En tiempos remotos un pueblo que hablaba el griego bajó desde el norte hacia el Mediterráneo. Fundó ciudades y pobló el litoral hasta Italia y Sicilia, por un lado, y el mar Negro, por el otro. Ese pueblo así repartido estaba destinado a ser asombro y maestro del mundo.
No porque fuera imperio o tuviera enorme poder militar, sino porque los griegos pensaron en la experiencia humana y en todo lo que los rodeaba con una intensidad y una profundidad que ningún otro antes o después ha podido igualar.
Biología, medicina, astronomía, matemáticas y geometría dieron comienzo como ciencias en suelo griego y su desarrollo en Grecia marcó el rumbo del saber durante dos mil años.
La filosofía griega es todavía el modelo que se estudia en todas partes. Nombres como Sócrates, Platón o Aristóteles se siguen repitiendo entre la gente de pensamiento con una devoción casi religiosa.
Los griegos se sentían orgullosos de serlo. Pero no por las obras maestras de la escultura y arquitectura o las tragedias y comedias que produjeron. Tampoco por la Ilíada y la Odisea, inigualadas como epopeyas hasta nuestros días. Se sentían orgullosos de serlo porque en aquellos tiempos de despotismo oriental, de reyes divinizados, ellos eran libres. Lo que quiere decir que no obedecían los caprichos de nadie, como los esclavos, sino que obedecían solo las leyes que ellos mismos se habían dictado.
La mayoría de los conceptos políticos que usamos provienen de su pensamiento y vida política.
Y aun la idea de belleza y perfección del cuerpo humano es por completo griega. El cuerpo ideal del varón o de la mujer, tantas veces representado en los mármoles clásicos, alcanza su viva expresión en el deporte. Y si hubo un pueblo deportista sobre la Tierra fue el griego. El deporte revestía para ellos carácter ritual y elevación religiosa, como se demuestra en los Juegos Olímpicos celebrados en Grecia desde la más remota antigüedad y dejados en herencia al mundo moderno.
Pese a que es necesario aceptar que la cultura griega tuvo limitaciones, algunas muy señaladas, su legado es de tal riqueza y genialidad que se piensa como una hazaña inexplicable. Y por ser inexplicable se le ha llamado el milagro griego.
Su mayor incapacidad consistió en no poder impedir que la hostilidad de unas ciudades Estado contra otras degenerara en guerras interminables. Grecia, como la Italia del Renacimiento, no logró unificarse para así, unida, estar en condiciones de resistir a sus enemigos. En ambos casos donde yacía su esplendor, en la maravillosa variedad de ciudades e individuos, estaba también su debilidad: la desunión. No es raro, Goethe explica que donde están nuestras virtudes ahí mismo están nuestros defectos.
Grecia, dispersa y en guerra contra sí misma, fue presa fácil de Roma cuando esta inició su expansión imperialista. Arnold Toynbee comparó la situación con la de Europa desunida frente a Estados Unidos y abogó precozmente por la Unión Europea.
Y, por cierto, los mejores momentos históricos de vivaz y profunda creatividad, la Grecia Clásica y el Renacimiento, se desarrollan en ciudades autónomas, libres, de dimensiones humanas, no muy grandes y sin opresiones políticas. Ahí se esconde, tal vez, una lección que nuestros inquietos no han sabido captar bien. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.