

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Las redes y los algoritmos obran milagros y estos seres encontraron la forma de compartir su dolor y sus soledades. Hay que decir cuanto antes que los autores de este apunte no aceptan el rumor que niega la humanidad 100% a los miembros de la secta; por supuesto, esos autores dejan claro que la ausencia o mengua de humanidad no sería en ningún caso algo peyorativo o deleznable, tanto más cuanto que ellos mismos son en gran parte –aunque indican, como es preceptivo, la proporción–, bots.

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De todas formas el origen de la secta es dudoso y los propios miembros cuentan historias que se remontan a la enrarecida mitología local. Por ejemplo, una de las mayores dignatarias se reclama “hija y biznieta del sofrón peludo”, del que apenas hay referencias (a veces se relaciona por analogía con el “totón felpudo”). También aparece en el origen el libro de Francisco Ferrer Lerín Mansa chatarra, en edición de José L. Falcó para Jekyll & Jill, impreso en 2014 en la ya desaparecida, por jubilación de sus añorados propietarios. Sansueña Industrias Gráficas de Zaragoza; las palabras que definen la fundación de la secta y que han usado como lema y quizá como contraseña aparecen en la página 140, al final del texto de Lerín titulado Cigomar, y dicen: “¡Bonga!, ¡Tonga, ¡Lembo! ¡Bonga!, ¡Tonga!, ¡Lembo!”

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Al principio estas personas apocadas encubrían sus reuniones hablando de cine en general pero al fin se centraron en dos únicas películas: la primera que dirigió George Lucas en 1969, thx 1138, que fue estrenada en 1971, y Los cronometradores de la eternidad (Aristotelis Maragkos, 2021). Estas películas, junto a algunos pasajes del libro de Lerín, son las únicas pistas de la inspiración doctrinal de la hermandad que, de puertas a fuera, y debido al éxito y al gran número de acólitos que se enrolaron en ella, enseguida fue cofradía y luego agrupación folclórica.

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La cinta de George Lucas thx 1138 es una alegoría distópica con ingredientes de Orwell, Huxley, Kafka, Lang, Zamiatin: la humanidad vive bajo tierra y todo –consumir y trabajar– está sometido a incesante control; el personaje que encarna Robert Duvall quebranta las normas al enamorarse, es castigado y, al final, tras tediosas peripecias lastradas por la alegoría, consigue salir a la superficie. Hoy produce malestar por su absoluta vigencia, el exceso de plástico, el color blanco y el vacío.

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La otra película fundacional llegó con la secta ya madura y provocó (quizá en otro orden) un motín, un cisma y una revolución. No es extraño que The timekeepers of eternity fascinara a los conjurados: para la gente del libro y/o curtida en la soledad es una película hipnótica, irresistible, que inyecta un desasosiego insuperable. Montada con imágenes impresas en papel, es un filme de fotocopias, una animación fascinante de la serie estrenada en los años noventa y basada en el relato de Stephen King “The langoliers”. Es como ver una película de papel, incluso salen las manos que recortan y encolan el collage, sin interrumpir la trama, que no se puede olvidar. Cada plano está arrugado, tronzado, perforado por inquietantes agujeros en los que asoma un ojo, un pasado, un túnel del tiempo. Es una extrusión de Buñuel. (La primera parte de El salario del miedo, de H. G. Clouzot, 1953, también encandiló a los sectarios).

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Al parecer, la facción ganadora impuso la película de papel como dogma de fe y desde entonces, hace dos años según el cómputo usual (que la secta no acata), los adeptos viven en ese mundo atroz como los protagonistas, atrapados en un mundo vacío, en un aeropuerto y en un tiempo nulo. La ficción de King prefigura las no vidas que unen a los miembros de la secta. También los esclavos tipo Metrópolis de la película de George Lucas habían sido privados de sus vidas, pero la de King adaptada por Aristotelis Maragkos es más aterradora porque no tiene salida, es una pesadilla metafísica tan real como el papel que la contiene.

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Todo esto está disperso en la red y cualquiera puede rastrearlo, pero ayer o mañana (nadie es inmune a la película de Aristotelis Maragkos y al texto de Stephen King) los redactores de este informe encontraron –o ella les encontró a ellos– a una de las personas represaliadas y expulsadas tras las revueltas. Su aspecto, como imponen los peores rumores, es de emoticono animado: apenas tiene espesor, es un código inquieto, unas líneas de signos que lleva y trae la brisa, una cinta de Moebius.

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Como indican los autores en este párrafo de obligada inserción, la mera mención de la secta o agrupación folclórica convierte a quien la cita (o la piensa, su poder fue o será enorme) en adepto de la misma. (Eso sí, es o será miembro durmiente, que podría seguir con su vida normal hasta que decidan activarlo.)

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Para entrar en la fratría basta con ver alguna de las dos películas. Cada una conduce a una de las ramas en que se escindirá o escindió la secta. Una concede la salida a la superficie, a una vida al aire libre sin el cerco totalitario (su tiempo es lineal); la otra condena a un bucle en el mejor de los casos incierto. Ambas son la misma. (Para salir, igual que para entrar, hay que recitar el lema inicial en orden inverso.) ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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