Vigencia de un clásico

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La obra de Díaz Dufoo hijo, compruebo al hacer cuentas bibliográficas y críticas, se ha convertido en un pequeño clásico del siglo XX mexicano, en una de esas creaciones que acaban por resultar perfectas en su incompletud. O en su fracaso, como diría él mismo Díaz Dufoo, autor de un diálogo sobre el éxito literario. Sus Epigramas alcanzan, con ésta, la octava edición (total o parcial) desde que aparecieron en 1927 en París, bajo el cuidado de Alfonso Reyes. El asunto tomó su tiempo y hubo que esperar hasta 1958 para que José Luis Martínez resucitara a Díaz Dufoo al incluirlo en el tomo primero de El ensayo mexicano moderno. Martínez mismo, usando como presentación la nota necrológica que publicase Julio Torri en 1932, en la revista Examen, publicó Epigramas y otros escritos (INBA) en 1967. Serge I. Zaïtzeff reunió en 1981 un volumen en el que se hacía compartir con la de Ricardo Gómez Robelo (1884–1924) toda la obra de Díaz Dufoo (Obras, FCE). A ese cuerpo establecido no se le ha agregado nada nuevo, hasta donde yo sé e incluye, junto a los Epigramas, tres diálogos, dos obras de teatro (El barco, 1931 y Temis municipal, 1940), la “Carta a un amigo” (a Xavier Icaza en 1920), el “Ensayo de una estética de lo cursi”, una reseña sobre Antonio Caso y la oración fúnebre en memoria de Miguel S. Macedo. Esas Obras se reimprimieron en 1983 (Delegación Venustiano Carranza). En 1988 Beatriz Espejo hizo una otra selección (El cuento contemporáneo, Material de lectura, 53, UNAM) y en 1989, yo mismo incluí a Díaz Dufoo en el tomo primero de la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX. En 1993, finalmente, Luis Ignacio Helguera, quien habría de encontrarse con Díaz Dufoo en la muerte como se había encontrado con su obra en vida, seleccionó algunos de los Epigramas en su Antología del poema en prosa en México (FCE).

Escritor portátil y escritor-que-no-escribe, como lo llamó Alfonso Reyes, Díaz Dufoo se adapta bien al temperamento del nuevo siglo. Releyéndolo, vuelvo a encontrar en él a un nietzscheano del tipo más agradable: seco y al grano, ajeno a la estridencia. Un nietzscheano rebajado por el escepticismo, como el Paul Valéry de los últimos años, el de Tel Quel (1941–1943), que Díaz Dufoo quizá ya no leyó.

“El espíritu crea al espíritu”, escribió ese dandy perfecto que recuerda Castro Leal y quién es también, por nervioso y por suicida, una anticipación de Jorge Cuesta. Pero Díaz Dufoo fue esencialmente un esteta: su crítica de lo natural viene de Oscar Wilde y su principal nutriente fue Walter Pater.

Quince años antes que Ramón Gómez de la Serna, quien publicó su Ensayo sobre lo cursi en 1934, Díaz Dufoo publicó, en 1916, “Ensayo de una estética de lo cursi”, su pieza de resistencia. Comparando ambos ensayos se puede fijar la frontera, el límite, en el cual se quedó el autor de los Epigramas. Más eduardiano (para decirlo a la inglesa) que finisecular, Díaz Dufoo aparece ya despojado del oropel decadentista y de sus erotomanías pero también es un autor (o un proyecto de escritor) que, inmune a la vanguardia, no entiende cabalmente que su mundo se extinguió en 1914.

Para Ramón, como para Hermann Broch que lanza en 1933 su teoría del kitsch, lo cursi forma parte de un fondo barroco (para decirlo a la española) actualizado y regurgitado, fondo del que proviene también un cursi más radical (con todo y su angelología) como Eugenio D´Ors.

Díaz Dufoo se siente –lo dice– en una “época sensual, crítica, erudita, agnóstica y mística” y rechaza, desde un esteticismo frío, calculado y flemático ese principio de la opereta del que se servirá Ramón (que nació en 1888 como Díaz Dufoo) para hacer vanguardia. Díaz Dufoo todavía levanta, denunciándolo, en 1916, un índice de cursilería que incluye a Georges Ohnet y sus novelas y dramas, a las romanzas de Francesco Tosti y a Gumpelino, una de las figuras satíricas que Heine en Los baños de Lucca utilizó para ridiculizar al supuestamente cursi August Von Platten, por cierto, un gran epigramista.

