Coatlicue, diosa o demonio

Venerada por los mexicas, repudiada y enterrada por los conquistadores, desenterrada para la contemplación de viajeros extranjeros y exhibida como pieza museística, la historia de la Coatlicue ha sido accidentada. Su belleza monstruosa sigue siendo fascinante.
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En lo alto del Templo Mayor, en sus cuatro esquinas, la remota majestad de la Coatlicue. No una, cuatro –quizá cinco–. Diosa madre o demonio. Tremenda figura en piedra, agente de horror sagrado, puerta al trasmundo, transformada hoy en una obra maestra del arte universal. Decapitada, amputada, mutilada. Mujer, serpiente y águila a la vez. Provoca asombro o rechazo, nunca indiferencia.

Para Antonio León y Gama, su primer estudioso poco después de que fue desenterrada, era un “horrible simulacro”; para Alexander von Humboldt, quien logró que la volvieron a desenterrar, era “un ídolo monstruoso”, “una masa informe”; un periodista francés, luego de ver una copia en la Exposición Universal de 1867, escribió que era “un verdadero vampiro alterado de sangre humana”; para Alfredo Chavero, sin embargo, constituía “el más hermoso ídolo que tiene nuestro Museo Nacional”; ya en el siglo XX, George C. Vaillant vio en ella “un concentrado dinámico de todos los horrores del universo”; para Paul Westheim, la Coatlicue era “una horripilante, demoniaca figura”; Octavio Paz advirtió que representaba “lo demasiado lleno y colmado de todos los atributos de la existencia, presencia en la que se concentra la totalidad del universo”; Justino Fernández sostuvo que era “la imagen más rotunda del misterio mexicano y de la belleza indígena antigua”; según Salvador Toscano era “la obra maestra de la escultura americana”, mientras que Miguel Covarrubias la consideraba “una de las obras maestras del arte azteca”; para Edmundo O’Gorman la Coatlicue destacaba por “su portentosa monstruosidad”; don Alfonso Caso interpretó la escultura como “una síntesis admirable de las ideas de amor y destrucción, que corresponden a la tierra”. Poetas como Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño y Luis Cardoza y Aragón le dedicaron luminosas páginas. Saturnino Herrán, Diego Rivera y José Clemente Orozco retrataron su ser tremendo. Todas estas citas las recoge uno de los últimos y más brillantes intérpretes de la diosa, Leonardo López Luján, en un capítulo de Escultura monumental mexica (Fondo de Cultura Económica, 2009).

Hoy la Coatlicue descansa (¿descansa?) en la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología. Se le conoce como Coatlicue mayor. A unos cuantos metros de ella se encuentra otra escultura casi idéntica, pero gravemente mutilada. A diferencia de la Coatlicue, que porta una falda de serpientes (de ahí su nombre), la escultura gemela lleva una falda de corazones. Alfonso Caso la llamó la Yolotlicue. En la misma Sala Mexica, en los jardines, se pueden ver fragmentos (las bases, pies en forma de garras de águila) de otras dos esculturas parecidas. La Coatlicue no es una escultura, sino cuatro (fragmentos de una quinta escultura se encuentran en la bodega del museo del Templo Mayor). La Coatlicue que todos conocemos es solo la pieza mejor conservada de un conjunto de esculturas monumentales que desarrollan el mismo motivo.

La primera descripción de la Coatlicue (de las Coatlicues) se encuentra en un texto de Andrés de Tapia, soldado de Hernán Cortés, que subió a lo alto del Templo Mayor y describió lo que ahí vio: “Tenían estos ídolos unas culebras gordas ceñidas, e por collares cada diez o doce corazones de hombre, hechos de oro, e por rostro una máscara de oro, e ojos de espejo, e tenié otro rostro en el colodrillo, como cabeza de hombre sin carne.” Las esculturas estaban cubiertas de nácar y colgaban de ellas muchas joyas de oro y collares de turquesas, esmeraldas y amatistas. El efecto que provocaban debió ser impresionante, de horror sagrado (tal y como lo describió Rudolf Otto). Figuras que fueron testigos de decenas de miles de sacrificios humanos. López Luján, siguiendo la Crónica de la Nueva España compuesta por Francisco Cervantes de Salazar, cuenta que Hernán Cortés le había exigido a Moctezuma que retirara las imágenes de la cúspide del Templo Mayor y que las sustituyera por las de Cristo y la Virgen. Moctezuma le contestó que si hiciera eso sus vasallos se rebelarían contra él. Pocos días después “vinieron muchos indios […] y subieron a lo alto donde el gran ídolo estaba casi cuatrocientos hombres […] y hicieron una cama muy grande […] para poner el ídolo encima, que no se quebrase, porque […] según he dicho eran muy grandes. Baxáronlas con toda la destreza que pudieron […] no pudieron abaxar estos ídolos que por su pesadumbre y grandeza no se quebrasen algunos pedazos […] bajaron los ídolos y en hombros las llevaron los sacerdotes y la demás gente, que no tenían número los acompañaron hasta ponerlos donde nunca los nuestros jamás los vieron, ní por cosas que les dixeron los quisieron descubrir”.

