Los huesos de lord Byron

En el bicentenario de su muerte, lord Byron sigue desafiando a biógrafos y críticos, quizá porque su obra parece haber quedado a la zaga de su leyenda. ¿Por qué, se pregunta este ensayo, es difícil sentirse cómodo con cualquier cosa que escribió?
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a Mariana Enriquez

Byron es una atmósfera, un clima, una disposición de ánimo,
más que un verso, o un determinado grupo de versos. Se
exclama: ¡Byron! ante una situación, un contraste de
pasiones, una salida sarcástica o irónica, como en Werther
los enamorados, ante un especial aspecto de la naturaleza,
exclamaban ¡Klopstock!
Mario Praz, La casa de la vida (1958, 1979)

Usted dice que valdría más, acaso, traducir los poemas cortos
de Byron: El corsarioEl giaour, etc. Sin duda que valdrá
más; pero hallo que también es malo. Tiene usted razón:
Byron no es todo lo inmortal que nos conviene.
Carta de Juan Valera a Marcelino Menéndez Pelayo (1878)

Entre los numerosos epígrafes que pude escoger para encabezar este ensayo sobre el bicentenario de la muerte de lord Byron, creo que no hay dos más antagónicos que la exclamación del anticuario neoclasicista Mario Praz y el sincero reparo de Juan Valera, novelista y fino observador andaluz de la literatura de su tiempo.

{{Mario Praz, La casa de la vida, traducción de Carmen Artal, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1995, pp. 159-160; Juan Valera, “Correspondencia con Marcelino Menéndez Pelayo [1878]”, citada en lord Byron, Diarios, edición y traducción de Lorenzo Luengo, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, p. 83n.}}

 O Byron (1788-1824) “es una atmósfera, un clima, una disposición de ánimo”, como escribió el italiano, o Byron es, problemáticamente, algo “que no nos conviene”, como no le convenía a don Juan ni a don Marcelino, su corresponsal. El primer epígrafe es contundente: Byron es el Romántico ante el Altísimo, aunque él mismo fuera adversario de los poetas de los Lagos, quienes, a lo largo del siglo XX, sobre todo, se adueñaron póstumamente del canon. Y también quienes enseñan literatura, junto a los poetas endeudados con el romanticismo inglés, asumen que William Wordsworth y Samuel Coleridge son los maestros de una escuela a la que no necesitan asistir –al menos no regularmente– el abuelo William Blake, el singularísimo John Keats o el propio Percy B. Shelley, así sea separado de su desagradable amigo George Gordon, sexto lord Byron, quien es enviado a otra comarca, la de los “casos”, junto al marqués de Sade o a Mary Shelley, inventores de categorías anchurosas –el sadismo– o creadores de mitos, como la creatura del doctor Frankenstein, pero estilistas tenidos por menores, por buenas y por malas razones. Sade y Mary Shelley se alejan de la literatura para adentrarse en las mitologías.

Byron, en cambio, no es propiamente un mito, sino una leyenda. Lo byroniano es distinguible en muchos de sus imitadores, pero Byron no produjo otra cosa que a sí mismo: es irrepetible porque la autoparodia, en él, era esencial. Ya no se puede, si es que algún día se pudo, leerlo bajo la estricta observancia de Tel Quel, aislando los textos al vacío, expulsando a la vistosísima e intrusiva presencia de su aplastante y dramática personalidad, que solo pudo fragmentarse en personajes secundarios, desde Childe Harold hasta Caín, pasando por Manfred y Don Juan, una especie de servidumbre –como la que acompañaba al lord en sus travesías– que terminada la jornada le rinde, siempre, cuentas a su amo.

Si la traducción es un índice de lectura universal –y limitándome solo al español y al francés–, la enorme obra byroniana se traduce poco, con negligencia, privilegiando lo más escolar como El corsario (1814), el aparentemente fáustico Manfred (de 1817 y del cual hay una buena versión española reciente),

{{Lord Byron, Poemas satánicos. Manfred y Caín, edición y traducción de Joan Curbet Soler, Madrid, Akal, 2021.}}

 o la práctica de antologar, a placer, sus cuentos o poemas orientales. Se hacen selecciones de su correspondencia y diarios (una de ellas, reciente).

