Tres décadas después de su muerte acaecida en Berlín, los ecos del dramaturgo y director escénico Heiner Müller (1929-1995) persisten. Lo hacen a través de una impronta que dinamitó los preceptos de la dramaturgia clásica con la fuerza de un imaginario literario anclado en la herida histórica que dejó la gran debacle de la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe que no solo devastó imperios, sino que aceleró la descomposición de la modernidad. Müller hace de sí mismo un reflejo ideal de esta época, ya que, antes que plantearse una hazaña de reconstrucción o esperanza a través de su obra, elige encallarse en la ruina como un estado real y metafísico, escenario idóneo para que los fantasmas, personales, históricos y políticos, representen la estrepitosa caída de los ideales humanísticos que marcaron el ocaso del siglo XX.
Considerado el heredero de Bertolt Brecht dentro de la tradición dramática germánica, Heiner Müller sigue de cerca los pasos del maestro a su regreso a Berlín en 1956. Más que discípulo directo, se muestra fascinado por las puestas en escena que Brecht dirige en el Berliner Ensemble, donde es un espectador asiduo. Müller recuerda que, en uno de los pocos encuentros que tuvo con él, le mostró algunos poemas, a lo que Brecht respondió con una observación incisiva: “Son interesantes, pero ¿cómo pueden vivir en escena?” Aquella pregunta, más que una crítica, parece ser una clave premonitoria. Müller nunca renuncia a la poesía, su escritura dramática parte de ella y se solidifica en esa base.
Sus primeros pasos como dramaturgo lo sitúan cerca del modelo brechtiano, particularmente del teatro dialéctico. En piezas como La corrección (1957) se advierte una clara militancia en torno al realismo socialista, así como un interés por reflejar las tensiones sociales y políticas de una Alemania dividida tras la guerra. Pese a la compleja trayectoria de su padre, perseguido por los nazis y posteriormente marginado por el régimen comunista, Müller opta por residir en la República Democrática Alemana, convencido de que allí existía un horizonte más afín a su pensamiento político y artístico. En un primer momento, su adhesión fue reconocida por el aparato cultural, que incluso lo distinguió con el Premio Heinrich Mann en 1959. Sin embargo, el vínculo pronto se fracturó dado el severo control ideológico del régimen. El conflicto estalla durante los ensayos de Die Umsiedlerin (1961), una comedia crítica sobre la colectivización agraria, basada en un cuento de Anna Seghers, que por su tono irónico y nihilista fue censurado por las autoridades, pese a que se trataba de un montaje estudiantil. Gracias a esto, Müller fue defenestrado de su nicho de favoritismo y arrojado a la penuria económica, laboral y social. A este episodio se suma el suicidio, en 1966, de su segunda esposa, la poeta Inge Müller. Autora poderosa y trágicamente relegada a la sombra de su marido, cuya huella se percibe más allá de las colaboraciones que firmaron en vida, tanto estética como emocionalmente.
En medio de ese colapso, Müller se ve inmerso en lo que él mismo denominó “la esquizofrenia alemana”, marcada físicamente por la división territorial, pero también por la herencia de traumas históricos y una serie de obsesiones culturales persistentes. Esta fractura se intensifica cuando comienza a colaborar con teatros en Alemania Occidental, donde, resentido por el golpe de realidad, empieza a fraguar un estilo propio que lo aleja progresivamente del modelo brechtiano, hacia el cual se torna crítico. Como ocurre bajo todo régimen totalitario, Müller debe encontrar una vía de fuga para seguir operando artísticamente, y lo hace apropiándose de mitos, tragedias y textos ajenos, sobre los que ejerce una intervención arbitraria que bien podría describirse como una forma de vandalización. Mientras el teatro épico apelaba al distanciamiento para provocar pensamiento crítico, rompiendo la ilusión escénica y obligando al espectador a tomar conciencia de lo que ve, Müller radicaliza ese efecto al desollar toda unidad constitutiva del drama: escena, acción, trama e incluso personaje, para abrir paso a una configuración completamente distinta de la forma y de la estética teatral. En ello resuena también la huella de sus otras grandes influencias, Georg Büchner y Vladímir Mayakovski, cuya escritura fragmentaria y experimental se actualiza en la radicalidad formal de su teatro. A nivel político, para Müller ya no se trata de revelar el funcionamiento del espectáculo para salir de la enajenación, sino de practicar frente a nuestros ojos una autopsia sobre el cadáver de la historia.