El epigrama, en Díaz Dufoo, quizá se nutre más de Schopenhauer que de Nietzsche (se nota menos el primero que el segundo y eso falsea el efecto), compite sin demasiada convicción con Wilde y se da el pequeño lujo de ignorar a la greguería, para terminar produciendo ese sosiego propio del falso borrador, esa conformidad que Valéry encontraba en hacer del texto abandonado lo mismo una garantía de clasicismo que un experimento.

Pueden agruparse en distintos gustos o familias estos epigramas e inscribirse en algún templo neopagano (“El arte es llorar lágrimas dulces”) o leerse y borrarse en una pantalla de computadora (“Regalaba, generosamente, las ideas ajenas”). Los hay ingenuos, como el que dice que “Todo le parecía definitivo porque no había pensado que su dios era un hombre”. Los hay resueltamente heroicos: “El diario suplicio de la idea prestada. La diaria fatiga de la idea que se presta.” Algunos otros, como aquel que dice “Contempla su alma a la luz de la luna”, remiten a la agonía musical del modernismo y en ese sentido no fue mala la idea de Zaïtzeff al compilar la obra de Díaz Dufoo junto a la del mórbido y senescente Gómez Robelo. A veces, Díaz Dufoo se rebaja y una máxima tan filistea como ésta proviene de los Epigramas pero parece hecha al gusto de José Vasconcelos, quien la repetía: “De los libros valen los escritos con sangre, los escritos con bilis y los escritos con luz.”

Los Epigramas han sido la fuente, también, de cuentos contemporáneos, como aquel del barcelonés Enrique Vila–Matas que en Suicidios ejemplares (1991) imagina al ser que “En su trágica desesperación arrancaba, brutalmente, los pelos de su peluca”. Un epigrama, al menos, es genial al unir a Heráclito con Nietzsche: “En él no duró nunca idea alguna. Su alma era de fuego.”

No pocos de los Epigramas son los apuntes del estudiante de filosofía: apuntes en limpio, quiero decir y que sacados de contexto, brillan. Los diálogos, a su vez, me remiten a Samuel Butler: el talante filosofante de quien encuentra demasiado nutrida la asistencia al entierro del paganismo y le parece que el cielo y el infierno pueden diseñarse, así sea brevemente, de otra manera. Son los que sufren, como dijo Borges, la vanidad de la perfección.

Es forzoso agregar que Borges y Díaz Dufoo comparten el arrobo ante Aquiles y la Tortuga y que tuvieron los mismos maestros: Berkeley y Hume, Samuel Butler y Alfonso Reyes. (Da la impresión que los muertos jóvenes se vuelven niños: Díaz Dufoo aparece a veces como un niño travieso que se le fue a Reyes de la mano.)

Díaz Dufoo ha convencido a la generación del Ateneo (no sólo a Torri y a Reyes, a Martín Luis Guzmán también), a los poetas de Contemporáneos y a la de Martínez. Nos sedujo a los escritores nacidos en los años sesenta y setenta, y es difícil no inventarse a los Epigramas como prefiguración, por ejemplo, del Salvador Elizondo de Cuaderno de escritura (1969). No es impropio vaticinar que Díaz Dufoo, adelantándose a nosotros, sabrá rebasarnos y se perderá en el horizonte.

Los Epigramas han acabado por coronar una dinastía mexicana que se inicia con Torri y que, pasando por Mariano Silva y Aceves, alcanza su esplendor con Juan José Arreola, una escritura que va mutando de género y se presenta, en recuentos y antologías, como cuento, poema en prosa, aforismo o epigrama y hasta como poesía pura, poesía a secas. Recientemente –lo ha hecho Javier Perucho– se han catalogado como “microficciones” a algunos de los textos de Díaz Dufoo. Tal vez estemos ante un género fantasmagórico que en realidad es nuestra literatura absoluta.

Prólogo a la nueva edición de los Epigramas de Carlos Díaz Dufoo hijo que Tumbona Ediciones publicará próximamente.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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