El Ășnico y su identidad

A la luz de los recientes debates sobre lo trans, la simplicidad que divide a lo masculino de lo femenino parece condenada al basurero de la Historia. El presente ensayo busca abrirse camino en la desconcertante galaxia del género, para entender las claves de las nuevas derivas identitarias.
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Nunca me imaginĂ©, creyendo como lo creo que en Jacques Lacan y su escuela se concentrĂł lo peor de la cultura francesa, llegar a leer un libro de Élisabeth Roudinesco –biĂłgrafa del doctor, historiadora del psicoanĂĄlisis francĂ©s y custodia, con sus asegunes, de su memoria– y estar de acuerdo, en buena medida, con ella. Y es que el desconcierto hace de quienes nos eran extraños, aliados. No puede provocar otra cosa la nueva cultura identitaria, con su puritanismo devastador y su intolerancia contra los valores liberales impuesta desde la identidad Ă©tica o sexual. Estamos ante un intransigente principio de particiĂłn entre un “yo soberano” y un mundo fanĂĄtico que se desborda mĂĄs allĂĄ de su origen exclusivamente universitario.

Roudinesco (ParĂ­s, 1944) no tuvo empacho, como otros tantos intelectuales de su ciudad, en ser, a la vez, asidua catecĂșmena de la escuela lacaniana y militante del Partido Comunista FrancĂ©s, durante los años setenta del siglo pasado. Todo lo que fuera “revolucionario”, ya se sabe, era bienvenido en Saint-Germain-des-PrĂ©s. Actualmente, Roudinesco forma filas entre quienes estĂĄn horrorizados, para hablar de situaciones ya no tan extremas, por la violencia contra los niños, a veces sometidos a “reasignaciones” de gĂ©nero arbitrarias o terapias hormonales inhibitorias de los cambios puberales. Ella llama a la cordura propia del “humanismo tradicional” y de su gran conquista, agregarĂ­a yo, la de hacer reinar a los derechos humanos como la filosofĂ­a moral del siglo XXI. Igualmente, en contra de los “estudios decoloniales” y de sus profetas, en El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias (2021), Roudinesco defiende la IlustraciĂłn y las sociedades democrĂĄticas que se forjaron en Occidente de la nueva barbarie que, nacida de los derechos de tercera generaciĂłn exigidos por las minorĂ­as reales e imaginarias, estĂĄn dejando caer las tinieblas sobre nosotros, predicando, sin ambages, la exclusiĂłn basada en una nueva normativa genĂ©rica y en el racismo de los antirracistas.

Lo que a Roudinesco le cuesta aceptar (y de hecho no lo acepta) es que la deriva identitaria es consecuencia –frecuentemente reducida al absurdo pero consecuencia al fin– de aquello que predicaron, desde sus cĂĄtedras y seminarios, sus propios maestros, los Louis Althusser, los Roland Barthes, los Jacques Derrida, los Lacan, los Gilles Deleuze y, sobre todo, Michel Foucault. Para hacer un brevĂ­simo recorrido por esa genealogĂ­a, me he servido del tratado, mĂĄs didĂĄctico que profuso, de Éric Marty (Le sexe des Modernes. PensĂ©e du Neutre et thĂ©orie du genre, 2021). Debo decir que Marty, crĂ­tico de los lectores del marquĂ©s de Sade, editor de las obras completas de Barthes y de los diarios de AndrĂ© Gide, ve con empatĂ­a el “nuevo orden amoroso” de nuestros dĂ­as, pues ya estamos muy lejos de aquel libertario Nuevo desorden amoroso (1977), de Alain Finkielkraut y Pascal Bruckner, anterior al sida y a la trata mundial de personas y hoy impublicable por polĂ­ticamente incorrecto.

Marty (París, 1955) cree, como lo creyó Roudinesco, que la Revolución es el eterno espíritu del mundo y admira el colosal “problema” que vino a provocar Judith Butler, la filósofa nativa de Ohio, en la muy perturbable mentalidad burguesa y en su apacible patriarcado. Ello no quiere decir que Le sexe des Modernes sea un libro indulgente con Butler y sus contradicciones.

