Nos preguntamos muchas veces, y no sin razón, por qué personas de una alta cultura e incluso de refinamiento artístico pudieron apoyar el movimiento nazi, y por qué tuvo tanto sustento popular, un término que algunos pronuncian de nuevo con los ojos en blanco, como piedra de toque, leída según se tercie. Pero rara vez nos preguntamos si esa misma incógnita debe aplicarse a nosotros mismos, al menos como una suerte de vigilancia intelectual. La suposición de que si es inteligente no puede ser irracional es una reflexión equivocada. La inteligencia, lo vemos todos los días, puede alentar actitudes irracionales; la reflexión, estar exenta de información, de conocimientos reales, como ya nos explicó Sócrates en República. Los elementos emocionales, que se han ido creando, individual y socialmente, de manera poco construida por la voluntad, aunque hayamos puesto voluntad en ello, donde menos han hablado es en la ciencia, y donde más en la política. No es que un químico o astrofísico no ponga emociones en lo que piensa, descubre y valora, sino que esas emociones no determinan la realidad del objeto. Los acontecimientos del Parlament de los días 6 y 7 de septiembre de 2017 que resultaron en la aprobación del referéndum vinculante de independencia de la autonomía catalana, con todos los que lo apoyaron afirmando, más o menos, que después de eso la felicidad y el bienestar estarían socializados, que los bancos irían todos a situarse en Cataluña, que en Europa les abrirían los brazos, etc., participan de la larvada construcción de una sentimentalidad tan ingenua como enferma. Ingenua porque supone el sueño de una unidad preexistente, vinculada a lo bueno y el bien, que debemos procurar cumplir (sí, la filosofía de la historia de Hegel late ahí), y para ello debemos, y aquí comienza la enfermedad propiamente dicha, adiestrar al otro en el espíritu nacional o considerarlo un impedimento: el enemigo a reducir o expulsar. Por eso el president Puigdemont, el hombre de la idea fija en una cámara vacía, afirmó en su respuesta al discurso del rey que Cataluña es un pueblo unido. Pero un 60% no salió a votar, pero el apoyo independentista, en votos, nunca superó el 47%, contado con generosidad. La unidad es fundamental, y a lo que no cabe, se lo expulsa. Todo pensamiento social y político que habla de la unidad es sospechoso. Podemos ceder en beneficio de lo común, pero eso no elimina la diversidad que somos. Volviendo a la idea inicial: dentro de la diversidad está nuestra enorme capacidad para ser pensados por una emocionalidad de la que deberíamos sospechar de vez en cuando, preguntarnos de dónde viene, cómo se ajusta a la realidad. El extremo nazi no debería hacernos alejar esa esquizofrenia (cultura/crimen), en algún grado, de nosotros mismos. No debemos confundir los ejemplos extremos, aunque nos ayudan a comprender naturalezas que participan de la misma categoría. Pueblos elegidos, clases elegidas, ideologías exaltadas en sí mismas como el bien, religiones monoteístas, etc., son aspectos de nuestro imaginario que siguen ahí, quiero decir: aquí.
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Madame de Stäel en Consideraciones sobre la revolución francesa: “A lo largo de mi vida, todos los errores que he cometido en política se han debido a la idea de que los hombres serían siempre sensibles a la verdad, si se les exponía con la suficiente energía.”