{{Lord Byron, Diariosop. cit.}}

 En cambio, Las peregrinaciones de Childe Harold (cuyos dos primeros cantos aparecieron en 1812) no son de fácil posesión, a menos de que se obtenga The major works (editadas en 1986 por Jerome McGann para Oxford) o se recurra a las engañosas y escasamente manejables obras completas casi regaladas para nutrir el e-reader. Apenas en 2022 apareció en francés una nueva traducción del Childe Harold, del cual no encontré una edición fiable y moderna en español. En cuanto a El infiel (1813), Lara (1814), las significativas Melodías hebreas (1815), El sitio de Corinto (1816) o Beppo (1818), hay que excavar un rato para leerlas. En cambio, y ya veremos por qué, se le ha hecho justicia editorial al enorme Don Juan (publicado incompleto en 1819), el más fascinante y el menos explorado de los libros de Byron.

No hubo, para festejar el bicentenario, ninguna nueva biografía de interés, firmada por alguno de los ávidos y competentes biógrafos anglosajones, que se sumara a la ingente cantidad de las vidas ya publicadas. Se reeditó la de Doris Langley Moore The late lord Byron (1961), excepcional byronmaníaca, además de historiadora de la moda, y se concluyó, quizás con razón, que no tiene caso ir más allá de los tres tomos absolutos de Leslie A. Marchand (Byron. A biography, 1957-1976). Esa mediocre actualidad editorial de Byron presumiblemente se deba a la irregularidad de su obra –de la cual el poeta estuvo no solo consciente sino orgulloso– y a su carácter epocal. Tras hacer del romanticismo un satanismo –que es lo que le festejó Harold Bloom hasta incurrir en excesos visionarios impropios en un crítico–

{{Harold Bloom, La compañía visionaria. Lord Byron-Shelley, traducción de Mariano Antolín Rato, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000.}}

 digamos que Byron pasó a retiro. No está muerto. Vive pensionado en algún tipo de casa de reposo, como les dicen ahora a los asilos de ancianos. Se le puede visitar en ese purgatorio, pero con restricciones, las cuales, muy probablemente, han sido dictadas por él.

Se dirá que es mucho. Que acaso hasta merece menos. Pero para los byronianos nada es suficiente. Examino a continuación algunos libros sobre el poeta inglés, desde Byron et le besoin de la fatalité (publicado originalmente en 1929), de Charles Du Bos, La diététique de lord Byron (1984), de Gabriel Matzneff, Byron in love (2009), de Edna O’Brien, Byron’s war (2013), de Roderick Beaton, y Byron and the poetics of adversity (2022), de McGann. Me apoyo en los Diarios y en mis lecturas recurrentes del Don Juan (“Cambiemos de tema; / esto se pone demasiado triste”, IV, 74).

{{Lord Byron, Don Juan, tomo I, edición bilingüe de Juan Vicente Martínez Luciano, María José Coperías Aguilar y Miguel Teruel Pozas, Madrid, Cátedra, 1994, p. 513.}}

 Todo para corroborar, si en un extremo está la exclamación de Praz y en otro la asumida pichicatería de Valera y Menéndez Pelayo, dónde está hoy lord Byron.

Byron no solo nació con pie equino (“misterio ortopédico”, lo llama Matzneff)

