De cómo encontré a Florencia y llegué al Amazonas

El año pasado Florencia en el Amazonas se convirtió en la primera ópera en español en presentarse en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Su autor, Daniel Catán, ya no alcanzaría a ver ese nuevo éxito, pero esta conferencia que recuperamos da cuenta de su camino, lleno de titubeos, búsquedas y aciertos, para llegar a esa obra.
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De mis tres óperas, Florencia en el Amazonas fue sin duda la que más disfruté escribir. Desde el principio, que es encontrar un libreto sobre el cual trabajar, fue una experiencia feliz. ¿Pero cómo me decidí por el tema? ¿Cómo emprendí la composición? Y sobre todo, ¿cómo llegué al Amazonas?

En 1994 acababa de tener una representación muy exitosa en San Diego, California, de La hija de Rappaccini, mi segunda ópera, y había algunos aspectos de ella que estaba impaciente por seguir explorando. Uno en particular: la música del jardín. Para capturar la magia esencial de aquel jardín, tuve que dejar volar mi imaginación; necesitaba escribir música que fuera seductora, reluciente e hipnotizante. Así que desarrollé una forma de escribir para la orquesta, específicamente para las maderas, que para mí plasmaba la sensación de ese jardín mágico. Como deseaba seguir explorando este tipo de escritura, comencé a buscar un tema que me permitiera ir tras de esos sonidos mágicos. Y aquí tengo que hacer una pequeña digresión, porque tengo que hablarles de mi querido amigo Álvaro Mutis.

Aunque nació en Colombia, los mexicanos hemos tenido el beneficio de su presencia desde hace más de veinte años. Mi vida en particular se ha enriquecido enormemente gracias a él y a sus escritos. Mutis conoce la selva de forma íntima y ha escrito sobre ella toda su vida; al mismo tiempo, es un gran amante de la ópera. La combinación no podría ser mejor.

Nos vimos muchas veces en su casa. El estudio, donde nuestras reuniones tuvieron lugar, es un espacio de lo más inspirador: cuatro paredes cubiertas de piso a techo con toda la literatura que uno podría soñar con leer. Todo está ahí, al alcance de la mano. El ambiente de esta sala emana inteligencia y paz interior; en el aire se mezclan los olores de la madera, el cuero y la tinta de la página impresa. Cuadros de magníficas embarcaciones fluviales ocupan los espacios que normalmente están reservados para las fotos familiares. Una pequeña ventana deja entrar apenas la cantidad de luz natural suficiente para que uno sepa si es de día o de noche.

Al pensar en aquellos encuentros, me doy cuenta de que mi viaje por el Amazonas comenzó en ese estudio. Fue allí donde aprendí de los peligros de la navegación fluvial, de la formación de bancos de arena y cómo detectarlos antes de que sea demasiado tarde, de la crecida del río, de los troncos sueltos que pueden quedar atrapados en la rueda y partir el barco a la mitad. Allí también supe de los estados psicológicos que el Amazonas induce en sus viajeros; la manera en que invoca sus deseos más secretos y sus miedos más profundos.

La selva te obliga a enfrentarte a tus peores miedos. La selva se convierte en una proyección del estado de tu mente y de tu corazón. Por otro lado, nada es más sobrecogedor que el amanecer en la selva: los cantos de las aves y los insectos que lentamente tejen el más prodigioso tapiz de sonidos, el lozano resplandor de la vegetación, las sorprendentes formas y colores de algunas flores, el tamaño del sol. Todos estos elementos actuaron de forma tan poderosa en mi imaginación que, en minutos, me volví un panteísta confirmado.

No pasó mucho tiempo antes de que todo embonara. Y cuando lo hizo, yo estaba tan emocionado que apenas podía quedarme quieto. En mi mente, el jardín mágico de mi ópera anterior se expandió hasta transformarse en la selva del Amazonas. Sentí como si hubiera caminado por el jardín, abierto las rejas y entrado en el más fantástico de todos los mundos. Musicalmente, cobró sentido de una forma similar: la música que había imaginado para el jardín de Rappaccini empezó a crecer y desarrollarse hacia los más variados colores orquestales. Empecé a imaginar bellos interludios: la silueta del barco recortada contra el cielo estrellado y la música susurrante de la jungla por la noche. Escuché un maravilloso amanecer verde y claro, acompañado de la música rutilante de arpas y marimba; luego el sol, saliendo del río, un naranja colosal creado por el más radiante y juguetón de los dioses.