La noción de relato es importante en la psicología individual y lo ha sido siempre en la de los pueblos. Los mitos fundadores, algunos tan extraños como el de Roma, con un asesinato entre hermanos, son cuentos que conforman una imagen. Los individuos, mejor o peor, construimos un relato de lo que denominamos “nuestra vida”. Todos nos estamos contando siempre una novela, afirmó Ortega y Gasset. Armado por deseos, memoria, invención, mentiras y caprichos en los que el azar interviene, el relato autobiográfico es una ficción que se propone como realidad, que vivimos como realidad y que nos constituye tanto como lo que, minuciosamente y de manera confusa, hemos vivido, que nunca sabremos del todo qué ha sido. Lo minucioso cotidiano es inenarrable y por eso mismo pierde con facilidad significado. Tiene, por regla general, el signo de la disipación. La arena del tiempo es amorfa, y tanto en lo individual como en lo colectivo, necesitamos imágenes y relatos: tiempo formalizado. La imagen a veces puede ser un puro icono que se muestra como un arcano. Ayer (27 de octubre de 2017), tras la virtual proclamación de la república independiente de Cataluña, la plaza Sant Jaume se convirtió, al menos en los primeros minutos, en una exaltación de una figura ausente. Entrevistados, algunos jóvenes hablaban con una emoción límite de que ya eran libres, y también lo afirmaron, con lágrimas en los ojos, varias personas mayores de cincuenta años, algunos ancianos. Eran libres, al fin, proclamaban. Sin duda era una emoción pura en ellos – en figuras como Puigdemont, Forcadell y Junqueras creo que tiene otro significado–, aunque no por eso dejara de ser extraña. Los jóvenes que se expresaban con tan emotiva alegría no han conocido otra cosa que la democracia, una democracia moderna, con las ventajas de una autonomía con más competencias que cualquier otra de Europa, y, salvo estos últimos años de crisis, un bienestar muy por encima del 99% del mundo. Los mayores de cincuenta años conocieron algo o mucho de la dictadura franquista, vivieron la transición hacia la democracia y la Constitución del 78, una constitución con una concepción del Estado descentralizada (régimen de autonomías inicial, ampliado luego hasta el despilfarro y la incompetencia). Pero lo curioso es que todos hablaban de que al fin habían logrado algo muy importante: ser libres, liberarse de la opresión del Estado español, ser ellos mismos. Los más jóvenes han vivido, no todos, pero sí muchos, un cierto adoctrinamiento nacionalista en los colegios, extendido luego como mito en las familias o en las conversaciones. La televisión pública autonómica, tv3, ha alcanzado en estos años cotas delirantes de propaganda nacionalista, con todo lo que esto significa de repetición de las mentiras. Los mayores, los de mi edad (n. 1956) o más, pudieron vivir la represión franquista (como yo, que soy andaluz), con el añadido de que la lengua catalana fue reprimida. Ahora, gracias a nuestra democracia, se ha alcanzado el mayor número de catalanohablantes de la historia, y hay una verdadera “inversión lingüística”. No quiero ampliar más los datos: esas emociones vinculadas a la palabra libertad carecían de todo sentido de la realidad. Que algunos aspectos de la historia viajan en incesante metamorfosis apareciendo en ciertas ocasiones, como ayer, es indudable. Pero también es cierto que en ocasiones se produce una negación de la historia en aras de una ficción donde todo se cumpliría por el solo hecho de su proclamación, como en las viejas utopías: un relato con tintes míticos muy trabado, aunque insostenible a ojos de mentes razonadoras y razonables. La libertad que provocó esas emociones en la plaza Sant Jaume el día 28 de octubre no supone mayor capacidad de decisión, y en realidad supondría problemas nuevos y marginalidad aún mayor para más de la mitad de la población no independentista. No importa, la libertad que otorga tal grado de paroxismo no es social, no se ejerce: es un mito. Como tal, no es censurable, pero cuando queremos articular las leyes con el espíritu del mito, el descalabro o el horror pueden estar cerca, y todo se vuelve escenario, teatro, pero en el que no hay salones de pasos perdidos ni salida a la realidad. El sueño identitario y geométrico es todo lo que queda.
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¿Qué significa mentir? “Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”, dice el diccionario de la rae. Habría que añadir: o se siente, porque creencia no sustituye a sentimiento, y tampoco saber ocupa el lugar del sentimiento. Hay mentiras necesarias, como las hay piadosas. Mentir es una acción vinculada en lo orgánico con alguna determinada estrategia de supervivencia. Al fin y al cabo, la vida, en su sentido más elemental, no procura la verdad sino su autoafirmación, a veces a cualquier precio dentro de los límites de sus circunstancias. En la mentira humana, que es la que me interesa, mentir suele pasar muchas veces por mentirse previamente a sí mismo. El mentiroso finge tan sinceramente que a veces cree en lo que dice. El autoengaño es un paso necesario, en la mayoría de los casos, porque además de favorecer la eficacia nos descarga del sentimiento de culpa de saber que estamos mintiendo. Nadie dice de sí mismo que es un mentiroso, o que suele mentir muy a menudo, y sin embargo todos mentimos. Nos mentimos poco a poco, como esos venenos que no llegan a matar porque las dosis son mínimas y pueden permitir que el organismo cree defensas contra ellos.
