A la memoria de Robert Wilson

Robert Wilson (1941-2025) fue un renovador radical del arte escénico, cuya creación, vital e ininterrumpida, reconfiguró la relación entre palabra, cuerpo, tiempo y espacio.
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Quizá no se haya tenido la oportunidad de presenciar en vivo una obra de Robert Wilson (Waco, Texas, 1941-Water Mill, Nueva York, 2025), pero es muy probable que alguna de las imágenes de su teatro nos haya alcanzado. Esas escenas, donde la luz dialoga con el claroscuro como en las telas de un maestro antiguo, pobladas de figuras que parecen herederas del expresionismo alemán, nos interpelan a través de sus rostros siniestros, clownescos, provenientes de un espacio donde la realidad se ve completamente enrarecida, como en un sueño o pesadilla.

Pero su poética no se limita únicamente a esa virtud visual. Wilson es también un renovador radical del arte escénico, un visionario que reconfiguró la relación entre palabra, cuerpo, tiempo y espacio. Su teatro no depende de los recursos tradicionales de la forma dramática, sino que apela a una exploración del espacio a partir de las tensiones entre movimiento y quietud, palabra y silencio, luz y oscuridad. Más que espectáculos de entretenimiento, sus obras son experiencias de percepción, ejercicios de permanencia que invitan al espectador a entrar en una dimensión paralela a lo habitual.

“Para mí no hay diferencia entre mi trabajo y mi vida. Todo es parte del mismo proceso”, afirmó alguna vez. La frase revela algo más que la declaración de un incansable creador: evidencia la aceptación de un destino donde la vida y el arte se tramaron mutuamente hasta dar forma a sus singulares espectáculos.

Nacido en Waco, Texas, en 1941, en el seno de una familia conservadora con cierto prestigio económico, Robert Wilson padeció tartamudez y dificultades de aprendizaje que lo aislaron de una infancia convencional. El encuentro con la maestra de ballet de su hermana, Byrd Hoffman –quien era mucho más que una simple instructora– resultó decisivo. Ella descubrió que Wilson sufría una escucha retardada que le impedía vincular a tiempo sonidos y significados. Al enseñarle a ser consciente del ritmo entre recepción y habla, transformó no solo su relación con el lenguaje, liberándolo del tartamudeo, sino también su percepción del ritmo de la vida.

Más tarde, tras abandonar el universo ultraconservador de Texas para estudiar arquitectura en Nueva York, Wilson se sumergió en el vibrante mundo artístico de los años sesenta. Cuenta que nunca se sintió particularmente atraído por el teatro clásico, sino por los artistas que hacían del cuerpo una herramienta de comunicación: Merce Cunningham, George Balanchine y Martha Graham, quien fue además su maestra de baile. Sin embargo, Wilson sitúa el verdadero origen de su poética en el encuentro con Raymond Andrews, un niño afroamericano con una deficiencia auditiva y cognitiva que le impedía comunicarse de manera convencional. Paralelamente a este evento, fundó la Byrd Hoffman School of Byrds, un laboratorio artístico en el que desarrolló sus primeras piezas escénicas, que escapaban a toda lógica espectacular. Se trataba de creaciones de duración inusitadamente prolongada, donde la palabra perdía su hegemonía del sentido y los gestos operaban como señales de un correlato dramático tan metafórico como críptico, incluso para su propio creador poco interesado en explicaciones concretas.

Deafman glance (1970) fue uno de los primeros trabajos que surgieron de estos encuentros, una ópera silenciosa de cinco horas, conformada por cuadros basados en los dibujos del niño Andrews, quien también era protagonista. En Nueva York resultó un fracaso, pero encontró un inesperado reconocimiento en París, donde Louis Aragon, uno de los últimos surrealistas, se conmovió a tal grado que escribió una célebre carta póstuma a André Breton en la que proclamaba haber hallado en Wilson a un sucesor capaz de llevar más lejos lo que ellos habían soñado. Y añadía algo más: en el director había encontrado a alguien capaz de transformar la percepción misma.

