Cuando sir Walter Raleigh estaba preso en la Torre de Londres, se dedicó a escribir una historia del mundo. Había terminado el primer volumen y estaba trabajando en el segundo cuando hubo una pelea de unos obreros debajo de la ventana de su celda, y uno de los hombres murió. A pesar de las diligentes investigaciones, y a pesar del hecho de que había visto cómo ocurría la cosa, sir Walter nunca pudo descubrir a qué se debía la riña: por esa razón, se dice, y si la historia no es cierta debería serlo, quemó lo que estaba escribiendo y abandonó su proyecto.
No sé cuántas veces me ha venido esta historia a la cabeza en los últimos diez años, pero siempre con la reflexión de que Raleigh estaba probablemente equivocado. Aun con todas las dificultades de la investigación en esa época, y con la dificultad particular de conducir una investigación desde la prisión, probablemente podría haber producido una historia mundial que guardara cierto parecido con el verdadero desarrollo de los acontecimientos. Hasta una fecha bastante reciente, los acontecimientos principales que registran los libros de historia probablemente ocurrieron. Es probablemente cierto que la batalla de Hastings se produjera en 1066, que Colón descubriese América, que Enrique VIII tuviera seis esposas, etcétera. Cierto grado de veracidad era posible mientras se admitiera que un hecho podía ser cierto aunque no te gustara. Incluso durante la última guerra era posible que la Enciclopedia Británica, por ejemplo, compilara sus artículos sobre las distintas campañas en parte con fuentes alemanas. Algunos de los datos –las cifras de víctimas, por ejemplo– se consideraban neutrales y en sustancia eran aceptados por todo el mundo. Eso no sería posible hoy. Una versión nazi y no nazi de la guerra actual no guardarían ningún parecido entre sí, y cuál de ellas llega finalmente a los libros de historia no será algo que se decida por métodos que examinen las pruebas sino en el campo de batalla.
Durante la Guerra Civil española muchas veces tuve la sensación de que una verdadera historia de esa contienda nunca se escribiría ni sería posible. Sencillamente no existían cifras precisas o relatos objetivos de lo que estaba pasando. Y me lo parecía en 1937, cuando el gobierno español todavía existía, y las mentiras que las distintas facciones republicanas contaban unas sobre otras y sobre el enemigo eran relativamente pequeñas. ¿Cuál es la situación ahora? Aunque Franco sea derrocado, ¿qué tipo de registro tendrá el historiador del futuro? Y si Franco o cualquiera que se le parezca sigue en el poder, la historia de la guerra consistirá en buena medida en “hechos” que millones de personas vivas ahora saben que son mentiras. Uno de esos “hechos”, por ejemplo, es que había un ejército ruso considerable en España. Hay abundantísimas pruebas de que no había un ejército de esas características. Pero si Franco permanece en el poder, y si en general el fascismo sobrevive, ese ejército ruso pasará a los libros de historia y los alumnos del futuro creerán en él. Así, en la práctica la mentira se habrá convertido en realidad.
Esas cosas ocurren todo el tiempo. De los millones de ejemplos disponibles, escogeré uno que resulta verificable. Durante parte de 1941 y 1942, cuando la Luftwaffe estaba ocupada en Rusia, la radio alemana regaló al público doméstico historias de devastadores bombardeos aéreos sobre Londres. Ahora sabemos que esos bombardeos no ocurrieron. Pero ¿de qué nos serviría nuestro conocimiento si los alemanes conquistaran Gran Bretaña? Para los propósitos de un historiador futuro, ¿esos bombardeos ocurrieron o no? La respuesta es: Si Hitler sobrevive, ocurrieron, y si cae no ocurrieron. Lo mismo pasa con innumerables acontecimientos de los últimos diez o veinte años. ¿Son Los protocolos de los sabios de Sión un documento verdadero? ¿Conspiró Trotski con los nazis? ¿Cuántos aviones alemanes se derribaron durante la Batalla de Gran Bretaña? ¿Europa da la bienvenida al Nuevo Orden? En ninguno de estos casos hay una respuesta universalmente aceptada como cierta: en cada uno de ellos aparecen varias respuestas totalmente incompatibles, una de las cuales es finalmente adoptada como resultado de una lucha física. La historia la escriben los vencedores.