Desde antiguo se ha hablado de la poesía como opuesta a la verdad (Platón), y ha llegado hasta nuestro tiempo, con otros contenidos, pero igual fondo, hasta el punto de que Mario Vargas Llosa ha hecho de “la verdad de las mentiras” la definición de su arte de la novela. Nietzsche afirmó que necesitamos del arte para no morir de tanta verdad. Claro que cuando Nietzsche o Vargas Llosa hablan de la necesidad de esas “mentiras” no están en contra del conocimiento filosófico, o histórico y científico, sino más bien apelan a la concreción artística que reúne en sus formas lo que en lo conceptual ha necesariamente desaparecido. El arte es mentira en la medida en que forma parte de la ficción, de lo simbólico, de la formalidad que apela a nuestra credibilidad, y que al cabo nos ofrece una virtualidad metafórica: la vivimos como real, en sus mejores momentos, solo mientras dura nuestra experiencia de lectura. Luego se desvanece como verdad, pero perdura en nosotros lo experimentado (subjetividad). A diferencia del mentiroso, el novelista o el poeta no quieren mentir ni se proponen hacerlo. Si se miente para sobrevivir, conseguir algo a toda costa, o para darnos la razón, esa “mentira” del poeta habría de encajar en algunas de estas características. Muchos sobreviven sin arte, pero a otros pareciera que se les va la vida si no escriben o pintan. No creo que se escriban poemas o novelas para conseguir algo a toda costa, aunque conozco a algunos que sí lo hacen, y hasta lo logran. Y tampoco me parece que la tarea de un escritor esté motivada por el empeño en darse la razón, porque la creación literaria no está del lado de las ideas. No se escribe una novela para demostrar que se tiene razón, y menos un poema. ¿Entonces? Sospecho que la mentira de la que todos hablamos, que no es la de Vargas Llosa referida a la novela, tiene que ver con la que asiste a la poética solo en la medida en que necesita de mimbres comunes. Comparten características semejantes (imaginación, elementos ficcionales, propuestas de realidad, con o sin conciencia de serlo, etc.), pero la mentira al cabo nos aísla del cotejo con la realidad y con los otros que no están dispuestos a seguirnos o que son sus víctimas, mientras que el poema carece de otro como víctima, de otro resuelto en medio para un fin mío. El poema es lo otro en sí mismo, así que cualquiera puede ser su habitante. La mentira, incluso cuando somos su víctima primera, porque hemos comenzado por creer en ella, nos envilece, y está sostenida sobre una falla. El mentiroso consciente es alguien que juega con nosotros; el novelista en cambio nos propone un juego que, finalmente, puede ser muy serio.
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El nacionalismo es lo mínimo compartido como máximo, siempre contra otros. La democracia es lo máximo compartido mínimamente, y supone a los otros tanto en lo coincidente como en lo divergente. La diferencia entre nacionalismo y democracia es que el primero se apoya en la noción de pueblo, y hay buenos y malos españoles, vascos, catalanes; mientras que la democracia está constituida por ciudadanos. No se trata del ciudadano que llega a ser buen español, por ejemplo, sino buen demócrata, es decir: que cumple con las normas (Constitución) que nos hemos dado a todos y que otros de fuera pueden llegar también a disfrutar y obedecer. Se trata de un convencimiento, no de un sentimiento. No es que no pueda alguien sentirse catalán, sino que no se puede deducir de ese sentimiento ningún reglamento que articule nuestra convivencia. Los sentimientos dotan de corporalidad a las ideas, pero no las sustituyen; les da energía, pero no dirección. “Todos los hombres tienen derecho por igual” es una frase que puede en cierto momento suscitar en nosotros una fuerte emoción, y no está mal que esto nos ocurra, porque hará más fuerte su calado, pero el elemento radical no puede residir en la emoción sino en lo que ese artículo significa.