Los ídolos fueron enterrados y escondidos por los indígenas no muy lejos de ahí. La Coatlicue mayor fue descubierta el 13 de agosto de 1790 y desenterrada el 4 de septiembre de ese mismo año. La escultura se encontraba a unos pocos metros de la actual Puerta de Honor del Palacio Nacional. La Yolotlicue, en cambio, fue encontrada por Lorenzo Gamio en 1933 en la intersección de las calles de Guatemala y Argentina, “es decir –apunta López Luján– a los pies de la fachada principal del Templo Mayor”.

Casi doscientos setenta años estuvo enterrada la Coatlicue y más de cuatrocientos la Yolotlicue. La representación de la Coatlicue que conocemos se encuentra en un excelente estado de conservación gracias a uno de los accidentes que suelen ocurrir en la historia. En 1788 había ascendido al trono de España Carlos IV y un año después el segundo conde de Revillagigedo fue nombrado virrey de la Nueva España. Justo el año en que estallaba la Revolución francesa, en la Nueva España el virrey Revillagigedo había dado la orden de limpiar y ordenar la Plaza Mayor para celebrar el ascenso de Carlos IV al trono. La Plaza Mayor estaba entonces ocupada por un mercado sucio, caótico y maloliente. Gracias a las obras que se emprendieron para remozarlo fue que una cuadrilla de trabajadores dio con la enorme escultura. Por ser aquellos gobernantes personajes ilustrados (Carlos IV habían participado pocos años antes en el rescate de Herculano y Pompeya), a la exhumación del ídolo no siguió su destrucción. Lo comenta López Luján en El ídolo sin pies ni cabeza: “Contrario a lo que siempre había sucedido, las antigüedades recién desenterradas ya no fueron destruidas, pues ahora se veía en ellas un rico contenido histórico y cierto valor artístico. Muchas se utilizaron como elementos decorativos en las esquinas, los dinteles y los zaguanes de las nuevas mansiones, mientras que otras nutrieron las cada vez más comunes colecciones públicas de la capital.” Luego de ser venerada y temida por los mexicas, repudiada por los conquistadores y enterrada por siglos, la Coatlicue comenzó una nueva aventura. El colosal monumento encontrado en agosto de 1790 fue trasladado a la Universidad Nacional y poco después enterrado para contener a los indígenas que se colaban por las noches al edificio para colocarle ofrendas, para rezar arrodillados y postrados ante el ídolo de piedra. Casi trescientos años de evangelización habían sido claramente insuficientes. Para evitar el riesgo de la idolatría la Coatlicue fue enterrada en los patios del edificio de la universidad. Más de diez años después, Alexander von Humboldt pidió que la desenterraran para verla. El sabio alemán pudo contemplarla un par de horas, luego salió unos minutos para agradecer a las autoridades que le hubieran dado aquel permiso. Al regresar, para su sorpresa, se encontró que la habían vuelto a enterrar. Poco después, un hombre del espectáculo europeo pidió autorización para hacerle un molde que sería exhibido en Inglaterra. La exhumaron, hicieron los moldes y la inhumaron de nuevo. En 1810 estallaría la revolución de Independencia que se consumaría hasta 1821. Los criollos que encabezaban el movimiento querían borrar el dominio español de tres siglos y por ello establecieron un puente histórico con el pueblo mexica. Iturbide, hay que recordar, no colocó en la bandera insurgente a la Virgen de Guadalupe (imagen que acompañó a Hidalgo y Morelos) sino al águila y la serpiente, emblema del pueblo derrotado por los españoles. Guadalupe Victoria fundó el Museo Nacional en 1825 y ahí fue trasladada la enorme escultura de la diosa. El gobierno republicano ya no veía al ídolo como algo monstruoso “sino como pieza clave de un discurso museográfico que deseaba poner de manifiesto las profundas raíces de la joven nación” (López Luján). Poco después la república entraría en una profunda crisis. Guerras, cuartelazos, asonadas, invasiones extranjeras, crisis económica y política. La Coatlicue continuaba en el museo, pero en un rincón y detrás de un enrejado de madera. La tuvieron que cercar porque “los guardias hallan a veces guirnaldas y flores colgadas alrededor de esta horrible estatua” (según consigna Brantz Mayer en México: lo que fue y lo que es, Fondo de Cultura Económica, 1953).