{{Gabriel Matzneff, op. cit., p. 23.}}

 y fue sometido a tortuosos y torturantes tratamientos para corregírselo, sino que se obsesionó con su propensión a la gordura (a los dieciocho años pesaba cien kilos), motivo por el cual se sometió a dietas draconianas, mismas que –como toda dieta– estaban para romperse, provocándole severos trastornos gástricos. Es difícil saber si fue bulímico. Su horror a la obesidad lo convirtió en un gran deportista, como lo probó cruzando a nado el estrecho del Helesponto, en 1810, y fue amante del boxeo, lo mismo que de las cabalgatas más agotadoras. Ese vigor lo aleja de los pálidos poetas malditos que se reconocieron en él y lo convierte en un poeta del género atlético, más digno de Píndaro que de Henry Murger y sus bohemios. Desde el principio, la naturaleza deportiva de Byron sorprendió a los regentes del gusto, esos franceses que el poeta detestaba, al grado de evitar Francia, y sobre todo París, durante toda su vida, admirador como fue de Napoleón Bonaparte, a quien no le perdonó que evadiese el suicidio, tras su primera abdicación, en 1814. “Debió seguir la noble tradición romana”, se lamentó Byron y en su “Oda a Napoleón”, de 1815, no le importa que sus sentimientos contrariados hacia el emperador hagan las delicias de sus enemigos conservadores.

((Edna O’Brien, op. cit., p. 94.))

Du Bos, que no fue de los mejores entre los grandes críticos de la Nouvelle Revue Française, le dedicó en 1929 un prolijo ensayo a Byron donde es notorio el desconcierto francés hacia él porque no parecía haber una categoría satisfactoria para el autor de Childe Harold. Du Bos admitió, con Annabella Byron (la única esposa del poeta y la madre de su única hija legítima, Augusta Ada Lovelace, una genio matemática nacida en 1815 que llegaría a ser la abuela de la computación), que no había llave para abrir el corazón del poeta. Solo nos queda perdernos en el laberinto de su carácter.

{{Charles Du Bos, op. cit., p. 64.}}

 Concluyó el crítico de origen inglés que ninguno de los hechos de la vida de Byron vale por sí mismo, por más significativo que parezca, pues fue reo de la fatalidad. Un mostrenco héroe de tragedia griega quien fracasó en la “amistad-pasión” (porque el verdadero amor no lo conoció), habiendo sido la suya un “alma-eco”

{{Ibid., p. 74.}}

 a través de la cual se expresó una época que resuena, como diría Praz, con “¡Byron!”. Quiso huir de la fatalidad mediante decisiones erráticas –como casarse para escapar del incesto con su media hermana Augusta Leigh– y nada le salió bien, como si su gloria fuera, sin ninguna duda, solo la vanidad de vanidades reprendida por el Eclesiastés. Todo en Byron es teatro, leemos en Byron et le besoin de la fatalité, lo cual no obsta para que Du Bos lo mire consternado.

La aventura griega que le costó la vida a Byron el 19 de abril de 1824 es la conclusión lógica de una biografía en la cual la poesía está, no tan curiosamente, casi del todo ausente, según la visión de quien fuera el experto en literatura inglesa de la NRF. Elegante, un Du Bos (1882-1939) cada día más católico no quiso incurrir en la vulgaridad de condenarlo como pecador (lo hizo Robert Southey al calificar a Byron y a Shelley como satánicos), pero lo arroja al mundo de los paganos donde lord Byron, sin duda, se siente muy a gusto, lejano del calvinismo en que fue educado y más cerca de ese catolicismo a la italiana que llegó a entusiasmarlo desde 1816, cuando el escándalo incestuoso (sumado a la acusación de ejercer la sodomía heterosexual) lo obliga a huir de Inglaterra y a vivir en Pisa, Génova, Roma y Venecia.

Más interesante, con mucho, es La diététique de lord Byron, donde el réprobo y reprobable Gabriel Matzneff (1936) hace de Byron un perfecto epicúreo. Cristiano de obediencia ortodoxa, Matzneff interpreta en ese sentido la elección griega que daría fin a la vida de Byron, dibujándolo como dueño de “un temperamento de derecha con ideas de izquierda, un pederasta rodeado de mujeres, un discípulo de Epicuro habitando el miedo del infierno cristiano, un adversario del imperialismo que veneraba a Napoleón, un suicida amante de la vida…”.

((Matzneff, op. cit., p. 15.))

Matzneff, pederasta confeso que en 1977 fue apoyado por media intelectualidad parisina para despenalizar el sexo con menores y que hoy, denunciado, está bajo investigación de la justicia con buena parte de su obra descatalogada, ve en la vida y obra de Byron no solo un arte de amar, sino un arte de vivir que comenzó en una homosexualidad precoz (que los biógrafos desmienten) y obtuvo el título de la más alta transgresión –tan aplaudida por los franceses– con la pedofilia y el incesto.

