Jorge Ibargüengoitia, náufrago de la butaca

“El oficio del autor dramático, crónicas teatrales y otros textos” reúne escritos donde Jorge Ibargüengoitia capturó, con humor y precisión, las intimidades del teatro mexicano de mediados del siglo XX.
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Uno bien podría dejar ir una tarde de teatro –o varias– a cambio del radiante espectáculo que ofrece El oficio del autor dramático, crónicas teatrales y otros textos de Jorge Ibargüengoitia, editado por Juan Javier Mora-Rivera. La sensación no es exagerada, pues estamos no solo frente a un libro, sino ante una puesta en escena de la personalidad y el pensamiento de este importante autor, cuya mirada mordaz, irónica y profundamente lúcida convierte el recuento de una época en un acto vivo. A medio camino entre la memoria personal y la crítica cultural, este volumen recupera no solo un evento biográfico, sino el intríngulis mismo del quehacer teatral, observado por un testigo privilegiado que supo capturar, con humor y una precisión demoledora, los andamios de la modernidad escénica de mitad de siglo, particularmente en los teatros de la Ciudad de México.

En estas más de seiscientas páginas, Mora-Rivera realiza un trabajo loable y colosal al reunir diversas facetas del autor que atraviesan su formación profesional, su trabajo como crítico teatral y hasta parte del intercambio epistolar con Rodolfo Usigli, en cuyas clases, como él mismo lo señala, Ibargüengoitia reafirmó su vocación como escritor.

El libro mantiene en orden cronológico un relato que, por la predominancia de la primera persona, adquiere el tono de una crónica íntima, pero también el carácter de una confesión. Este volumen permite, además, valorar una etapa poco explorada del creador, ya que su exitosa carrera como novelista ha tendido a eclipsar sus inicios en los terrenos de la dramaturgia, donde él mismo creyó que labraría para sí una trayectoria de renombre. Sin embargo, lo que fue sembrando allí fueron más bien desengaños y rencores, marcados por la falta de paciencia y la dosis de locura requerida por el teatro, que terminaron por alejarlo para siempre de los escenarios. Algunas de esas inquinas se condensan en una célebre frase incluida también en este volumen: “tengo facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con gente de teatro”. Una frase característica de su lapidaria ironía, que bien podría definir este volumen que nos conduce por las múltiples peripecias del autor en su ascenso como dramaturgo y crítico teatral.

En una primera instancia que corresponde a la introducción teórica de su tesis de maestría, El oficio del autor dramático, Ibargüengoitia no intenta una reconstrucción detallada de su experiencia formativa dentro de las clases del autor de El gesticulador, sino que confiere al documento el valor de una declaración de principios. Se trata, en realidad, del conjunto de una visión muy particular sobre “el arte de hacer comedias”, un repaso de algunos eventos significativos en los que se funda el teatro mexicano, realizado con la frescura e insolencia que lo caracteriza, sin dejar de lado la aportación de apuntes críticos de notable interés. Resulta llamativo que, a diferencia de otros textos similares, en este apéndice académico se haga un hincapié particular en el público como parte esencial del fenómeno teatral. Si bien suele mencionarse en el discurso, tanto artístico como de política cultural, su presencia se suele reducir a una mera cita al calce. Ibargüengoitia, en cambio, lo define con su característico ingenio como “un monstruo especial, dotado de vida propia, de actitudes propias, de opiniones que siempre son diferentes a las de los individuos que lo componen”.

Esta perspectiva establece un nexo evidente con su actividad como crítico, publicada entre 1957 y 1964 en diversos medios y revistas, ya que su mirada, lejos de encarnar la figura docta y hegemónica que tradicionalmente se ha adjudicado al crítico, se posiciona en una butaca más, como parte de esa masa que habita el lado oscuro de la sala. Esta postura acerca sus aportaciones hacia el territorio de la crónica, un género que privilegia la apreciación personal, el estilo y la observación aguda, sin cargar con el peso de una verdad absoluta. La crítica, en apariencia, debería gozar también de ese privilegio de subjetividad. Sin embargo, la postura de poder que suele ostentar la figura del crítico tiende a nublar este aspecto, lo cual coloca al autor de Estas ruinas que ves ante una disyuntiva importante.

El recorrido por estas páginas nos sumerge en las hilarantes peripecias de un escritor obligado a entregar una columna mensual en la que se develan tanto sus pasiones como sus aversiones ante aquello que examina para reseñar. Asimismo, se narran episodios en los que su condición de creador dramático lo lleva a figurar en jurados, entregas de premios y noches de estreno. Sus relatos componen un fresco de la época que, con agudeza, retrata desde programas teatrales emergentes, como el promovido por el IMSS, hasta los escándalos de Alejandro Jodorowsky y la experimentación de Juan José Gurrola, pasando por figuras ante las que manifiesta sentimientos claramente ambivalentes, como Luis G. Basurto. Resulta particularmente gozoso el recuento de tramas de obras que bajo su perspectiva son completamente destrozadas, así como de los humores y complacencias del público, cuyos detalles no solo funcionan como instantáneas del momento, sino también como fuente de pleno deleite literario y documento cultural que se regodea en la crítica de una idiosincrasia. Su visión demoledora sobre ciertos creadores lo lleva, en uno de los textos aquí presentados, a interrogarse, bajo su conocido sarcasmo, sobre ese poder como crítico que no termina de tomarse del todo en serio, e intuye que algún día le pasará factura, pues ha convertido el agravio en un auténtico dispositivo retórico.

Este destino se cumple cuando su mordaz comentario sobre Alfonso Reyes, a partir del montaje de Landrú hecho por Juan José Gurrola en 1964, acabó por costarle el puesto tras el señalamiento público que realizó Carlos Monsiváis. Una querella que promovió la renuncia de Ibargüengoitia, no solo a la Revista de la Universidad de México, sino también a su quehacer como crítico, pues confesó estar profundamente harto del teatro. Más que una declaración ofensiva, sus palabras parecen una catarsis, el punto final ante los obstáculos del complicado entramado que implica hallarse un lugar dentro del universo teatral. Aunque, en realidad, la narrativa ya le había abierto las puertas con fanfarria por su debut con Los relámpagos de agosto (1964).

Pero más allá del cotilleo, la lucidez y los enredos que nos relata, lo que queda impreso en este volumen es un evento literario que refuerza el proyecto de Juan Javier Mora-Rivera en torno a la crítica como género. Se trata de un aporte valioso que recupera y reivindica una práctica enfrentada hoy a una crisis profunda, si no es que a un serio riesgo de desaparición. El oficio del autor dramático, crónicas teatrales y otros textos nos recuerda la relevancia de la crítica no solo como documento, sino también por el valor literario que contiene. Un valor que prefigura un interés raramente frecuentado fuera del ámbito de la investigación académica.

Sirva esta ocasión, dedicada a la obra del genial Jorge Ibargüengoitia, para transitar por esta zona. Bien podríamos hacernos a la idea de estar presenciando una obra de teatro titulada Cómo fracasar en el teatro y no morir en el intento, en la que habrá carcajadas, momentos agudos y uno que otro espectador dormido. ~


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