Cómo no naufragar con Aira

La ola que lee. Artículos y reseñas (1981-2010)

César Aira (Edición y prólogo de María Belén Riveiro)

Literatura Random House

Buenos Aires, 2021, 336 pp.

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Entre 1981 y 2010, César Aira publicó casi un centenar de novelas y por lo menos cien artículos (de los cuales 63 aparecen en este libro). Más allá de localizar adelantos o conexiones con sus inéditos o su narrativa, la idea que enlaza a todos esos escritos es, por un lado, la Literatura y sus analogías, avatares, colindantes y tangentes; y, por el otro, la problematización de su “autobiograficción”. Así, en “Arlt” y en “Braulio Arenas. Por una literatura modular”, Aira parece hablar de sí mismo cuando hiperboliza sobre qué es literatura o qué debe ser un novelista genial distanciado de su nación. Al no ser La ola que lee un mapa de sí mismo, ni un performance del autor, ayuda que transmita su franqueza con erudición circunspecta, sin la jerigonza ocultista de las sectas profesorales. Y al haber publicado estos textos lo mismo en revistas de clanes universitarios que en suplementos conocidos, el argentino borra las líneas divisorias entre especialistas y lectores comunes, o entre novelistas y profesores de literatura desesperados por ver su nombre en una nota al pie.

En las penúltimas páginas de Lugones (2020), uno de sus “cuentos de hadas dadaístas” anteriores a La ola que lee, un yacaré parlante y escribidor, contrapunto de “Lugones”, Aira alude a la “fuga hacia adelante” –que en otros momentos llama “huida” y que es parte de una poética que, según Christopher Domínguez Michael, escribe “al mismo tiempo que redacta sus cuentos y novelas”– ostentando que “el tiempo del que están hechos los sucesos narrados vuelve a formularse, en otros términos, al escribir, y como la escritura también lleva tiempo, la transformación se vuelve coherente, sus términos se confunden…”.

Si la no ficción de Aira carece de sistema (una ola sin principio o fin, como en la novela de Virginia Woolf), sí es una reformulación. Al autor parece importarle mucho que sus lectores vinculen esas mutaciones, aun paradójicamente; porque a pesar de no ocuparse de sus contemporáneos (hay excepciones) sabe que convive con los éxitos y naufragios de estos. En el artículo acaso más polémico para el narcisismo patrio, “Novela argentina: nada más que una idea”, que puede leerse de la mano con “¿Quién es el más grande de los escritores argentinos?”, afirma: “Ricardo Piglia logra con Respiración artificial (Pomaire, 1980) una de las peores novelas de su generación gracias, en parte, a esta sordidez profesional que en él deriva del temor infantil de que no lo comparen con Arlt […]. En realidad Piglia no proviene en absoluto de Arlt […] Su maestro es Sabato. De él toma el viejo truco de una novela con dos o tres situaciones tópicas […], unos personajes bien conocidos […] y todo el resto juicios, ajustes de cuentas, discusiones ganadas de antemano porque el autor se fabrica los interlocutores adecuados, y cuanta opinión haya pasado por su cabeza en los últimos años.”

Ambos textos pertenecen a la primera de las tres partes (1981-1990, 1991-1999, 2000-2010) en que María Belén Riveiro (¿con aporte del autor?) divide la compilación. El repertorio de esa parte inicial es predominantemente rioplatense, con atención a la imagen izquierdista de García Márquez y a “Los simulacros literarios del ‘boom’” durante los años ochenta, cuando Fuentes era “el ultraverborrágico y pomposo astro de la novela mexicana”. Parsimonioso con su no ficción –Copi y Alejandra Pizarnik el siglo pasado–, el antecesor a La ola que lee es Pequeno manual de procedimentos (2007), publicado solo en portugués. De este retoma aquí los originales de trece de esos textos y una versión completa de otro. Son selecciones contextualizadas por ideas y procedimientos (método que ennoblece) en Las tres fechas, Edward Lear, Continuación de ideas diversas, Sobre el arte contemporáneo/En La Habana y Evasión y otros ensayos.