En buena medida, la del criminal Matzneff es una hagiografía de Byron donde se relatan todas las virtudes del lord que son, siguiendo a Praz, algo más que una atmósfera: “el vértigo del suicidio, el amor por los cuerpos jóvenes, la disciplina dietética, el entusiasmo por la libertad de los hombres y de las naciones”.

((Ibid., p. 36.))

Es la vida de un santo epicúreo cuya regla esencial, de la cual se desprende su aurora, es la dieta, un régimen riguroso que le permitía llegar en muy buena forma a la práctica de todos los placeres. Para él, como para ese héroe byroniano que es el Edmond Dantès de El conde de Montecristo, “el mar y la muerte son los dos rostros de una liberación única, de una misma resurrección”.

{{Ibid., p. 40.}}

 Solo Napoleón Bonaparte está a la altura de lord Byron, concluye Matzneff. La analogía es vieja y hacía rabiar al vizconde de Chateaubriand quien veía en el inglés a un impostor que lo privaba de la primacía romántica. Como para el propio Chateaubriand y después Léon Bloy, para Byron la ausencia del emperador vació al mundo de su sentido, en una operación similar al reino de Dios, según los cristianos, después de la cruz y antes de la Encarnación.

El amor, concluye La diététique de lord Byron, fue poca cosa para Byron, “ese sibarita espartano” y de todas sus relaciones solo vale la establecida con Augusta, hermana suprema. La única, aclara Matzneff, que entendía el “egoísmo monstruoso” de Byron –del que se quejó su esposa– como los defectos propios del creador de arte, “defectos masculinos ordinarios, pero hipertrofiados” porque el matrimonio, que “viene del amor como el vinagre del vino”, atrae a los disolutos, según Byron en el Don Juan.

((Ibid., pp. 125 y 158.))

Edna O’Brien (1930), la novelista preferida de Bloom como biógrafa de Byron, tiene otra opinión.

{{Harold Bloom, “Pilgrim to Eros”, The New York Review of Books, 24 de septiembre de 2009.}}

 Para ella, Byron es una totalidad erótica, interesado en el vicio y en la virtud, en el boxeo o en adelantarse décadas intentando el descubrimiento de Troya. Los soberanos orientales que lo recibieron, como Mahmut II, lo consideraban “una mujer vestida de hombre”, por su belleza y elegancia. A diferencia de Du Bos, lo pinta como un gran amigo de sus amigos, aunque el propio Byron dijo que su admiración por Shelley era tanta que impedía la amistad. Había envidia.

((O’Brien, op. cit., p. 176.))

Irlandesa, la autora de Byron in love no olvida, con los pies en la tierra y algo de amargura, que “las irregularidades de su conducta” fueron las propias de su clase y credo, la aristocracia whig reunida en torno a Holland House. Su vida erótica fue tan variada porque creía que “nuestros afectos no están en nuestro poder” y debemos vagar libremente tras ellos, pero a Byron le era imposible separarse por completo de quien había amado: fue vampirizado, sobre todo, por las mujeres que lo abandonaban. No solo Augusta sino la propia lady Byron (de la que se separó legalmente en 1816) fue su corresponsal asidua hasta el fin y quien le eche un vistazo a la ingente correspondencia del poeta no dudará en señalar que confiaba más en la inteligencia y en la educación de su díscola exesposa que en la veneración de su media hermana.

La breve biografía de O’Brien humaniza a Byron. El poeta fue muy cruel con Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y madre de Allegra, hija ilegítima de Byron que este le arrebató, únicamente para que la niña muriera de tifus a los cinco años, arrimada con desconocidos cerca de Roma y lejos de sus padres. En Venecia, se encontró a sí mismo, no solo en las orgías, sino en el amor con la condesa Teresa Guiccioli, la única que dominó a Byron, imponiéndole un triángulo con su anciano marido. “La fidelidad le hizo más bien que la dispersión”, admite Matzneff.

