Ilustración: Martìn Elfman

Bots, el Bronco y la democracia en tiempos de Facebook

A principios del siglo XXI no era difícil pensar en internet como un espacio inédito para la participación ciudadana. El ágora frenética en la que se ha convertido en nuestros días hace ver a la red como un desafío para la democracia.
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Zapatismo cibernético

A algunos mexicanos nos gusta creer que la nuestra fue la primera revolución triunfante del siglo XX, que con las tropas de Villa y Zapata entramos a la modernidad abriendo brecha en 1910 a la liberación de nuestra sociedad y de otras. La historia no es completamente cierta pero tampoco es del todo falsa ya que las revoluciones rara vez comienzan con un banderazo de salida. Paraguay tuvo una revolución liberal en 1904 y al año siguiente Argentina, Rusia, el Tibet e Irán tuvieron las suyas. La cronología no es destino y las victorias no son lo que parecen, y menos a la distancia de más de un siglo de desilusiones y catástrofes políticas. En cambio, si se trata de ser pioneros, tenemos que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional fue el primero en utilizar el ciberespacio, en 1998, para difundir su mensaje y comunicarse con el mundo más allá de la selva Lacandona y a través del cerco gubernamental. Contrariamente a lo que algunos imaginan, los zapatistas en la selva no tenían servidores, salas de cómputo, antenas o teléfonos satelitales, ni siquiera contaban con laptops conectadas a la red con un módico módem telefónico. Lo que crearon fue una ingeniosa red analógica-digital que consistía en transportar a pie, en coche o burro, comunicados y mensajes escritos en papel, hasta poblaciones donde eran dictados por teléfono a activistas y militantes de varias onegés en México y Estados Unidos, quienes tenían acceso a internet, en cibercafés o universidades, y que posteaban los documentos en listas de correos. Como escribió Diana Kowal, de la Universidad de Pittsburgh: “Este grupo usó internet para agitar, promulgar su autonomía, crear una identidad colectiva y, finalmente, generar apoyo mundial por su causa al tiempo en que se protegían de represalias del gobierno mexicano.”

((Kowal, Donna M., “Digitizing and globalizing indigenous voices: The Zapatista movement”, incluido en Critical perspectives on the internet, editado por Greg Elmer, Lanham, Rowman & Littlefield Publishers, 2002, p. 106.
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 Por esto, los zapatistas se convirtieron en el icono de la guerrilla posmoderna, una que lucha con las armas y con las tecnologías de comunicación e información. A partir de aquella experiencia muchos otros grupos armados y pacíficos han empleado las comunicaciones digitales para difundir su mensaje, organizar acciones e incluso, en algunos casos, atacar con herramientas computarizadas a gobiernos e instituciones para robar información, incapacitar y paralizar dependencias. La democracia llegó a la red por la vía de la insurrección.

Pornografía y plazas virtuales

Resulta redundante extenderse en la manera en que ha crecido nuestra dependencia de internet en los últimos veinte años. Si bien, por un lado, la popularidad de la red se debió a la pornografía, uno de los mayores motores de innovación y adopción de tecnologías, por otro, la aparición y masificación de las redes sociales fue un gigantesco magneto que atrajo a miles de millones de personas de todos los niveles sociales, económicos y culturales a tener una presencia en línea. Las redes sociales ofrecían un sentido de comunidad y pertenencia, y en poco tiempo se fueron configurando en forma de plazas públicas virtuales, espacios de discusión, chisme y acoso. La sociedad mexicana no tardó en adoptar estos foros, principalmente Facebook, Twitter e Instagram, convirtiéndolos en verdaderas bitácoras, relicarios y confesionarios de creencias, ideologías, afiliaciones, pasiones y fobias. Era posible imaginar a mediados de la primera década del siglo XXI que estábamos en la antesala de una ciberdemocracia, una sociedad civil en la que los usuarios tendrían la oportunidad no solo de opinar sino de participar directamente en la toma de decisiones gubernamentales. Ejemplos de campañas populares en línea que se volvieron virales son: #Yosoy132, No+Sangre y #YaMeCansé, entre otras.

No obstante, en vez de desarrollarse de manera equilibrada y constructiva esta “nueva democracia” en línea se ha vuelto un ágora frenética, un espacio activo las veinticuatro horas de los siete días de la semana, que si bien ofrece la posibilidad hipotética de discusiones racionales y sensibles en torno a los asuntos importantes de la sociedad, también es un patíbulo público o una picota. Es el sitio donde la turba impone castigos brutales a quienes percibe como infractores y donde se explotan las debilidades y fallas personales como entretenimiento. En poco tiempo se convirtió en la tierra prometida de la exhibición vergonzante, del bullying y de la superioridad moral. La esencia pornográfica de sus orígenes marcó su identidad.