Apasionado por el trueque de atributos entre Francia y los Estados Unidos, para Marty –para quien el “falogocentrismo” y su ya remoto origen psicoanalítico es una vulgata cuyo uso ni siquiera puede discutirse– Butler representa la “contratransferencia” provocada por la French theory diseminada hace medio siglo en los campus norteamericanos. Su opinión, por cierto, es contraria a la de Gregory Jones-Katz, autor de una muy instructiva historia de la Escuela de Yale y de su secuela feminista (Deconstruction. An American institution, 2021), donde se afirma que la Deconstrucción es una hija respondona menos de Derrida que de los viejos y conservadores Nuevos Críticos y, en todo caso, patrimonio de un impronunciable nacionalismo gringo. Butler, en sintonía con Jones-Katz, sería heredera no de los maütres à penser, sino de la filosofía analítica y del pragmatismo, lo cual para Marty nos lleva a un escenario donde, ya no siendo París, desde hace rato, el centro del universo, lo es la Universidad de Berkeley, con un sempiterno Foucault como el primer “poseuropeo”.

Como historiador de la literatura, Marty reivindica la matriz francesa de lo Neutro, en Barthes, en S/Z (1970), aunque el castrado Zambinella de HonorĂ© de Balzac formaba parte del proceso de desertificaciĂłn de la literatura anunciada por Maurice Blanchot y llevada a cabo como nĂșcleo de un “esteticismo” repudiado por Butler. Muy lejos estaba Barthes (y el resto de los Modernos, como Marty llama pomposamente a los estructuralistas y los posestructuralistas) de imaginar que lo Neutro se convertirĂ­a en un sujeto polĂ­tico, aunque, despuĂ©s de Ă©l, Derrida y Foucault se empeñaron en vaciar lo literario en lo pĂșblico. En el seguimiento que Marty hace de Butler (El gĂ©nero en disputa, su libro clave, es de 1990) reafirma, siempre, la precedencia del hexĂĄgono, advirtiendo provocadoramente que, en el origen, estĂĄ el Jean Genet de Santa MarĂ­a de las flores (1943), cuyo travesti Divina serĂ­a la madre (con todo y falo) de la teorĂ­a del gĂ©nero, resaltado, con el exĂ©geta genetiano Jean-Paul Sartre, que esta es una figura heterosexual.

((Étienne Gilson, neotomista y misĂłgino, escribiĂł a propĂłsito de Baudelaire que “todo andrĂłgino implica un macho; Ă©l mismo fecunda a su musa, si es que la tiene” (L’école des muses, ParĂ­s, Libraire Philosophique Vrin, 1951, p. 233).))

Antes de cambiar la pĂĄgina que nos lleva de Sartre a Simone de Beauvoir y El segundo sexo (1949), en los terrenos de Roudinesco y la identidad, cabe decir, con Marty, que lo Neutro y la teorĂ­a del gĂ©nero no solo abandonan todo compromiso con la “potencia transgresora” de la literatura, tan propio de la tradiciĂłn que va de Georges Bataille y Sartre hasta Deleuze y Derrida, sino, en su furia antipatriarcal, “desacreditan”, sin cesar, lo mismo el movimiento LGBTIQ+ que la teorĂ­a queer, al artista en tanto artista, no solo por ser varĂłn y ser blanco. Ya se trate de Michelangelo Antonioni, de Balthus o de Robert Mapplethorpe, el artista se distingue, en el horizonte, con una jerarquĂ­a del valor del todo ajena a la puritana democracia igualitaria, “radical y homogĂ©nea”, pregonada por Butler y su proliferaciĂłn superabundante de nominaciones, acrĂłnimos, siglas, neologismos, contraseñas y safe words.

((Marty, op. cit., pp. 25-26, 49 y 135.))