{{Matzneff, op. cit., p. 142.}}

 La verdad es que aquella comedia tenía motivos políticos: ese matrimonio aristocrático involucró al poeta en la conspiración carbonaria, que necesitaba de su dinero y de su prestigio. Era el cornudo el que requería del lord bajo su techo, según cuenta la marquesa Origo, quien dedicó un libro soberbio al amor más firme que tuvo Byron,

{{Iris Origo, The last attachment. The story of Byron and Teresa Guiccioli, Nueva York, Scribner, 1949.}}

 cuyas ideas sobre la mujer, nos lo recuerda una y otra vez O’Brien, eran decimonónicas. Ya vieja, la condesa Guiccioli se empeñó en hacer pasar aquel amor por platónico.

(( Doris Langley Moore, The late Lord Byron, Nueva York, Melville House, 2011, p. 40.))

La delicadeza de Byron, concluye O’Brien, puede apreciarse, pese a todo, en la destrucción de sus Memorias, echadas al fuego en “un acto de vandalismo colectivo” que involucró a su amigo Thomas Moore –interesado en que su vida licenciosa al lado de Byron no se divulgara– y a lady Byron, quien proclamó que esos papeles no podían ver “otra luz que la del fuego”.

{{ Ibid., p. 41.}}

 Si esas 78 páginas llegaron a las manos de los pirómanos fue porque el poeta les permitió leerlas para que juzgaran si mentía o si ponía en riesgo la reputación de ellos. En mayo de 1824, cuando los restos de Byron todavía estaban en el puerto de Zante, esperando ser repatriados, otros amigos suyos, como el fiel John Cam Hobhouse, empezaron a operar para que el manuscrito fuera comprado al editor que lo resguardaba y destruido, incluso con el visto bueno de Augusta, quien al principio se opuso. Años atrás Byron había desoído los consejos de poner sus Memorias a buen recaudo en la bóveda de un banco. No es difícil creer que el poeta, conociendo a su gente, confiaba en que ellos las destruirían, ahorrándole una decisión difícil. Para O’Brien, desmitificándolo, Byron no necesita de tanta inmortalidad. No fue un santo ni una atmósfera, sino un revolucionario.

Roderick Beaton, en Byron’s war. Romantic rebellion, Greek revolution (2013), también y con más ímpetu aún, se propone desmistificar. Los archivos griegos arrojan verdades incómodas que ponen en solfa la convicción de que Byron fue un idealista ocioso cuya fortuna fue dilapidada por las facciones revolucionarias y murió como consecuencia de la ingenuidad del romántico que quiere hacer la revolución en un país mítico y remoto, creyendo como creía, desde su juventud, que había un “choque de civilizaciones” inevitable entre Grecia y el Imperio otomano. En su celo Beaton llega a afirmar que, en sus últimos meses, Byron, si no fue rey de Grecia, aprendió a ser un estadista y, de no haber muerto, habría llevado a buen puerto la independencia griega sin necesidad de la intervención extranjera que proclamó, hasta 1828, la Primera República helénica. En contraste, Mary Beard, comentando el monumental catálogo griego (1821: Before and after, Benaki Museum, Atenas, 2021), para conmemorar el levantamiento antiotomano, celebra la “desbyronización” de los actuales estudios.

((Mary Beard, “Books of the Year”, The Times Literary Supplement, 26 de noviembre de 2021. Agradezco al antiguo embajador de México en Grecia, Daniel Hernández Joseph, su ayuda para adquirir un ejemplar de ese catálogo.))

Byron, quien había estado en Grecia una década antes, conocía el terreno, incluso en Mesolongi, donde moriría. Las ruinas de esa vieja civilización eran para él una vaga promesa de futuro, legible en su poesía y en su correspondencia. Cada día más republicano, Byron, desde sus dos únicas intervenciones en la Cámara de los Lores en 1809, se opuso al castigo de la protesta obrera con la pena capital y defendió los derechos civiles para los católicos romanos.

((Beaton, op. cit., p. 30.))