Con la guerra el museo se transformó en cuartel. Un cronista de la época refiere cómo un soldado había construido una conejera utilizando uno de los costados de la diosa. “Con el advenimiento del Segundo Imperio –señala López Luján–, el museo comenzó a despertar de la peor de sus pesadillas.” En 1883, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, se creó la Galería de Monolitos, recinto al cual se trasladó la estatua. “Al encontrarse por primera vez en ella valores estéticos, su esfinge comenzó a ser reproducida en forma regular en grabados, fotografías, tarjetas postales y modelos a escala hechos de cera, hule y yeso”, señala Edmund Seler. Con la Revolución, dice López Luján, “la Coatlicue alcanzaría su máxima popularidad. Su imagen contribuiría a construir un nuevo arte nacional en el que la mezcla de dos razas y de dos culturas sería usada como bandera de la mexicanidad”. Saturnino Herrán, Diego Rivera y José Clemente Orozco la pintaron en cuadros y murales. En 1964, con la fundación del Museo Nacional de Antropología, la Coatlicue al parecer encontró su lugar definitivo. En 2000 la Sala Mexica fue reacondicionada y la Coatlicue instalada en el lugar en donde hoy la podemos contemplar.

Pocos días después de su descubrimiento en 1790, a pocos metros de donde fue exhumada la Coatlicue, se encontró también la Piedra del Sol. La suerte de los dos monolitos no pudo ser más distinta. Mientras que, como he referido, la Coatlicue fue enterrada y desenterrada varias veces, desde el principio la Piedra del Sol fue exhibida para la admiración de la gente. Fue colocada primero en la base de una de las torres de la Catedral y luego removida de ahí, para ubicarla por regla general en algún lugar principal. De acuerdo con las autoridades, la Piedra del Sol debía lucirse porque simbolizaba la racionalidad de nuestros antepasados, su dominio de la astrología y la matemática, mientras que la Coatlicue debía ocultarse porque representaba el lado oscuro de nuestras raíces: el sacrificio, la sangre, lo irracional y lo monstruoso. Lo cierto es que ambas esculturas consignan las dos caras de nuestro pasado: luminoso y oscuro, racional e irracional.

El opúsculo de Leonardo López Luján (El ídolo sin pies ni cabeza) reúne crónicas y otros documentos de la época en que fue desenterrada la Coatlicue y que son de enorme interés. Personas comunes dan detalles del asombro que produjo el hallazgo de la diosa. Hace también López Luján una descripción pormenorizada del debate intelectual que siguió al descubrimiento. Podemos encontrar en él las diversas interpretaciones que se han hecho de la escultura. ¿Se trata en verdad de la Coatlicue, la diosa madre, diosa de la fertilidad, madre de Quetzalcóatl y Huitzilopochtli? ¿Es esta la escultura que vio Andrés de Tapia en la cúspide del Templo Mayor? ¿Estos son los monolitos que fueron bajados de la pirámide, según lo atestiguó Cervantes de Salazar? Casi inmediatamente después de que la monumental escultura saliera a la luz comenzó el debate en torno a su significado y su identidad. Un debate que aún no termina. ¿Es en realidad la Coatlicue? Siguiendo a la notable arqueóloga Elizabeth Boone, López Luján parece inclinarse por la hipótesis de que se trata de una representación de las tzitzimime ilhuicatzitzquique, “seres sobrenaturales horribles y agresivos que aprovechan la ausencia del poder de la luz para devorar a los hombres” (Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, Monte Sagrado-Templo Mayor, inah/unam, 2009).

Diosa, demonio, monstruo, símbolo de la mexicanidad, obra de arte, la Coatlicue es esto y no cabe duda de que será muchas cosas más en el futuro siempre cambiante. Tampoco tengo duda de que su significado seguirá afinándose y acercándose cada vez más a su sentido original. Como afirmaron en su momento Rubén Bonifaz Nuño y Edmundo O’Gorman, se trata de una belleza monstruosa. No fue esculpida para una veneración pasiva. El escultor, o el taller de escultores que la cinceló, quería provocar terror y miedo, horror sagrado. Cada vez que tengo oportunidad y tiempo voy a contemplarla al Museo de Antropología en Chapultepec. Me conmueve profundamente y me provoca una auténtica fascinación. ¿Esto somos? Definitivamente, también esto somos. ~

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