En 1949, cuando Beauvoir escribiĂł “no se nace mujer: se llega a serlo”, seguramente no calculĂł el efecto macrosĂ­smico de una frase cuyas rĂ©plicas se expandieron a lo largo de medio siglo XX y en lo que va de la nueva centuria. Ese dicho, el mĂĄs cĂ©lebre de El segundo sexo, emblematiza uno de esos momentos donde las palabras, en verdad, cambian el curso del tiempo. Aunque Beauvoir “no conceptualizaba la nociĂłn de gĂ©nero”, recuerda Roudinesco, acabĂł por enfrentar dos nociones del asunto, ambas “falocĂ©ntricas”, pero muy distintas: si el sexo, por un lado, domina al gĂ©nero, como se creĂ­a desde AristĂłteles y Galeno, el varĂłn ocuparĂ­a, por “perfecciĂłn metafĂ­sica”, la primacĂ­a; pero si el sexo es monista, como lo dictaba la ciencia decimonĂłnica, es la diferencia anatĂłmica la que paradĂłjicamente lo caracteriza. Fue Freud, segĂșn leemos en El yo soberano, el que –pese a su misoginia rĂĄpidamente desechada por sus seguidores, segĂșn Roudinesco– conciliĂł lo irreconciliable y, con el rescate del mito del andrĂłgino, impuso la “bisexualidad psĂ­quica” del ser humano. Bisexualidad que, segĂșn la biĂłgrafa de Lacan, es la libertad de “reconocer la existencia de un destino para emanciparse de Ă©l”.

((Roudinesco, op. cit., pp. 25-26 y 28. TambiĂ©n consultĂ© la ediciĂłn francesa [Soi-mĂȘme comme un roi. Essai sur les dĂ©rives identitaires. Postface inĂ©dite, ParĂ­s, Seuil, 2022] porque la ediciĂłn en español no incluye el posfacio inĂ©dito donde Roudinesco aborda la cultura woke y sus consecuencias, mismas que sufriĂł al enfrentar las correcciones que pretendĂ­an sus editores al inglĂ©s. QuerĂ­an esos “sensitive readers” que blanquease su autobiografĂ­a omitiendo a un tal Julius Popper (1857-1893), un remoto ancestro suyo, quien masacrĂł patagones y a quien cita de pasada. Ahora resulta, contestĂł Roudinesco en ese sentido, como si las Leyes de NĂșremberg se aplicaran a la ediciĂłn, que ella debĂ­a borrar, culposa, esa “transmisiĂłn genĂ©tica o hereditaria”. Que omitiese la palabra “negro” de El negro del Narcissus, de Joseph Conrad, poniendo, quizĂĄs, The N
 of Narcissus, ofendiendo, de paso, la memoria de CĂ©saire, quien dijera: “Yo soy un Negro fundamental.” Que previniese –le pidieron– a los potenciales lectores judĂ­os ortodoxos de la probable ofensa que podrĂ­a significar la lectura de MoisĂ©s y la religiĂłn monoteĂ­sta, de Freud. Roudinesco renunciĂł a esa ediciĂłn advirtiendo que contra el fanatismo religioso nada puede hacerse. No sĂ© si El yo soberano ya se publicĂł en inglĂ©s.))

Si bien el constructivismo social no fue invenciĂłn de Beauvoir, la caĂ­da de los regĂ­menes comunistas hizo que, en la izquierda estadounidense, la polĂ­tica como construcciĂłn de identidad sustituyera a la militancia clĂĄsica, como lo ha contado Mark Lilla, a quien Roudinesco cita con largueza. En un espacio donde se habĂ­a esfumado la lucha de clases y quedado extinta la clase obrera, el feminismo se convirtiĂł, con toda justicia, en “la Ășnica revoluciĂłn triunfante” de aquel siglo y, a partir de su victoria, el gĂ©nero migrĂł de la mujer hacia las vindicaciones homosexuales. Una parte de estas reivindicaciones –no todas– se basĂł en los estudios de John Money sobre el hermafroditismo y se apoyĂł, nos cuenta Roudinesco, en su conocida conclusiĂłn de que “lo Ășnico que contaba era el rol social: el gĂ©nero sin el sexo”, de tal forma que “bastarĂ­a con criar a un niño como una niña, y viceversa, para que cada uno adquiriese una identidad distinta de su anatomĂ­a”.