Lord Byron (“Yo detesto incluso la realeza democrática”, Don Juan, XV, 22)

{{Lord Byron, Don Juan, tomo II, op. cit., p. 1293.}}

 pertenecía a la amistosa cofradía de quienes prefieren morir por el pueblo que vivir con él, como decía Stendhal, que lo conoció menos de lo que presumía pero siempre acertó al juzgarlo, sin ira y con estudio. Aunque no compartía el extremismo igualitario de los Shelley y las cuestiones teóricas le aburrían, lo de Byron era la acción, para la cual tenía el temperamento y los medios. Su obra expresa un sobrado desdén por la Santa Alianza y los héroes byronianos, prometeicos, atormentados y prenietzscheanos, lo mantenían en guardia contra un orden establecido al cual siempre se había opuesto, como presume en una estrofa del Don Juan, obra “dedicada” en sorna a Southey y que comienza así: “Busco un héroe, búsqueda poco frecuente” (Don Juan, I, 1).

((Ibid., p. 107.))

La correspondencia política y militar, sobre todo la que sostuvo con el príncipe Alexandros Mavrokordatos, quien sería el primer ministro de Grecia, expresa, acaso de una manera algo súbita (aunque la temporada carbonaria con los Guiccioli fue un curso intensivo), que se asomaba con firmeza un segundo o tercer Byron, del todo político, como si la revolución complementara a la perfección el rigor de sus dietas y su anhelo atlético. Ninguno de sus personajes literarios, advierte Beaton, tuvo las características que estaba alcanzando Byron cuando lo sorprendió la muerte.

((Beaton, op. cit., p. 264.))

Su fallecimiento, debido a las sangrías inclementes a que lo sometieron los médicos, fue un duro golpe para la revolución griega, tanto por el prestigio de su figura como por los dineros en armamento que solo Byron podía negociar para la causa en Londres. Y cuando se dio cuenta de que la geopolítica lo colocaba, en Grecia, en el mismo bando que su odiada monarquía británica, se impuso el pragmatismo, al grado de que uno de los bulos seculares, sobre todo de la propaganda otomana, lo presentó durante mucho tiempo como un agente inglés. Los griegos, como todo pueblo en revolución, se odiaban a sí mismos, decía el poeta.

((Beaton, op. cit., p. 206.))

Mientras disfrutaba del empacho biográfico, leía yo a ratos el Don Juan, de lord Byron,

{{“Como cuando recordamos nuestras culpas a los setenta, / ya viejos, echando cuentas con la maldad / y nos sorprendemos en deuda con el diablo” [I, 67]. Lord Byron, Don Juan, tomo I, op. cit., p. 211.}}

 a mi entender uno de los poemas más infravalorados de Occidente y muy superior a los poemas del orden satánico, porque estos están escritos en un género ya imposible: poesía dramática que no puede representarse y debe ser leída en voz alta, como Manfred o Caín. Son poemas que envejecen por un asunto de efectos especiales de baja calidad, un poco como Así habló Zaratustra: no solo la mentalidad anticristiana se ha popularizado totalmente –gracias a los Byron y a los Nietzsche, entre tantos– sino que los recursos escénicos que solo invitan a la imaginación (en la que Byron, a diferencia de Wordsworth y Coleridge, no creía) del lector se han visto sobrepasados por medios más eficaces, desde hace más de un siglo, como el cine. Lo mismo le ocurre a Franz Liszt, ese discípulo casi literario de Byron que, cuando pasa del piano solo a las orquestaciones, sus conciertos para piano resultan irritantes.

Y así ocurre también con los Faustos, de Goethe, que son, mal que nos pese, una lectura un tanto fastidiosa y más aún, supongo, para quienes no leemos alemán. Curiosamente, a diferencia de Chateaubriand, Goethe fue un entusiasta admirador de Byron y creyó que el fragmento entonces conocido del primer Fausto había influenciado a Byron. Fue al revés: la primera traducción al inglés, atribuida a Coleridge, salió hasta 1821 cuando Byron ya estaba lejos de aquellas dramatizaciones: gracias a Matthew Lewis, autor de El monje (1796) y apodado así, que le leyó fragmentos traducidos sobre la marcha, Byron enfrentó su Manfred con cierta idea de lo fáustico.