Es en su obra más conocida, Máquina Hamlet (1977), donde esta transformación alcanza un grado de madurez radical. Más que una reescritura de Shakespeare, nos encontramos ante un escenario post mortem, donde la estructura de los personajes isabelinos ha sido masacrada hasta volverse permeable a los restos de la historia contemporánea y a las esquirlas de una memoria personal. Ofelia, figura de la mujer suicida, condensa ese cruce: ya no es la doncella trágica, sino una evocación directa de Inge Müller, la cónyuge desaparecida.
El teórico del teatro posdramático Hans-Thies Lehmann lo expresa con precisión: “Se trata de un teatro tras la catástrofe, que proviene de la muerte y se dirige hacia un pasaje más allá de la muerte.” Por ello no sorprende que Müller sitúe muchas de sus obras en espacios cerrados, asfixiantes, como el búnker posterior a una hipotética Tercera Guerra Mundial en Quartett (1980), adaptación libérrima de Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos. Allí, la condesa Merteuil y Valmont intercambian identidades, géneros y tiempos hasta volverse un mero trasunto residual: espectros atrapados en una escena sin salida, condenados a representar, una y otra vez, el colapso del deseo y a desenmascarar la ilusión del amor romántico. Todo aquí ha sido reducido a cuerpos en descomposición que balbucean un lenguaje afectivo en vías de extinción.
Esta intervención desde el texto dramático sobre los preceptos que atañen a la escena plantea, desde luego, retos considerables para su materialización. Como afirma el director y dramaturgo mexicano Alberto Villarreal: “Los textos están contra la puesta en escena y se espera que la escena esté contra el texto. Del combate deberá brotar el teatro.” De esa tensión pueden surgir montajes deslumbrantes o francamente desastrosos. La obra de Müller exige cómplices a la altura del reto que propone. Uno de ellos fue el director estadounidense Robert Wilson, recientemente fallecido, con quien Müller mantuvo una relación fructífera que se ha prolongado en reposiciones continuas, como Quartett con la actriz francesa Isabelle Huppert. Desde 1980, el propio Müller dirigió varios de sus textos, y en 1992 se incorporó a la directiva del Berliner Ensemble. Poco antes de su muerte, fue reconocido como su director artístico, cerrando así un ciclo simbólico en la institución que alguna vez dirigiera Brecht.
En América Latina y España, el impacto de su poética es indiscutible. Figuras como Angélica Liddell o Rodrigo García serían impensables sin la impasible huella de su impronta. Algunos montajes también han marcado hitos como Máquina Hamlet del Periférico de Objetos en Argentina en 1995 y Cuarteto, dirigida por Ludwik Margules en México en 1996. Margules, director polaco exiliado en México tras la Segunda Guerra Mundial, superó su animadversión hacia Müller, a quien se acusó, tras la caída del Muro, de haber sido informante de la Stasi, y prefirió abocarse a la potencia escénica y poética de su texto, creando una puesta en escena que permanece en los anales de la excelencia teatral en México.
Si algo se echa en falta actualmente es la escasa cantidad de textos de Müller traducidos al español. Apenas contamos con un puñado frente a más de treinta piezas dramáticas que escribió en vida. Tal vez esta escasez se deba a que la dificultad de traducirlo no es solo lingüística, sino también ideológica y temporal. Su poética demanda una lectura activa, dislocada y polisémica. Su ausencia se resiente aún más porque Müller no pertenece al pasado, su teatro es un carbón ardiente, que sigue humeando bajo los escombros del presente, más aún en un tiempo donde el horror del eterno retorno se ha convertido en la norma. Su obra persiste como una poética de urgencia, capaz de hacernos transitar por la demoledora inclemencia del ahora, dado que, como él mismo afirmó: “El teatro es siempre una reflexión sobre el terror. El terror ideológico, el terror social, el terror que incluso puede sentir alguien ante sí mismo.” ~