((Roudinesco, El yo soberano, op. cit., p. 29.))

En 1966, leemos en El yo soberano, David Reimer, a los dieciocho meses, se convirtiĂł en “el conejillo de Indias” de Money, quien, aprovechĂĄndose de su pene carbonizado por una “fimosis mal operada”, lo hizo educar como niña. Pero el infortunado David se sentĂ­a hombre desde la adolescencia y tratĂł de recuperar su pene en la mesa de operaciones. Los “traumatismos quirĂșrgicos” lo orillaron al suicidio. De la tragedia de Reimer y del escandaloso proceder de Money, Roudinesco concluye que, si bien “el deseo de cambiar de sexo se observa en todas las sociedades” desde la AntigĂŒedad, violentar la informaciĂłn genĂ©tica es desastroso. Es de considerarse la opiniĂłn de los voceros de la “intersexualidad” (tĂ©rmino psiquiĂĄtrico sustituido mĂĄs tarde por transexualidad o solamente por trans), citados por la propia Roudinesco, para quienes, si Money no hubiera enfrentado a Reimer a una “elecciĂłn binaria”, esa persona se habrĂ­a librado de la muerte.

((Ibid., pp. 29-30 y 44.))

El feminismo y el movimiento homosexual, agrega Roudinesco, se encontraron en una nueva (y radical) situaciĂłn teĂłrica, prĂĄctica y hasta mĂ©dica. La simplicidad que dividĂ­a a lo masculino de lo femenino parecĂ­a condenada al basurero de la Historia. Si habĂ­a hombres y mujeres convencidos de que “su gĂ©nero no correspondĂ­a en absoluto a su sexo anatĂłmico”, estas personas podĂ­an acceder a “la identidad elegida” con el respaldo de una nueva ideologĂ­a y gracias al bisturĂ­, someterse a la castraciĂłn bilateral, la creaciĂłn de una neovagina, la ablaciĂłn de los ovarios y el Ăștero, la faloplastia. Finalmente, una mujer, pero tambiĂ©n un hombre, podĂ­an llegar a ser, sexualmente, lo que quisieran. El psiquismo se imponĂ­a sobre la realidad biolĂłgica.

((Ibid., p. 31.))

Tras explicar el protocolo mĂ©dico que en Francia se efectĂșa para la “reasignaciĂłn hormonal-quirĂșrgica”, Roudinesco –ella misma autora de Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (2007)–

{{En El yo soberano, Roudinesco evita hablar de “perversiones”. Marty solo utiliza la palabra cuando se refiere al marquĂ©s de Sade [“sadismo”] o a Leopold von Sacher-Masoch [“masoquismo”].}}

 hila mĂĄs fino y se atreve a plantear una hipĂłtesis polĂ©mica: “Sabiendo que el tratamiento hormonal tiene que mantenerse toda la vida y que el transexual operado no volverĂĄ a sentir, provisto de estos Ăłrganos, ningĂșn placer sexual, no es aventurado pensar que el goce experimentado al acceder asĂ­ a un cuerpo mutilado es de la misma naturaleza del que sintieron los grandes mĂ­sticos al ofrecer a Dios el suplicio de sus carnes mortificadas.”

((Ibid., p. 31.))