{{Leslie Marchand, Byron. A biography, tomo II, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1957, pp. 513, 644, 656 y 716.}}

 Y Goethe, al leer Manfred, se animó a completar su Fausto antes de morir en 1832.

Me daba la impresión de que Don Juan equivalía, para el siglo XIX, a los Cantares, de Ezra Pound, pero no tenía manera de corroborarlo hasta que llegó a mis manos la verdadera novedad del bicentenario byroniano: Byron and the poetics of adversity, de McGann.

{{Jerome McGann, op. cit., p. 161.}}

 Y McGann, resulta clarísimo al leerlo, no es un erudito como cualquier otro. Es fundador de un Colegio de Patacrítica y en medio de su erudición romántica no duda en citar a Charles Bukowski, cuya desenvoltura coloquial, según él, ya está en Byron, y a Gertrude Stein, cuyas óperas y obras de teatro también se encuentran en Byron, autor de “poemas dramáticos” y no de “dramas poéticos”.

((Ibid., p. 83.))

Desde Southey en 1820 hasta T. S. Eliot se ha acusado a la poesía de Byron de no aportar nada a la lengua inglesa, nos explica McGann. Ha sido leído desde la adversidad porque “la mala poesía” era parte del proyecto byroniano. En su retorno a Alexander Pope, en algo que podría llamarse “innovación retrógrada”, regresa al inglés vernáculo, como lo harán los “modernistas” del siglo pasado, introduciendo a lo largo del Don Juan informaciones históricas, chismes y chistes, distorsiones idiomáticas ya entonces irreverentes, y enigmas que encubren lo que McGann llama sus perversifications. Recurre al crucigrama y a la vox populi con una libertad insólita, difícil de captar en las traducciones.

Byron quería que su Don Juan, el héroe, fuera no un monje ni un “judío errante” como pretende Matzneff, sino un Anacharsis Cloots, uno de los radicales de 1789 que se presentó, finalmente denunciado por sus camaradas jacobinos, a la guillotina, saludándola. Byron, dice McGann, hizo de su Don Juan, al mismo tiempo, “una torre de Babel y un rugido de muchas aguas”, capaz como era de rimar “Plato” con “potato”.

{{Ibid., p. 37.}}

 Y aunque el profesor de la Universidad de Virginia cita Finnegans wake y no los Cantares como resultado inaudito del Don Juan, incluso cuando ni Joyce ni Pound estuvieran al corriente, se entiende que Byron, por sus libertades léxicas, por sus germanías, aleluyas burlescas y no solo por ellas, sigue siendo –concilio al fin a Praz con Valera– algo más que una atmósfera: un poeta cuya inmortalidad quizás no nos conviene del todo pues trastoca demasiadas certezas. “Es difícil”, concluye McGann, “sentirse cómodo con cualquier cosa que Byron escribió” porque su “sensibilidad defectuosa”, de la que se quejaba Eliot, “era el espejo en el cual los lectores pueden vislumbrar nuestra ‘debilidad… mental’” y, a medida en que avanzaba “con paso firme por terreno inestable, Byron encontró lo que necesitaba en el inglés histórico, por más imperial que fuera en ese entonces”.

((Ibid., p. 175.))

Al final, tratándose de mi lord, todo es cosa de huesos. Hablando de su miedo a ser obeso, en su “Diario de Londres” confesó que “no debería importarme tanto entrar un poco en carnes: mis huesos pueden sostenerlas” y en El sitio de Corinto vio cómo “murmuraban perezosamente los huesos de los muertos”.

(( Lord Byron, Diariosop. cit., p. 100; McGann, op. cit., p. 47))

Me da la impresión de que hemos muerto y hemos revivido, que han cambiado las carnes y los rostros, pero que a la literatura occidental la siguen sosteniendo, sea a través de Poe & Baudelaire, de Arthur Rimbaud, de Oscar Wilde o de Ezra Pound, los huesos de lord Byron. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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