Mi frase maximalista hace aguas por algunos lados, no se me oculta. Digamos que, como tantos aforismos, funciona por su falta de matices. Varios de los elementos propios del nacionalismo, además de un territorio, una lengua y una religión, no pueden considerarse mínimos. Ha habido afirmaciones nacionalistas apoyadas en heterodoxias religiosas, muchas veces pequeñas diferencias defendidas como valores radicales; pero incluso cuando hablamos de lengua o religión, cuando se da en países libres sujetos a una constitución, el valor democrático siempre será superior. La religión se inserta en la libertad de credos, porque una democracia que realmente lo sea ha de ser laica, y a la lengua, a su vez le es reconocida su derecho a ser enseñada y usada como vehículo de comunicación. Así pues, hemos calafateado por lo pronto esas vías de agua: gracias a la democracia lo máximo es compartido (así sea mínimamente). No es necesario que yo me identifique con ciertas minorías sexuales o laborales, basta con que comparta el reconocimiento legal de sus derechos y obligaciones desde el convencimiento de que ese principio es el mismo que rige el reconocimiento de mis derechos: el de tolerancia y respeto. Por otro lado, lo importante de la religión, sea el protestantismo o el animismo, debería ser el respeto a profesarla, siempre que no se quiera proponer como articuladora de un sistema político, como ideología que dote de valores a la constitución, por ejemplo. Lo importante de la religión se relativiza en el derecho a la libertad religiosa, que es el proceso civilizador que nos hace desplazar el absoluto dogmático y totalitario de los grandes monoteísmos, a la interioridad y, de nuevo, tolerancia de otras religiones, lo que supone la jerarquización de los derechos de los individuos, donde mi derecho a una creencia es más importante (políticamente) que la creencia. No comparto tu religión, ni conozco tu lengua, pero comparto y defiendo un elemento mínimo radical: el reconocimiento de tu derecho, etcétera. Lo máximo tuyo es un mínimo de todos (democracia); lo mínimo nuestro es lo máximo mío (nacionalismo). Cuando se impide el uso de una lengua, entonces lo que está ocurriendo es que el principio democrático ha fallado. Si un determinado sector de la sociedad no puede votar lo que el resto, se produce una marginación y pérdida de derechos. Aquí no cabe hablar de nacionalismo en su sentido peyorativo, sino en un fallo de la democracia en la cual está inserta esa minoría a la que no se le reconoce sus derechos.
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Todo nacionalista cree en la singularidad de su ombligo y soporta mal las singularidades que no pertenecen a la identidad que profesa, salvo si las acepta como de segunda clase, y por lo tanto degradadas.
Entre diversidad e identidad hay una tensión que, de manera optimista, se resuelve en la mediación de la tolerancia, que supone el reconocimiento de los derechos de aquello que no es lo nuestro, en la medida en que lo “nuestro” no es lo de “ellos”. Una suerte de ecología cultural que puede llegar a compartir el mismo lecho, aunque con niveles distintos de uso. Mitos, mitemas, usos y costumbres diversas dentro de superestructuras que los contienen. ¿Pero existen esas grandes estructuras o son deducciones informadas por las creencias que, a su vez…? Reductivamente, acercándonos a lo instintivo, todo es supervivencia y afirmación de lo propio; hacia la cultura, metaforización y alteración, sobrenaturaleza, arbitrariedad y, como diría Bataille, lujo, excedente, la parte maldita.
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Los vendedores de ordenadores y los creyentes de lo nuevo suponen un sistema escolar sin apenas profesores. ¡Las cosas han cambiado! Ya todo lo tenemos en la red. Pero la verdadera formación está mediada por la presencia real del profesor, del maestro, que alía al conocimiento objetivo la dimensión emocional, experiencial, incluso la irrupción de lo momentáneo. La desaparición del maestro real, persona biográfica que comparte contigo el mismo espacio, supone la desaparición del alumno. Se adquiere, si se logra, información, pero no el sentimiento del otro vinculado al aprendizaje y a lo que se aprende. Se puede aprender, adquirir información, como se dice ahora acentuado el dato concreto, pero una dimensión fundamental habrá desaparecido: el camino emotivo del saber lo que no estaba en ningún archivo y se manifiesta en el contacto maestro-alumno. Tenemos que volver a leer Juan de Mairena, y aprender de su pedagogía, como también estaría bien leer el concepto de Machado de lo cordial como conocimiento a la luz de la neurociencia (Goleman, Damasio, etc.). El exceso de virtualidad lo primero que sacrifica es la virtud, que es un valor pleno de presencia, de biografía.~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)