En el análisis final, nuestro único argumento para la victoria es que si ganamos la guerra contaremos menos mentiras que nuestros adversarios. Lo que de verdad da miedo del totalitarismo no es que cometa “atrocidades”, sino que ataca el concepto de verdad objetiva: pretende controlar tanto el pasado como el futuro. A pesar de todas las mentiras y la autoindulgencia que la guerra alienta, sinceramente no creo que se pueda decir que esa costumbre mental esté creciendo en Gran Bretaña. Si lo tenemos todo en cuenta, diría que la prensa es algo más libre que antes de la guerra. Sé por experiencia que puedes publicar cosas que no podías imprimir hace diez años. Los que se oponían a la guerra han sido probablemente menos maltratados en esta guerra que en la anterior, y la expresión de opiniones impopulares en público es sin duda más segura. Hay cierta esperanza, por tanto, de que el hábito liberal de la mente, que considera la verdad algo exterior a uno mismo, algo que se descubre y no algo que puedes inventar mientras vas avanzando, sobreviva. Pero no envidio el trabajo del historiador del futuro. ¿No es un comentario extraño sobre nuestro tiempo que ni siquiera las víctimas de la guerra actual puedan calcularse sin diferencias de varios millones?
Anunciando que la Junta de Comercio va a retirar la prohibición sobre los dobladillos remangados del pantalón, la publicidad de un sastre lo saluda como “una primera entrega de la libertad por la que luchamos”.
Si de verdad luchásemos por remangar el dobladillo del pantalón, me sentiría inclinado a ser pro-Eje. El dobladillo vuelto no tiene otra función que recoger polvo, y ninguna virtud salvo que cuando lo limpias de vez en cuando encuentras una moneda de seis peniques. Pero tras el alegre grito del sastre hay otra idea: que en un tiempo Alemania estará acabada, la guerra estará medio terminada, el racionamiento se relajará y el esnobismo con la ropa irá de nuevo a toda máquina. No comparto esa esperanza. Desde mi punto de vista, cuanto antes podamos terminar el racionamiento, mejor; sí, pero me gustaría que el racionamiento de la ropa continuase hasta que las polillas hayan devorado el último chaqué e incluso los enterradores hayan tirado sus chisteras. No me importa ver a todo el país en ropa militar teñida durante cinco años si eso significa que una de las principales fuentes de esnobismo y envidia se puede eliminar. El racionamiento de la ropa no se concibió en un espíritu democrático, pero tiene un efecto democrático. Si los pobres no están mucho mejor vestidos, al menos los ricos van más andrajosos. Y puesto que en nuestra sociedad no se está produciendo ningún verdadero cambio estructural, el mecánico proceso de igualación que origina la mera escasez es mejor que nada.
Un ejemplar de The Ingoldsby legends que alguien me dio en navidad, con ilustraciones de Cruikshank, me hizo preguntarme por el declive del dibujo cómico inglés. La decadencia del verso cómico es más fácil de explicar. El propio Barham, Hood, Calverley, Thackeray y otros escritores de principios y mediados del siglo XIX podían escribir buenos versos ligeros, cosas del estilo de
Yo, niño feliz, cantaba alegremente
en verdes campos y todo el día
con un gracioso atuendo azul
que me ceñía en demasía,
Porque en general, la vida –la vida de clase media– era despreocupada y uno podía pasar del nacimiento a la muerte con una perspectiva infantil. Excepto alguna cosa ocasional como “Qué agradable es tener dinero” de Clough o “La morsa y el carpintero”, el verso cómico inglés del siglo XIX no tiene ninguna idea. Pero con los dibujantes es justo al revés. El atractivo de Leech, Cruikshank y una larga línea de ellos hasta llegar a Hogarth está en su brutalidad intelectual. Punch no publicaría las ilustraciones de Leech a Handley Cross si fuesen nuevas. Son demasiado brutales: ¡hasta hacen que las clases altas parezcan tan feas como las clases bajas! Pero son graciosas, y Punch no. ¿Cómo es que perdimos nuestra ligereza y nuestra crueldad en torno a 1860? ¿Y por qué ahora, cuando el odio de clase es tan fiero y una pasión política está tan cerca de la superficie como en la época napoleónica, apenas se pueden encontrar caricaturistas que lo expresen? ~
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Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Tribune, 4 de febrero, 1944.
(1903-1950) fue ensayista y novelista. Entre sus obras más conocidas están Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y 1984.