“¿Por qué asustarnos? En mi más alucinada vigilia y en mis más equilibrados sueños yo he hecho el amor con el más bello de los animales mágicos: el unicornio.”La frase de Minotauromaquia [Crónica de un desencuentro] (1976) de Tita Valencia da para pensar. Lo indeterminado es una franja difusa y difícil de nombrar, fascina y asusta. Ya la escritora mexicana prefiguraba el pensamiento no binario y la ruptura de los estereotipos masculino y femenino. ¿Por qué hombre o mujer si se puede ser una criatura mágica? Una vez que ha pasado junio, el mes en el que las instituciones vuelcan todos sus esfuerzos en exposiciones y eventos que abordan la diversidad, se propone aquí una revisión de las propuestas curatoriales de la franja LGBTTTIQ+. Como si se tratara de un mural de mosaicos, la oferta cultural de la Ciudad de México presentó múltiples exhibiciones que en su mayoría compartieron artistas y obras. Fue ineludible para varias de las instituciones no echar mano del archivo Casasola y sus fotografías de homosexuales detenidos, así como de planas de la revista El nuevo Alarma!, quizá ya demasiado vistas. En el mejor de los casos las exposiciones generaron correspondencias. ¿La más evidente? Retomar a la cantante Gloria Trevi como icono de la comunidad, amén de los escándalos que en su momento empañaron su fama. A continuación se revisan los casos de las muestras Positivo negativo. Adherencias culturales en la lucha contra el sida en México, 1978-2022, La noche nos pertenece, Imaginaciones radicales y Faltas a la moral.
I will survive (Sobreviviré)
Para la gente más joven la historia del VIH/sida en México es diferente que para los veteranos que vivieron su sexualidad de manera libertaria, prácticamente capoteando la muerte. En algún sentido, la muestra del Centro de la Imagen Positivo negativo. Adherencias culturales en la lucha contra el sida en México, 1978-2022 (abierta del 20 de abril al 16 de julio) hizo eco del primer caso de sida en México, que se reportó en 1983, es decir, hace cuarenta años. El núcleo que abrió la exposición estuvo marcado por el estigma y el temor a morir, la muerte como castigo o condena, la pena máxima por vivir de manera subversiva en un marco social y jurídico donde ser homosexual no era un delito, pero sus prácticas sí se consideraban como faltas a la moral. El desconcierto y el duelo por las primeras víctimas del sida, pero también el goce, son visibles en las imágenes de marchas captadas en los años ochenta por, entre otros, Agustín Martínez Castro y en los noventa por Yolanda Andrade. El aire punitivo de la época es trastocado por una de las imágenes definitivas de la exposición: el actor Tito Vasconcelos travestido como Catalina Creel, la villana por antonomasia de las telenovelas, en una fotografía de Martínez Castro de 1988.
También en las paredes, otras imágenes icónicas, por ejemplo la de Maritza López para uno de los escandalosos calendarios de Gloria Trevi donde la cantante posa detrás de un tendedero de condones y el cartel de la 1a Jornada Nacional Contra el Sida que anuncia un concierto de Eugenia León. Este primer movimiento histórico encuentra su contraparte en el segundo planteamiento de la muestra curada por César González-Aguirre. La relación con los fármacos de quienes toman antirretrovirales, diseñados para interrumpir la replicación del VIH en el organismo –y también la de los que toman la profilaxis preexposición (PrEP), que reduce las probabilidades de contraer el virus–, ha modificado la idea de riesgo de vivir a plenitud la sexualidad. Las series del fotógrafo Óscar Sánchez Gómez en las que documenta a lo largo de los años su experiencia con medicamentos permiten entender de otra forma la idea médica del cuerpo enfermo, que sigue siendo un cuerpo deseante y deseado.