Del resto, “El discurso del ‘posmodernismo’” –que examina perspicazmente libros fundacionales de Foster, Lyotard y Vattimo sin inquietarse por los segundones latinoamericanistas de entonces– es una especie de reseña-manifiesto. Más próximos a la voluble poética de Aira son “¿Por qué escribí?”, “Ars narrativa”, “Mis intereses literarios” y “La cartilla anticipada de lo nuevo”, que comprueban que es aprendiz de sí mismo.

Su capacidad para calificar a otros autores lo distingue tanto de sus coetáneos como de los más recientes, porque casi ningún novelista de las actuales generaciones se atreve a criticar a su cohorte. Su Diccionario de autores latinoamericanos (2001; Riveiro no toma en cuenta la edición chilena/española de 2018, no aumentada ni revisada) constata su aserción de que ni siquiera ojea a los más nuevos, implicando que evita la contrariedad de leerlos. Ese es un acto benéfico o maléfico, porque también apuesta por huidizos clásicos ingleses y latinoamericanos postergados o justamente olvidados, mostrando que estos no son intercambiables. De La ola que lee se desprende que, como crítico literario (oficio que no se le debe exigir), un novelista tiene que ser más un narrador valiente que un activista cultural, alguien más integral y vital, capaz de conocer los patrones recurrentes de autocensura, en especial aquellos que, como la corrección política, han tergiversado los estándares.

Si la literatura define a este tomo, que incluye cuasi-manifiestos, ¿cuáles son sus irradiaciones? Para Riveiro otros temas contiguos son la poesía, los intelectuales, los procedimientos, la vanguardia (Aira se las arregla para acudir a Duchamp en numerosas instancias), la traducción (que practica) y “cuestiones extraliterarias como la televisión”. En “¿Qué hacer con la literatura?”, de la parte final, afirma: “La literatura no es obligatoria. Podemos prescindir de ella y llevar una vida útil y feliz.” No menos atención merece su función de exegeta, que defiende la utilidad literaria con tautologías aireadas en “Los libros del pasado” (allí espiga entre “clásico” y “obra maestra”) o que dedica textos a autores como Arlt, Braulio Arenas, Bianco y Vallejo, a los que considera “grandes” más que “importantes”. ¿Discutirá en otro tomo afinidades (reconocidas) con Borges, Fogwill, Lamborghini y Levrero, o su admiración por Puig y Lemebel?

Después de identificar al Monstruo como la compleja conciencia lingüística de todo buen escritor, en “Arlt” Aira admite: “Yo mismo […] trepo a la cinta del continuo y corro tras el Monstruo revestido de la figura irrisoria de la explicación.” Una frase que encuentra su complemento en otra de “Sobre una novela de Walter de la Mare”: “Hoy las novelas tienden a ser cada vez más breves, porque la experiencia ha completado su pasaje a la fase de experimento, donde reina el instante de la comprobación.” Son interpretaciones que no responden al aire de los tiempos sino a la disposición de su espíritu. Y si un lector se preguntara por su derrotero político, latente en El presidente (2019), hablando de La virgen de los sicarios de Vallejo, asevera: “hemos terminado, y con buenos motivos, por relegar a la política al dominio de biempensantes hipócritas y demagogos […]”, mientras que en “Arlt” sostiene: “Ahí está la diferencia con la novela ideológica, la falsa novela […] que parte de la explicación, de la Historia o la sociología, y desemboca en el silencio.”

En su El ilustre mago (2013) un personaje pregunta si lo suyo “no sería la teoría, la crítica, el ensayo filosófico y no la ficción”. Aira nunca expresa esa duda, porque quiere aprehender esos campos. Por esa perseverancia los asuntos de La ola que lee requieren tanta atención hoy como cuando fueron escritos, y siguen a flote sin temer a los tiburones críticos que roen cada hoja suya repleta de conceptos. Esa movilidad (“Salvo el libro, todo es de agua”, afirma en el artículo homónimo) frustra a los lectores convencionales, y pensar que como crítico no toma los riesgos que asume como narrador es creer que la crítica siempre hace las preguntas correctas. Cuando un novelista eleva el listón como crítico fuerte –arriesgándose a hablar de “novela exótica” o “novela onírica”, o a hablar de Tanizaki y Verne– vale pensar que esa decisión viene con costes altos, que hay prejuicio cuando se responde con invectiva al encarnizamiento lúcido, y que se pierde de vista la valentía interpretativa que uno tiene en frente. ~

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(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.


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