El guiño mĂ­stico, que habrĂ­a complacido a Genet, a Pier Paolo Pasolini e incluso a Julia Kristeva como intĂ©rprete de santa Teresa de JesĂșs, a quienes vivieron la otredad erĂłtica como una forma del ocultamiento o de la subversiĂłn, no causĂł gracia entre los nuevos puritanos y por ello Roudinesco prefiere festejar la “despsiquiatrizaciĂłn” de una vida sexual polimorfa que llegarĂ­a, como ha ocurrido, hasta el registro civil, que en muchas democracias permite una adscripciĂłn no binaria para las personas que viven “una transiciĂłn”, que en El yo soberano es presentada, mĂĄs bien, como un rito de pasaje del orden iniciĂĄtico. “Así”, escribe Roudinesco, “los transgĂ©neros modernos, libres ya de existir, exhiben su orgullo”. Si las drag queens, escribe la biĂłgrafa de Lacan, “se forjan una identidad voluntariamente femenina, imitando los estereotipos de una feminidad exacerbada”, por el contrario, “los transgĂ©nero drag king adoptan una identidad masculina igual de estereotipada: unos como una reina, otros como un rey”.

((Ibid., p. 31.))

Pero como los oprimidos estĂĄn hechos con el mismo barro que sus opresores, segĂșn la frecuentada sentencia de E. M. Cioran, “los proscritos por norma”, es decir, los “gais, lesbianas, travestis, negros y latinos” empezaron a ejercer la discriminaciĂłn. Todo aquello que estaba fuera de la norma constituye asĂ­, fatalmente, una “contranorma” sospechosa por estar definida por la “heteronormatividad”, es decir, la opresiĂłn “ligada al patriarcado, a la dominaciĂłn masculina, a la prĂĄctica sexual entre un hombre y una mujer, o tambiĂ©n, a la forma llamada ‘binaria’ de la sexualidad”, ejercida por los “cisgĂ©neros”, los nuevos parias. Roudinesco anota que curiosamente “este movimiento conservĂł el par homosexualidad/heterosexualidad, no para expresar una diferencia, sino para sentar las bases de una inversiĂłn de los estigmas”.

((Ibid., p. 34.))

Esa estigmatizaciĂłn de lo supuestamente normativo –en mi opiniĂłn basada en una genitalizaciĂłn intolerable del erotismo– ha pasado a formar parte, cotidianamente, de la doxa antiliberal de quienes solo en democracia (pregĂșntenle, si no, al dictador Putin) pueden vivir en la nueva normatividad sin arriesgar ni vida ni hacienda. Pero Roudinesco, solidario como soy de su diagnĂłstico y de su indignaciĂłn, se equivoca al decir que los teĂłricos del gĂ©nero y sus propagandistas leyeron mal “las grandes obras de los pensadores de la modernidad”. No. Leyeron muy bien a Edward Said, a Frantz Fanon o a Derrida y una filĂłsofa tan bien amueblada como lo es Butler, segĂșn Marty, es inconcebible sin una lectura fecunda y detallada de Althusser y sus “aparatos ideolĂłgicos del Estado”.

((Marty, op. cit., pp. 78-83.))

Ve cegarse Roudinesco a su alrededor la cosecha sembrada por sus maestros, pero se hace la desentendida con aquello de que “no era esto lo que nosotros querĂ­amos”, como si el “falogocentrismo” no fuese marca registrada de Derrida en deportiva y antañona competencia con Lacan, su rival. Ciertamente, leemos en El yo soberano, ninguno de los maĂźtres Ă  penser pensĂł seriamente que “los comportamientos sexuales marginados y ‘trastornados’” fuesen, en sĂ­, revolucionarios o al menos “performĂĄticos” (para bajarle el tono), como Roudinesco dice que lo cree Butler.

((Roudinesco, El yo soberano, op. cit., p. 48.))