La consagración internacional de Robert Wilson llegaría poco después con la ópera vanguardista Einstein on the beach (1976), creada en colaboración con el compositor Philip Glass. Una pieza sin argumento narrativo, inspirada en los textos de Christopher Knowles –un joven poeta con autismo–, de casi cinco horas de duración. La obra se construía a partir de repeticiones interconectadas, estructuras matemáticas y variaciones hipnóticas, donde música, gesto y luz funcionaban como lenguajes autónomos. La minuciosa planeación del espacio, concebido como un inmenso cuadro en movimiento, comenzó a dar forma a ese “teatro de imágenes” por el cual sería reconocido internacionalmente. Con Einstein on the beach, Wilson no solo alcanzó la consagración: se confirmó como uno de los grandes revolucionarios del teatro del siglo XX.

El estilo de Wilson fue ampliamente celebrado y, con el tiempo, supo adaptar su impronta a la maquinaria de los grandes festivales y teatros internacionales, diseñando espectáculos de una factura visual y económica deslumbrante. Su trayectoria se nutrió también de un sostenido y fructífero diálogo con creadores como Tom Waits, William Burroughs y Lou Reed; el dramaturgo alemán Heiner Müller, cuya densidad poética encontró en el director un intérprete ideal para desplegar su dramaturgia; y la artista de performance Marina Abramović, con quien compartió la obsesión por el cuerpo como territorio ritual y liminal. Estas colaboraciones, entre muchas otras, revelan la amplitud de un creador capaz de tender puentes entre lenguajes, épocas y géneros artísticos, que no solo inventó un lenguaje escénico, sino que aprendió a inscribirlo en el circuito global del arte contemporáneo.

Pese a su renombre, para el espectador acostumbrado al teatro narrativo o a la ópera convencional, sus obras pueden resultar herméticas, excesivamente lentas o impenetrables. Pero en esa exigencia reside también su potencia, ya que, al alterar los modos de percepción, al resaltar la artificialidad misma del hecho escénico, Wilson nos obliga a confrontar otra forma de experimentar el mundo. Si bien su influencia no derivó en una escuela estilística fácilmente reconocible ni en un conjunto de técnicas imitables, fue decisiva en el plano conceptual, gracias a que transformó la manera de concebir el tiempo, la luz, el silencio y destronó a la palabra de su jerarquía significante. Su trabajo abrió espacio a otras sensibilidades, incorporando a personas con discapacidad y dando lugar a elencos afroamericanos en una época en que las jerarquías raciales todavía dominaban el teatro estadounidense. En ese gesto de inclusión había también una declaración estética profunda: aquello que la sociedad consideraba “otro” o “marginal” se convertía en motor de una revolución escénica.

Otro capítulo fundamental en la trayectoria de Wilson es la creación del Watermill Center, fundado en 1992 en Long Island, Nueva York. Concebido como un laboratorio internacional de artes y humanidades, este espacio se convirtió en el epicentro de una pedagogía artística. Cada verano, artistas de todo el mundo acuden a sus programas para explorar nuevas formas de colaboración, en una experiencia donde se borran las jerarquías entre consagrados y emergentes, y la creación se vive en un entorno de retiro, rodeado de naturaleza y de la vasta colección de objetos que Wilson reunió a lo largo de su vida. Este centro, que algunos han descrito como “su verdadera obra maestra”, revela la dimensión pedagógica y generosa de Wilson, quien más que transmitir un método abrió un espacio de experimentación en el que cada creador debía hallar su propio lenguaje. Una lección invaluable que recorre su vasto legado artístico.

Y pensando en el tiempo, resulta difícil hablar de Robert Wilson en pasado tras su reciente muerte en julio de 2025, pues, al repasar sus más de cinco décadas en la escena, lo que persiste es la sensación de una creación vital e ininterrumpida. Una luz, azul y magnífica, como el cielo de Texas que siempre figuró en sus obras, se ha extinguido en los escenarios, pero su resplandor seguirá iluminando la memoria del teatro contemporáneo. ~


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