Remanente

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Con La Rambla paralela, su obra más reciente, Fernando Vallejo parece haber alcanzado un límite que ya tenía tiempo bordeando: escribir una novela en la que el lugar de las tensiones y atracciones sea la meditación amarga y no el edificio verbal y dramático que la sostiene; una novela sin novela, si esto es posible.
     El libro no tiene argumento, o tiene el mínimo indispensable: un escritor colombiano que vive en la colonia Condesa de la ciudad de México agota cantidades de alcohol en Barcelona, donde asiste a una Feria del Libro a la que ha sido invitado como ponente; mientras lo hace, recuerda sin orden ni concierto escenarios y afectos de una vida casi completamente vacía. Desde las primeras páginas el lector es advertido sobre el hecho de que el personaje se va a morir en su cuarto de hotel la noche anterior a su regreso; los últimos días del escritor son narrados por una tercera persona que funda su verosimilitud en ciertos tics periodísticos y que o vivió los hechos o los indagó para poder reportar más tarde. El relato tiene una variación estructural con respecto a las demás novelas del autor: en lugar el descenso dantesco a los infiernos, lo que hay es una horizontal mortuoria en la que tiempos y paisajes igualan a cero: los hechos se revelan en un orden quebrado porque para el que ya está muerto las cosas dan en realidad lo mismo, aun si de casualidad sigue vivo.
     Desde hace tiempo la literatura latinoamericana más nueva viene sosteniendo un diálogo intermitente y significativo por acumulación con una vigorosa tendencia de la plástica reciente que ve en la exposición de la persona y materia íntima del artista elementos legítimos para el alzado de formas: obras como las fotografías de Richard Billingham sobre la marca que los males de la pobreza han dejado en su familia, o los ejercicios de confesión pública de Tracey Emin, que igual exhibe páginas de sus diarios como obra que teje cobijas en las que narra historias personales con detalle. Este tipo de trabajos visuales tiene correspondencia con novelas como Vida con mi amigo, en la que la mexicana Bárbara Jacobs relata su intimidad literaria con Augusto Monterroso, o Los amigos que perdí, en la que el peruano Jaime Bayly cuenta las desventuras del chico de la tele que escribe novelas, y un vasto etcétera que incluye a voces consagradas como las de Sergio Pitol en El viaje, Reinaldo Arenas en Antes que anochezca, Carlos Fuentes en Diana o la cazadora solitaria, o César Aira en Por qué me hice monja.
     A un nivel, todo ejercicio de creación —incluso el más formal— es autobiográfico, porque la escritura es un vaciado de experiencia que se va registrando de manera circunstancial: la página que se produjo un día habría sido distinta de haberse escrito al siguiente, aun si se planeaba narrar más o menos lo mismo. Pero en las novelas como las citadas arriba, igual que en las obras plásticas que las antecedieron —Bob Flanagan reprodujo y expuso el cuarto de hospital en el que vivía e iba a morir desde tan temprano como mediados de los ochenta—, el acento está puesto en la voluntad de exhibición; el momento en que el autor deja ver que lo que está contando tiene un sabor a confesión, no importa si remota o fotográfica. La idea es producir un vaivén entre realidad y ficción, y lo que implica es que la verdadera obra sucede en el territorio mental en el que dos individualidades —la del artista y la del observador— se reconocen mediante un procedimiento creativo; en este contexto la pieza —el cuadro, la instalación, la foto, la novela— es sólo un registro con valor de cambio.
     Fernando Vallejo no es ajeno a esta corriente —el personaje principal de sus libros anteriores siempre declara ser, precisamente, Fernando Vallejo—, y lo que tiene de interesante su obra —la razón por la que La virgen de los sicarios hizo época— es la fascinación que resulta del hecho de que lo contado pide correspondencia con la realidad: la escena —que ya está cobrando peso fundacional— en la que el sicario mata al taxista porque tiene muy alto el volumen de la radio debe su impacto a que no se lee como un chiste brutal a lo Tarantino, sino como la descripción helada de un hecho visto. Como en la pornografía, lo sabroso viene de la convicción de que lo que se explicita es verdad; de una serie de estrategias retóricas que conducen a una representación clínica del mundo.
     En La Rambla paralela Vallejo propone un paso más en su proceso creativo: lo que se describe en la novela con la frialdad de la fotografía médica no es una realidad, sino una conciencia que, gracias a los guiños constantes de la tercera persona que narra la historia, parece representar al yo efectivo del autor. La novela deja de ser una meditación crítica sometida a la forma de la narración para convertirse en la transparencia de una amargura; el relato sin relato de las razones por las que todo lo vivo termina mereciendo la muerte.
     Esta condición —inevitable, por lo demás, si el autor se mantenía fiel a sí mismo— hace de La Rambla paralela una novela signada por el tedio: la conciencia es el órgano de la crítica precisamente porque está distanciada del movimiento del mundo; tratar de representarla es asumir que se va a escribir desde una autoabsorción quieta y, como prescribió Gracián en su Arte de ingenio —vigentísimo a más de trescientos cincuenta años de su publicación—, el nervio de un estilo se siente en la intensión del verbo, en la escritura volteada sobre la acción y preñada de avance. Cioran, queda clarísimo, tenía sus razones al elegir el aforismo como vehículo para la representación de la amargura a palo seco: ponerse a narrar es una inocentada para el que quiere traspasar los velos que hacen tolerable la vida; la novela, desde esta perspectiva, no es más que el remanente formal de un mundo en el que se aspiraba al sentido.
     Ahora bien, Fernando Vallejo es dueño de una sabiduría socarrona, una poderosa autocrítica y una inteligencia poética del lenguaje que le permiten ir sosteniendo con alfileres la atención del lector. Conviene resistir: después de cierto número de páginas, lo grueso de sus decepciones termina por convertirlas en chunga; corre entonces el aire fresco de la auténtica novedad. En un momento determinado, por ejemplo, el personaje reflexiona sobre su experiencia del temblor de 1985 en la colonia Condesa:

De los escombros iban sacando los rescatistas, comprimidos, los cadáveres, y el viejo sacó dos conclusiones: una, que de nada sirve meterse bajo los dinteles de las puertas; y dos, que lo que compra uno cuando compra un apartamento en última instancia es un sándwich de viento.

O sobre la política de su país adoptivo: “¡Qué largo camino evolutivo el que iba de los peces del Ordovícico a los presidentes de México! Las garras no surgen de un día para el otro: toman eones.”
     La Rambla paralela no es el libro más intenso de Vallejo: más que la obra por la que lo vamos a recordar, parece ser el saldo de otras lucideces; la deuda que un autor se paga a sí mismo, más que a los fieles de su trabajo. El ejercicio es sano y hasta encomiable, porque estamos ante un escritor serio batallando por trasponer una frontera, por arrancarle un pedazo a su ambición. ~

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