En todo caso, como lo considera Marty, el activismo transgĂ©nero, con su “hipernominalismo”, ha resultado ser un disparo en el pie para la teorĂ­a del gĂ©nero y para los nuevos feminismos, porque, si la construcciĂłn social casi absoluta termina en el quirĂłfano, el biologicismo regresĂł por la puerta trasera. Las consecuencias pĂșblicas “extraordinariamente violentas”,

{{Marty, op. cit., p. 502.}}

 dice Marty, de ese compromiso estĂĄn a la vista: la cultura de la cancelaciĂłn y sus inquisiciones, la idea obtusa de que solo quien elige una identidad puede hablar en nombre de ella, la supersticiĂłn narcisista de que la literatura aceptable solo es la autobiogrĂĄfica, o el aberrante retroceso en los derechos de los niños. A estos, se les defiende del abuso sexual en todas sus modalidades, pero se ha pretendido y se pretende el derecho de sus padres a “reasignarlos”, en virtud de la nueva ideologĂ­a, atrocidad que han rechazado la mayorĂ­a de los juristas y casi todas las legislaciones. Pero, como leemos en Le sexe des Modernes, el orden de la Norma (y de la contranorma que necesita para justificarse) no es necesariamente el orden de la Ley, sentencia por la que asoma otro buen lector, esta vez, de Foucault.

((Ibid., p. 16.))

El comunitarismo imperante, como lo llama Roudinesco, supone una segregaciĂłn perniciosa del espacio pĂșblico y, como el poder y el sujeto siempre reaparecen, “repsiquiatriza” la sexualidad, invade la vida privada y la vuelve a poner al servicio de una ideologĂ­a donde, de nueva cuenta, aunque esta vez en nombre del gĂ©nero, se oculta la sexualidad. Hay padres, se lamenta Roudinesco, que ya no se atreven a hablarles de sexo a sus hijos por temor a sentirse culpĂ­genamente binarios. Lo que sigue es atribuir el origen de los niños a las cigĂŒeñas de ParĂ­s.

En una civilizaciĂłn occidental, gracias a Freud, acostumbrada a hablar de sexo, las batallas del gĂ©nero acaban remitiendo a aquello –se escuchaba con frecuencia en mi juventud– de que “lo personal es polĂ­tico”, lo cual, aunque nos pesara, era cosa menor junto a lo “polĂ­tico-polĂ­tico”. Por ello, Roudinesco parece comprensiblemente mĂĄs alarmada, en El yo soberano, por las derivas identitarias en la extrema izquierda y en la extrema derecha que por la aspiraciĂłn a que la “heterofobia” nos conduzca a la transparencia amorosa. No me extenderĂ© demasiado. Tiende Roudinesco, respetuosa del armorial de la izquierda francesa, a medir con dos baremos. Otra vez, Fanon y Sartre “tenĂ­an la razĂłn” pero han sido mal interpretados por panfletarios indecorosos; la violencia anticolonial festejada por uno y otro en Los condenados de la tierra (1961) de poco sirve, empero, como antecedente del terrorismo islamista, aunque Roudinesco, preocupada por la “islamofobia” y el “islamoizquierdismo” no hable, que tambiĂ©n lo hay en la prensa, de “islamofascismo”.

Y tampoco va a la cuenta de Fanon y Sartre la reintroducción (que Aimé Césaire, el padre de la negritud, alcanzó a repudiar)

{{Roudinesco, El yo soberano, op. cit., p. 69.}}

 del concepto de raza, excluido en su momento de la antropologĂ­a por Claude LĂ©vi-Strauss, a su vez ancestro, tambiĂ©n, de la teorĂ­a del gĂ©nero por aquello del incesto y las estructuras de parentesco, al decir de Marty. El odio universitario a la civilizaciĂłn occidental, que no solo es “blanca” como lo sabe quien conozca el islam medieval o haya leĂ­do a Jenofonte, es racismo invertido. Tan es asĂ­ que los identitarios de izquierda se sulfuran al oĂ­r hablar de esa “inversiĂłn de los estigmas” que practican. El camino de la teorĂ­a identitaria, como algunos otros, lleva a la crueldad. Gayatri Chakravorty Spivak, la discĂ­pula consentida de Derrida y traductora de su GramatologĂ­a al inglĂ©s, uniĂł “los estudios de gĂ©nero, el posestructuralismo y las tesis de Said”. Roudinesco nos cuenta que, como resultado del menjurje, Spivak acabĂł por estudiar el rito de la sati –la costumbre hindĂș de arrojar a las viudas a la pira tras sus difuntos maridos– sin preguntarse sobre si habĂ­a consentimiento o dolor en las vĂ­ctimas de ese sacrificio o en aquellas “nominadas” a padecerlo. Solo le interesaba, leemos en El yo soberano, su “identidad subalterna”.