Todos me miran (Lentejuelas)
De las exposiciones revisadas aquí, la que tiene la propuesta más sugestiva es La noche nos pertenece en el Museo Nacional de San Carlos. Enclavado en la colonia Tabacalera, el recinto le hace honor a su ubicación, de raigambre trasnochada, al proponer una lectura asociada al placer y lo marginal que se experimenta cuando la noche avanza, como en la película de Roberto Gavaldón del mismo nombre –el cartel original del filme se exhibe como parte de la muestra–, momento en que la oscuridad permite el desfogue, la farra y la distensión. El astuto anclaje curatorial de Mireida Velázquez es la llegada de la luz eléctrica a la Ciudad de México a finales del siglo XIX, que genera una dicotomía entre el ocultamiento en lo oscurito y el fetiche exhibicionista bajo los reflectores de salones de baile y centros nocturnos que tan bien captó el cine mexicano de los años cuarenta, como se puede ver en la película Las abandonadas (1945) de Emilio Fernández, también referida en la exhibición. Las fantásticas imágenes de las farolas que alumbran por primera vez las calles y algunos ángulos de la Plaza de la Constitución crean una tensión –o excitación– narrativa que desemboca en una pieza que reaparece después de varios años de no ser mostrada: es Salvador Novo con las cejas rasuradas, de flaqueza inmaculada envuelto en una bata, más amanerado que femenino esperando en un antiguo carro estacionado en una plaza. La pintura es, por supuesto, de un malicioso Manuel Rodríguez Lozano que retrata a Novo en 1924 como una criatura nocturna y peligrosa que la curaduría ha hecho escoltar por un cadete: al lado del retrato del cronista de la ciudad se halla un cuadro de 1923 de Abraham Ángel en el que un moreno guapo de espesa cabellera, con pulcra casaca y actitud expectante, parece corresponder la mirada del Novo noctámbulo. Llama la atención en La noche nos pertenece el autorretrato de 1935 de Emilio Baz Viaud, figura marginal de la historia plástica nacional, de trazo más fino que sus elegantes facciones y ademanes, que resuena en la siguiente parada de este recuento chilango de exposiciones: en el Museo de Arte Moderno (MAM) se puede ver otro autorretrato, el de su hermano, es decir Ben-Hur Baz Viaud, ilustrador que fue gran amigo de lumbreras gays como Cole Porter, Christopher Isherwood y George Cukor.
A quién le importa
Con un abordaje más ambicioso y pedagógico, Imaginaciones radicales en el MAM redondea la perspectiva de cómo la cultura visual en México se ha nutrido de las expresiones LGBTTTIQ+. A cada paso la muestra insiste –y a veces machaca– en explicar a los visitantes los conceptos ahora tan bien catalogados del lenguaje de la diversidad, por ejemplo “identidad de género”, “binarismo”, “gay”, “queer”, “trans”, “transexual”, “transgénero”, etc. Es en esta exposición donde por fin se encuentra una de las piezas más emblemáticas del impacto del sida en México: El Santo Señor del Sidario (1991) del Taller de Documentación Visual. Se trata de una obra sobrecogedora que recurre a la iconografía del Cristo crucificado en apariencia dolorosa y que en sus detalles revela lecturas insospechadas y mordaces sobre la idea del cuerpo infecto, muchos años antes de la reivindicación que hacen de sus cuerpos las personas que viven con VIH –algunas de ellas, las más jóvenes, se autonombran vihchosas–. “Por puto pacheco y promiscuo”, se lee a la cabeza de la cruz, en lugar de la expresión INRI, de la que cuelga un cuerpo estéticamente consumido, el deseo que se carcome a sí mismo; en la pierna izquierda tiene la marca de un beso de pintalabios rojo; a sus pies, un cuerpo trans desnudo; un ángel rubio toca el violín y ampara bajo sus torneadas piernas a una serpiente erguida y a un pequeño gato hincándole el colmillo a un reptil ya muerto. La violencia de la pieza contrasta con el esteticismo de las obras de Fabián Cháirez, uno de los artistas más reconocidos del ambiente cultural gay, autor del polémico Zapata entaconado que forma parte de la muestra Faltas a la moral en el Museo Universitario del Chopo; en el MAM, Cháirez participa con dos obras, una de ellas es Corazón de Quinceañera (2012), en la que un personaje de estereotipo masculino porta un vestido ampón de color rosa y sostiene amenazante un machete. Por supuesto, ellos no son los únicos creadores que nutren la muestra, la lista es extensa y en ella se encuentran artistas emblemáticos como Roberto Montenegro, Juan Soriano y Julio Galán; también otros de gran interés como Mar Coyol y su pintura de una pareja de muchachos con uniforme de secundaria –uno con pantalón y otro con falda–, así como Terry Holiday, que presenta un bastidor hecho con telas y lentejuelas que reconstruye la imagen de mujeres trans como parte del proyecto Hospital de ropa. Es imposible pasar por alto que el MAM también incluyó en la exhibición un apartado con libros pioneros de la historia de la diversidad, algunos de ellos son el infaltable El vampiro de la colonia Roma (1979) de Luis Zapata, Las púberes canéforas (1983) de José Joaquín Blanco y Amora (1989) de Rosamaría Roffiel, la primera novela lésbica de la literatura mexicana que, de forma injusta, no ha recibido la atención que merece.