Más que ser medios de expresión política, las redes sociales son un recurso de canalización de la frustración así como del troleo y la confrontación (con el beneficio que da el anonimato). Los debates que surgen ahí pocas veces tienen que ver con política en sí y están enfocados en acusaciones, denuncias e insultos. Esto hace que las discusiones sean tan incendiarias como fugaces, ineficientes y rabiosas. Al mismo tiempo, estas respuestas emocionales fluctúan con asombrosa regularidad. A pesar de todo, este es un espacio público desgarrado por una fuerza que apunta hacia la universalidad y la concientización, y por otra fuerza antagónica que tiende al cinismo desparpajado y el cibernihilismo.

Digitalizar el control

México es un “mercado político” paradójico, ya que se trata de una democracia frágil con un sistema de encuestas moderno y eficiente. La participación en redes sociales es relativamente intensa y amplia, sin embargo, los mecanismos electorales siguen siendo rudimentarios y deliberadamente falibles. Aquí la gran mayoría de los políticos, incluyendo el presidente, utilizan sus cuentas de Twitter y Facebook como extensiones de sus canales de comunicaciones, reproduciendo de forma rutinaria en esas plataformas boletines de prensa, sin hacer el menor esfuerzo de imaginación, recitando mensajes llanos y burocráticos. Esto pone en evidencia su incapacidad de interactuar con sus seguidores y críticos, de establecer diálogos y de hacer de sus propuestas material de debate y búsqueda. Solo unos cuantos políticos han entendido que en esos medios es necesario emplear otro lenguaje y otra actitud: desde relajar la solemnidad hasta abandonar la condescendencia. Sin embargo, en vez de trabajar en eso, varios han optado por convertir su presencia en línea en una agresiva maquinaria de control.

En muchos sentidos el ciberespacio sigue siendo como el viejo oeste y si bien hoy en día los políticos no pueden darse el lujo de no tener presencia en las redes sociales, no hay fórmulas ni recetas precisas de cómo presentarse y vincularse con los cibernautas. Sea cual sea el corte de la campaña digital debe quedar claro que este es un medio donde el público se apropia de contenidos que manipula, reproduce y de los cuales se vuelve cocreador, en el proceso de viralizar, descalificar o engendrar memes. Por otro lado, la red es una mina aparentemente inagotable de datos que pueden ser aprovechados para influenciar al público e invertir de manera eficiente recursos al canalizarlos a estrategias específicas.

La apatía histérica

La hipótesis del slacktivismo (que podría traducirse como activismo de sofá) sostiene que cualquier interacción política en línea tenderá a ser frívola y breve. Las plataformas digitales no pueden sostener la atención del público por más de unos cuantos clics y en muy pocos casos dan lugar a un compromiso político auténtico o a que el cibernauta corra riesgos reales por sus ideas. Así lo que se puede esperar son apoyos efímeros y ráfagas de entusiasmo seguidas por desinterés abúlico. La ilusión de participación puede ser más nociva que la apatía ya que se crea la simulación de compromiso, la fantasía de la politización que se vuelve una distracción más en un tiempo de déficit de atención epidémica. Los usuarios llegan al ciberespacio cargando un bagaje de certezas y creencias que difícilmente son modificadas. Así que el desafío es manipularlos, a veces mediante enormes inversiones para que acepten versiones alternativas de la realidad, con el fin de impulsar candidatos o campañas, o bien de sabotearlos. No podemos olvidar que, con todos sus defectos, las redes sociales no pueden ser compradas en el sentido tradicional, como se soborna a directores de periódicos, de estaciones de radio o de canales de televisión. En principio no hay forma de pactar con Twitter para obtener una cobertura positiva y los mecanismos de control del acoso que emplean estas redes son muy disfuncionales.

