Carranza: revolucionario y estadista

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Felipe Ávila

Carranza. El constructor del Estado mexicano

Ciudad de México, Crítica, 2020, 392 pp

Un político, en la más plena connotación de la palabra, se pone a prueba en procesos revolucionarios. Alexis de Tocqueville creyó ver el arquetipo en John Quincy Adams en Estados Unidos o en Charles Maurice de Talleyrand en Francia. José Ortega y Gasset en Mirabeau, un noble que defendió la representación del Tercer Estado, la monarquía parlamentaria y la constitución civil del clero. A diferencia de Talleyrand, que sobrevivió a Napoleón, Mirabeau solo vivió el primer año de la Revolución, pero su talante negociador marcó para siempre el experimento francés.

Si hubiera que buscar un equivalente en la Revolución mexicana, ninguno tendría más atributos que Venustiano Carranza. Nacido en Cuatro Ciénegas, Coahuila, en plena Guerra de Reforma, y dentro de un conocido clan liberal del noreste, Carranza recorrió todas las estaciones de la política mexicana entre 1890 y 1920. En las últimas décadas del porfiriato fue presidente municipal de Cuatro Ciénegas, senador federal por Coahuila y gobernador interino de su estado. En la Revolución fue gobernador electo de Coahuila y primer presidente constitucional de la nueva república.

La reciente biografía de Carranza, escrita por Felipe Ávila, propone pensar esa evolución ascendente en medio del cambio revolucionario. No hay dudas de que Carranza era un político antes del estallido revolucionario y que, en buena medida, sus dotes de negociador se plasmaron en la lucha contra la hegemonía del gobernador José María Garza Galán y en su respaldo a otros líderes regionales como Miguel Cárdenas, que rigió interinamente Coahuila, o Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León. Cuando Francisco I. Madero aparece en la escena política nacional, Carranza, catorce años mayor, ya era un experimentado operador de los intereses del noreste en la capital de la república.

Ávila define esa vocación política como “doble juego” e ilustra, a través de la correspondencia de 1909 y 1910, los momentos en que Carranza, sin dejar de ser leal a Reyes, intenta mantenerse en buenos términos con Díaz y Madero a la vez. Luego, tras el triunfo revolucionario, ya distanciado de Reyes y debiendo, en buena medida, la gubernatura al respaldo maderista, el político coahuilense sostuvo algunos disensos con el presidente como su oposición al servicio militar obligatorio y su rechazo al poder regional del veterano Jerónimo Treviño, ratificado por Madero como jefe de la zona. Carranza desaprobó la política de entendimiento con viejos caudillos porfiristas, emprendida por Madero, y en algunos aspectos del gobierno, como la reforma laboral, la abolición de monopolios y tiendas de rayas y la supresión de jefaturas políticas, el gobernador avanzó más rápido que el presidente.

A pesar de algunos guiños en el epistolario con Huerta, Ávila reconoce que el 18 febrero de 1913, antes del asesinato de Madero y Pino Suárez, Carranza decidió desconocer la dictadura por medio de un decreto de la legislatura estatal que le concedió facultades extraordinarias y lo autorizó a armar un ejército regional para resistir la usurpación. Aquel fue el momento de mayor claridad de Carranza como revolucionario y el punto de partida de toda su obra posterior.

Recuerda Ávila el testimonio del general michoacano Francisco J. Múgica, quien integró el núcleo firmante del Plan de Guadalupe. Al igual que Lucio Blanco y otros líderes revolucionarios, Múgica era partidario de seguir los precedentes del Plan de San Luis Potosí y el Plan de Ayala e incluir algunas demandas populares contra los terratenientes y el clero, pero Carranza insistió en que la prioridad era derrocar la dictadura. Madero había muerto y la Constitución seguía viva: era preciso invocar esa legitimidad constitucional para atraer a las mayorías y poner fin al régimen huertista.

El constitucionalismo ocupó el eje doctrinal de la política carrancista. Era aquel un constitucionalismo juarista y maderista, a la vez, que lo habría de guiar para unir las fuerzas revolucionarias contra Huerta, para rechazar la ocupación norteamericana de Veracruz y para enfrentarse a Villa y Zapata en el campo de batalla y en la Convención de Aguascalientes. Ávila destaca que la vocación política de Carranza volvió a asomar en algunos intentos de acercarse ideológicamente al zapatismo y al villismo, dentro de la Convención, lo cual se percibe en su proyecto originario de reformas, que contempló el municipio libre, el reparto agrario y la legislación obrera. El fracaso de la Convención se verificó cuando cada jefe, empezando por el propio Carranza, puso como condición el desistimiento de sus rivales.

En la guerra civil, Carranza fue tan tenaz e irreductible como en su enfrentamiento a Huerta. Es entonces que se convence de la importancia de ampliar la propuesta de reformas para deslegitimar políticamente a los líderes populares, a la vez que intenta aniquilarlos militarmente. Es en ese tiempo, también, que el constitucionalismo carrancista pasa de la defensa de la Carta Magna del 57 a la idea de un nuevo constituyente. En la iniciativa de introducir una lógica constituyente dentro del proceso revolucionario, Carranza y el carrancismo desplazaron a las otras corrientes revolucionarias.

La coronación de aquel proceso con un texto constitucional, tan renovador en materia de legislación social, no fue mérito exclusivo de Carranza –de hecho, su proyecto original era mucho más moderado que el que se aprobó en Querétaro–, pero hubiera sido improbable sin su liderazgo político. Ese desenlace de su trayectoria, al frente del primer gobierno constitucional del Estado posrevolucionario, desde aquella lejana presidencia municipal de Cuatro Ciénegas, lo define como un líder entre dos tiempos.

Tal singularidad ha llevado a los historiadores a ver la silueta de Carranza repartida entre el antiguo régimen y la Revolución. Enrique Krauze lo llamó “puente entre siglos”, Luis Barrón lo caracterizó como un “reformista en la Revolución”, Javier Garciadiego lo ha catalogado como el “único gobernante de la Revolución con nivel de estadista”. En un momento de su libro, Felipe Ávila dice que, a diferencia de Zapata que fue “un revolucionario” y de Madero que fue un “redentor social”, Carranza fue un “político experimentado que creía en un proyecto de transformación social”.

La caracterización puede dar pie a no considerar a Carranza como un revolucionario, lo cual es equívoco. No menos equívoco, eso sí, que aquel pasaje de Ortega y Gasset, en su ensayo sobre Mirabeau, donde decía que el político es quien intenta “salvar la subitaneidad del tránsito” y actúa como revolucionario y contrarrevolucionario, al mismo tiempo. Tal vez, más correcto sea decir que Carranza fue las dos cosas, un revolucionario y un estadista, y que su legado es indisociable de la voluntad de ofrecer a la Revolución un cauce constitucional. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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