{{Ibid., p. 125.}}

 Valiente feminismo.

En cuanto a la Gran Sustitución y sus corifeos, es hora de recordar que la extrema derecha francesa es vieja y pendenciera como ninguna otra, fiel a Édouard Drumont, su demagogo de cabecera.

{{Christopher DomĂ­nguez Michael, “Édouard Drumont: el maestro de la difamaciĂłn” en Letras Libres, nĂșm. 229, enero de 2018.}}

 Se deshizo del monarquismo y promueve un regreso al “buen” antisemitismo autĂłctono anterior al nazismo, y se librarĂĄ de lo que sea necesario con tal de llegar al poder, y ha sustituido, como bien se lee en El yo soberano, al judĂ­o por el ĂĄrabe o por el inmigrante. Solo le faltĂł decir a Roudinesco –hija de la psicoanalista Jenny Aubry, de origen judĂ­o alemĂĄn– que los judĂ­os enviados a la muerte por el general PĂ©tain durante la OcupaciĂłn eran ciudadanos europeos que nunca practicaron ninguna clase de terrorismo y se integraron a una sociedad que, en mala hora, creyeron del todo suya. Les faltĂł esa “etnicidad excesiva” que, segĂșn Roudinesco, crea lo mismo racismo que antirracismo.

((Roudinesco, El yo soberano, op. cit., p. 105.))

Aunque se necesita cierta desvergĂŒenza para quejarse, siendo exĂ©geta y discĂ­pula del doctor Lacan, del “habla oscura” de los teĂłricos racializados y decolonialistas de moda, digamos que el epĂ­logo de El yo soberano, de Roudinesco, en cuanto al gĂ©nero, merece sostenerse y divulgarse pues “las derivas de gĂ©nero” ya incluyen –leemos en el posfacio a la ediciĂłn francesa de 2022– a los discapacitados, los anorĂ©xicos, los obesos, los trisĂłmicos, los autistas, los enanos y un extendido etcĂ©tera.

{{Roudinesco, Soi-mĂȘme comme un roi, op. cit., p. 297.}}

 Son fruto, en cualquier caso, esas derivas “de la transformaciĂłn en su contrario de un movimiento” y deben ser contenidas por el Estado de derecho, “sencillamente porque la ley no debe ser la traducciĂłn de un deseo expresado por un sujeto, cualesquiera que sean sus motivos: el sufrimiento, por ejemplo, cuando su causa es una relaciĂłn desgraciada o delirante consigo mismo. La funciĂłn del Estado es proteger a los ciudadanos de todas las discriminaciones, incluidas las que resultan de una voluntad de hacerse daño a sĂ­ mismo”.

((Roudinesco, El yo soberano, op. cit., p. 203.))

Tras el solemne llamamiento de Roudinesco, que no puedo sino compartir, termino con una nota frĂ­vola. En Las aventuras de Genitalia y Normativa (2021), el escritor catalĂĄn Eloy FernĂĄndez Porta (Barcelona, 1974), se pregunta si, en realidad, no estaremos viviendo ante un simulacro. Los ciudadanos, armados de sus telĂ©fonos inteligentes, gozan no transgrediendo las normas, sino erigiĂ©ndolas, pues padecen de una “compulsiĂłn normĂłpata”, buscando anomalĂ­as para regularlas. Esto ya formaba parte de la epistemologĂ­a de Georges Canguilhem (autor en 1966 de Lo normal y lo patolĂłgico), oscilante entre las edades del caos y las edades del orden. Una y otra se suceden, y el desorden amoroso de los Modernos (cuya anatomĂ­a leemos en Marty) vendrĂ­a a ser sustituido, segĂșn FernĂĄndez Porta, por “la normatividad pĂșblica” legible en la lengua “butlerita” (asĂ­ la llama Ă©l). En la publicidad, en las series de Netflix, en las instalaciones en video y en el rock mĂĄs pesado, este escritor experimental o alternativo (disculpen el pesaroso anacronismo con que lo califico) afirma que lo que ya estĂĄ sucediendo es que la letra h, de heterosexual, se agrega a la sigla LGBTIQ+ porque “la dinĂĄmica de la regla y de la heterodoxia” ya alcanzĂł su “punto de saturaciĂłn”.