Desnúdame el alma
Este año el Museo del Chopo presentó por un periodo muy breve, del 25 de mayo al 25 de junio, la muestra Faltas a la moral como parte del 36 Festival Internacional por la Diversidad Sexual (FIDS). La línea curatorial desarrollada por Aldo Sánchez Ramírez intentó darle un giro a la exposición al abrir la reflexión y tomar la inmoralidad en un sentido amplio que abarcó la violencia de las personas desaparecidas, la espectacularización de los escándalos políticos y la corrupción. Aunque mostró obras de artistas de gran calibre como Teresa Margolles, la exposición fue demasiado breve y estuvo acotada en una sala del museo; se resintió que no fuera un ejercicio de largo aliento sobre la diversidad. Felizmente algunas obras aprehendieron el espíritu del FIDS. La obra que saludó a los visitantes fue una fotografía de Joel Peter Witkin en la que la actriz Alejandra Bogue aparece desnuda; ni siquiera el manto que cae sobre sus brazos ni el largo cabello ocultan sus senos ni tampoco su miembro, el cuerpo de la Bogue es un manifiesto para el presente en que se debate el fenómeno trans, la mayoría de las veces ignorando a las personas que así se identifican.
La actriz de 58 años es un caso raro en el ámbito del espectáculo mexicano donde prácticamente no hay representación ni estrellas trans. La pieza más conmovedora de Faltas a la moral es el diario de Bogue, un par de páginas que la muestran más desnuda que en la foto de bienvenida en donde se revelan pensamientos y anécdotas que darían para contar su vida; estas revelaciones se complementan con un afiche de La flor de mi secreto (1995), una de las mejores y más olvidadas películas de Almodóvar, así como dos cartas, una del director español y otra de Marisa Paredes, la protagonista del filme, dedicadas a la actriz mexicana. Otro destello de la exposición es la fotografía de Manu Mojito “Laura Branigan en su habitación” (2018), que se acerca a la intimidad de su protagonista, una mujer trans que sonríe y sostiene en sus manos un muñeco de peluche.
Vestida de azúcar
Yo es otro, decía Rimbaud, abriéndole el paso a las experiencias vital y estética, inquietas, inestables, inconformes. En el conjunto de visiones que integran la gama de las muestras revisadas, a estas alturas todavía es posible la iluminación para alejarse de la propia identidad y verse en otro espejo, alejarse de uno mismo. Un poco como le ocurre a Escocia, el travesti protagonista de Todo el hilo (1986) que, sin que el lector lo advierta, se intercambia con su autor, Alberto Dallal: “Se acabó de colocar el vestido, las medias, los zapatos de tacón. Se puso la peluca […] Espléndida ocasión para probar que hasta para el descenso a los infiernos se requiere de la complicidad de ‘otro’ […] Se echó un último vistazo en el espejo. Se despidió de sí mismo. Salió a esa colección de acusaciones que se llama la calle.” ~
es periodista cultural, crítico de cine y traductor literario.