Por su naturaleza internet no cuenta con sistema alguno de verificación de la autenticidad de la información que se postea. Las redes sociales se han convertido en las principales plataformas de desinformación y todos sus esfuerzos para regular lo publicado y verificar fuentes han fracasado en gran medida. Internet es un gran laboratorio en el que cada usuario es un conejillo de indias en potencia para ser influido y transformado, pero estos experimentos están muy lejos de ser una ciencia exacta. Los administradores de opinión siguen obsesionados con repetir milagros de impacto como el que logró Obama en su primera campaña presidencial, la cual resultó un hito en el uso de la red como herramienta de marketing político, o bien lo que hizo el equipo de Trump en su elección en 2016. Es para- dójico y revelador que dos campañas antagónicas pudieron cumplir con el objetivo seduciendo, a veces a las mismas demografías, con discursos diametralmente opuestos: mientras la de Obama fue incluyente, mesurada y esperanzadora, la de Trump fue sectaria, histérica y apocalíptica. Del Yes we can (Sí podemos) de Obama pasamos al Only I can do it (Solo yo puedo) de Trump. Esto pone en evidencia la veracidad de aquel dogma que reza: “No se trata del candidato y sus intenciones sino del ciudadano y sus circunstancias.” Las campañas no pueden copiarse, lo que funciona en una ocasión puede fracasar de manera inexplicable en otra semejante.

Amos de la distorsión

La participación digital ciudadana chocó muy pronto con una serie de obstáculos, entre otros con el hecho de que las instituciones y los poderosos también podían tener cuentas de Twitter y muros de Facebook, y contaban con muchos más recursos para predicar sus mensajes. La gran libertad de la red es también su gran debilidad, ya que como es bien sabido: “En internet nadie sabe que eres un perro”, como señala el famoso cartón de Peter Steiner en la New Yorker (5 de julio de 1993). Muy pronto, expertos en redes, community managers, agentes de relaciones públicas y programadores comenzaron a ganarse la vida creando identidades falsas y vendiendo su presunto poder de influencia, su habilidad para manipular, engañar, pastorear y a veces intimidar. Estas agencias van desde operaciones sofisticadas que cuentan con politólogos, publicistas, psicólogos y otros expertos cuya labor en esencia es explotar expectativas e imitar la espontaneidad del usuario medio pero hacer de sus posteos, opiniones e intercambios auténticas armas psicológicas; hasta operaciones de mercenarios digitales que ofrecen ejércitos de bots,

((Un bot (de robot) es un programa que lleva a cabo funciones automatizadas, opera como agente para otros programas o imita comportamientos humanos. Los bot en redes sociales tienen muy pocos seguidores y se usan para repetir consignas o inundar servidores.
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 estrategias de ataque y contención de crisis, ataques de saturación y de desinformación, manipulación y parodia, entre otras cosas. Estos mercaderes de la propaganda de acción directa operan como una guerrilla cibernética, ya que no solamente se dedican a manufacturar y distribuir información falsa sino que también lanzan amenazas, hostigan rivales y pueden crear situaciones que van de la controversia polémica hasta a poner vidas en peligro.

Una de estas empresas que se dedica a los “servicios integrales de social media” es Victory Lab, dirigida por un individuo llamado Carlos Merlo, quien dice vender paquetes, con costo de más de un millón de pesos mensuales, para manejar las comunicaciones digitales de campañas políticas y que dice tener a su disposición alrededor de diez millones de bots. Es muy difícil comprobar la veracidad de las afirmaciones de Merlo, quien explicó en una entrevista con la cadena Univisión

((bit.ly/2on5ki6
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 que también podía dar servicios sin cobrar en efectivo pero con la promesa de que sus clientes le dieran contratos públicos una vez que ganaran. Los bots (en México ahora llamados Peñabots, porque su gobierno los ha usado de forma desmesurada) son necesarios porque aparte de sembrar y distribuir masivamente información en la redes sociales generan comentarios y provocan que usuarios reales repitan las noticias falsas, con lo que burlan los filtros y mecanismos que tratan de corroborar la legitimidad de la información, a mayor repetición, mayor relevancia, mayor exposición y efecto. Como otras formas de hackeo, esta explota la credulidad de los cibernautas. Victory Lab emplea a “sectas de tuiteros” a los que paga entre veinte mil y treinta mil pesos mensuales para generar tendencias. Merlo explica que puede pagar a Twitter para colocar una tendencia, pero las autoridades pueden exigir a la red social información sobre el dinero; en cambio, con una historia falsa o morbosa se puede generar polémica y posicionar algún trending topic sin necesidad de pagarlo. Y si la noticia falsa es retomada por algún medio serio o de prestigio entonces la información se ha “sembrado en la sociedad”. Los empleados de Victory Lab y sus similares son principalmente jóvenes con cierta formación técnica o recién egresados de carreras de computación. También tenemos escurridizas agencias de noticias falsas, que aparecen y desaparecen de manera caprichosa y distribuyen su desinformación en páginas de Facebook y posteos en Twitter. Algunas, como Argumento Político, contratan periodistas profesionales a los que hacen firmar contratos de confidencialidad para “generar una audiencia sin importar la veracidad de los textos”.