((FernĂĄndez Porta, op. cit., pp. 72 y 111.))

Ser “perverso polimorfo” o “hipersexual”, concluye FernĂĄndez Porta, es una aspiraciĂłn demasiado complicada de cumplir y por ello, observa Ă©l, los rituales de la mesa, la alimentaciĂłn exquisita y la gastronomĂ­a global sustituyen a la sexualidad, una vez que la profusiĂłn de selfis genitales mandaron a la pornografĂ­a como industria, a su vez, a ser vĂ­ctima de la crĂ­tica de los ratones. De nuevo, de lo crudo a lo cocido. La identidad sexual, al menos en las grandes ciudades y hasta en las universidades mĂĄs militantes, es demasiado polĂ­tica para sobrevivir en un mundo sin polĂ­tica. AsĂ­, “la galaxia del gĂ©nero” que atormenta a Élisabeth Roudinesco mĂĄs bien serĂ­a –asĂ­ me lo parece si es que Las aventuras de Genitalia y Normativa dan en el clavo– el postergado reflejo de estrellas que ya estaban muertas cuando las descubrieron los Modernos y sus crĂ­ticos butlerianos.

Éric Marty, en Le sexe des Modernes, ofrece una lectura sensata y hasta tranquilizadora del panorama, al afirmar que las resistencias a las teorĂ­as del gĂ©nero, por mĂĄs “violentas y empanicadas” que resulten, no deben ser subestimadas; tampoco –dice– han de olvidarse las abominables “normas sexuales discriminatorias” que originaron su metamorfosis en imperativo social. Pero a la vez, sostiene Marty, “serĂ­a inocente creer que la nociĂłn de gĂ©nero, con el pretexto de que pone en duda el carĂĄcter natural de la diferencia sexual, no serĂĄ un avatar mĂĄs en la odisea de esa propia diferencia, en tanto que esta le habla a la especie humana y no deja de contar, desde tiempos remotos, las historias –extraordinarias– propias de nuestra especie, compuesta a la vez de sujetos parlantes y de sujetos sexuados”.

((Marty, op. cit., p. 12; acaba de aparecer una traducción al español de Horacio Pons (El sexo de los Modernos. Pensamiento de lo Neutro y teoría del género, Madrid, Manantial, 2023), la cual ya no pude revisar.))

Pero quizĂĄ prefiera cerrar estos apuntes releyendo algo de Stirner y El Ășnico y su propiedad (1844), en cuyo tĂ­tulo me he inspirado para hablar de las derivas identitarias y de sus comentaristas. Para Stirner, una libertad que no da propiedad sobre lo que produce placer “no te da nada” y, si “la libertad estĂĄ, por esencia, vacĂ­a de todo contenido”, la comunidad “como objeto de la historia” tambiĂ©n es imposible, por mĂĄs idĂ©nticos que se crean quienes la componen. Frente a la propiedad (o a la identidad, su forma trascendente), concluyĂł Max Stirner, lo Ășnico que se paga con amor es el amor mismo.

((Max Stirner, El Ășnico y su propiedad, prĂłlogo de Roberto Calasso y traducciĂłn de Pedro GonzĂĄlez Blanco, Ciudad de MĂ©xico, Sexto Piso, 2014, pp. 225, 357 y 393.)) ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicĂł sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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