Un Bronco candidato

La candidatura de Jaime Rodríguez, el Bronco, para gobernador de Nuevo León parecía una de esas locuras improbables que a lo mucho serviría para preocupar a los partidos por las posibilidades de la interacción ciudadana a través de internet. Sin embargo, la campaña del Bronco resultó triunfadora ya que supo canalizar la atención de la población en las redes sociales, las cuales habían ganado enorme importancia al volverse versátiles herramientas de comunicación social durante los años de intensa violencia por el crimen organizado, el narco y las fuerzas del orden en el norte del país. Las redes se convirtieron en un recurso de supervivencia en ciudades como Monterrey, Reynosa y Saltillo así como en zonas rurales donde se empleaban para reportar en tiempo real lo que sucedía en las calles, ya fueran bloqueos, balaceras u otras formas de violencia. El Bronco dejó el PRI y se convirtió en candidato independiente al enfocar su campaña en atacar el sistema bipartidista PRI y PAN (los demás partidos tenían una presencia mínima en el norte) y en denunciar a los medios de comunicación tradicionales, a los cuales advirtió que de ganar les retiraría los fondos estatales, con lo que no solamente renunciaba a la cobertura sino que los antagonizaba de manera radical y definía una identidad política disidente. El Bronco tomó una postura desafiante respecto a la violencia criminal en el estado, no usó anuncios televisivos ni espectaculares –que son los recursos más comunes en cualquier campaña en México– y ganó anticipando fenómenos como los triunfos inesperados del Brexit, Trump y Macron. Estos ejemplos contradicen la hipótesis del slacktivismo, ya que, una vez creadas, estas ciberbases no perdieron el interés tras la elección sino que en buena medida mantuvieron el compromiso. La interacción con sus seguidores se sostuvo en su página de Facebook de manera vital y entusiasta. Algo semejante pasó en las llamadas “revoluciones de Twitter”, en Ucrania, Irán y la primavera árabe, las cuales independientemente de sus logros fueron resultado de la organización y las movilizaciones masivas coordinadas vía redes sociales. El caso del Bronco pone en evidencia que las redes sociales pueden ser usadas de manera útil, tanto por los políticos como por los ciudadanos, ya que ambos pueden aprender a desarrollar relaciones productivas a largo plazo, así como ejercer presión de manera personal después de la elección para que el político cumpla con sus promesas y explique sus acciones y desviaciones.

Fotos de ovnis, la sofisticación de la falsificación

Cuando a mediados de los años setenta vi por primera vez la foto de un ovni, quedé pasmado. Un plato metálico que flotaba sobre una verdísima campiña me volvió un creyente. Algunos años más tarde descubrí que esa y muchas otras imágenes similares eran simples trucos fotográficos que podían ser puestos en evidencia con cierta pericia técnica. Con la aparición de Photoshop, las fotos trucadas se volvieron más abundantes y casi imposibles de detectar. Cada día es más difícil creer en lo que vemos con nuestros propios ojos. Los avances en la manipulación de audio y video vinieron a sacudir aún más nuestras certezas. La democracia depende de una cierta confianza en la honestidad de los políticos. ¿Cómo creer en cualquier evidencia si sabemos que la realidad es plastilina en manos de los programadores? En noviembre de 2016 se presentó el programa Voco de Adobe, una herramienta que puede tomar un fragmento de audio y modificarlo simplemente con teclear palabras y ponerlas en boca de los interlocutores.

((bbc.in/2fMAO15
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 Voco promete que con tener acceso a un promedio de cuarenta minutos de audio de cualquier persona (en inglés) se puede recrear –con una imitación perfecta de la voz– cualquier palabra o frase, aunque no la haya dicho. Esto puede dar lugar a un universo de falsificaciones en el que políticos, celebridades y todos los demás podremos ser convertidos en títeres para conspiradores, propagandistas y bromistas por igual. Adobe es solo una de las empresas que están desarrollando este tipo de aplicaciones y una vez que sean comerciales difícilmente podrán controlarse. Es muy probable que la realidad de la irrealidad política de la era de la posverdad será más inverosímil que aquellas fotos de ovnis que veíamos con azoro en el siglo pasado y es casi seguro que la democracia se volverá una ilusión tan inmaterial como aquellos fascinantes platillos voladores. ~

 

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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