Había encontrado el escenario para mi nueva ópera y podía escuchar el tipo de música que quería escribir. Cada pensamiento y cada imagen del Amazonas me sugería timbres, ritmos, melodías. Por esa época descubrí un tambor africano llamado djembé,que produce un sonido de lo más notable. Puede capturar los ritmos nítidos de la lluvia tropical y los rumores más profundos de una feroz tormenta. Decidí incluir uno en la orquesta, tal vez dos. También me encontré con el tambor metálico, ese ingenioso instrumento utilizado en la música caribeña. También quería uno.

Pensé en la marimba, con sus deliciosos sonidos de madera, y la forma en que se combinarían con flautas, clarinetes y arpa. Me parecía que las sonoridades de estos instrumentos capturaban el sonido del río que cambia de timbre a medida que fluye, modificando todo a su paso. Estaba ansioso por empezar, pero un momento: ¿y los pasajeros? ¿Quién iba a viajar en este barco? Hasta ahora me había imaginado a bordo, escribiendo música felizmente mientras los paisajes desfilaban ante mí. Ahora tenía que bajarme del barco y dejar espacio para los viajeros. Primero tenía que encontrarlos.

¿Cómo encuentra un compositor de ópera a sus personajes? Al principio, es como estar buscando a alguien de quien no sabes nada. Sin embargo, en el proceso de buscarlos, me doy cuenta de que, si bien descarto rápidamente a algunos, a otros los conservo con entusiasmo, como si supiera instintivamente lo que estoy buscando. Luego trato de descubrir por qué estas percepciones opuestas se manifiestan con tanta fuerza, y es en este proceso que termino develando a los personajes de mi ópera. Sospecho que los personajes que se quedan tienen algún aspecto de mí, al emprender ese viaje tal y como lo imaginé. Es como si hubiera hecho trampa y me hubiera quedado a bordo, pero dividido en muchos personajes y escondido dentro de ellos. Aquí es donde entra un libretista.

Cuando digo libretista de ópera, lo que realmente quiero decir es un lector de mentes sumamente dotado, con una paciencia infinita, una flexibilidad total, grandes habilidades literarias y ningún ego. Son raros, como se puede imaginar. En la escala de los tipos humanos, están en la cima, cerca de los santos y los mártires. Pero su respuesta más frecuente al compositor está lejos de la santidad: “¿Y por qué mejor no lo escribes tú?” Muchos compositores lo hacen, por supuesto. Pero como no fue mi caso, hablaré un poco más acerca de esta bastante inexplicable forma de colaboración.

Si me lo propongo, ciertamente puedo entender sus sentimientos. Tienen que producir un texto que difícilmente se sostiene por sí mismo: tienen que confiar en una música que no pueden escuchar. Y no pueden escucharla por la sencilla razón de que no ha sido compuesta. El compositor “conoce” la música que va a escribir, por lo que le pide al libretista que escriba líneas en esa dirección. A veces, el libretista lee con éxito la mente del compositor y todo es alegría. Pero luego hay veces en que le piden que corte esto, inserte aquello y luego haga que todos en el escenario digan algo para que todos puedan cantar, todos algo diferente pero al mismo tiempo; algo que no sea ni muy corto ni muy largo. ¡No! No uses esa vocal… Y así, hasta que “¿Y por qué mejor no lo escribes tú?” le pone fin a la sesión de trabajo.

Escribir ópera es un trabajo de perseverancia. Nosotros perseveramos y finalmente encontramos a nuestros personajes; también nuestra historia. A principios del siglo XX, la gran estrella de la ópera Florencia Grimaldi repite el viaje a lo largo del río que hizo veinte años antes con su único amor verdadero, el naturalista Cristóbal Ribeiro da Silva. En busca de una muy rara mariposa, él desapareció misteriosamente en la selva amazónica. La misión declarada de ella es cantar en la legendaria ópera de la remota Manaos, pero su deseo secreto es encontrarse con su amante una vez más.

Florencia Grimaldi, originaria de Sudamérica y que ha triunfado en todo el mundo, emprende la travesía que la devolverá a sus orígenes. Es, creo, la historia del viaje de retorno que todos emprendemos en cierto punto: nel mezzo del cammin di nostra vita, el momento en el que miramos atrás, a lo que alguna vez soñamos ser, y nos enfrentamos a aquello en lo que nos hemos convertido.

La historia del regreso de Florencia reverberó con fuerza dentro de mí. Así que sospecho que ahora debería contarles un poco sobre mi infancia y mi formación musical, y cómo decidí convertirme en compositor.

Cuando tenía catorce años salí de México para estudiar en Inglaterra. Yo era un pianista razonablemente bueno en aquellos días y, aprovechando que un pariente lejano vivía en Londres, decidí ir con la esperanza de convertirme en pianista profesional. Terminé mis años escolares con éxito, aunque no sin una pequeña crisis que en ese momento sentí como el fin del mundo: la bofetada de darme cuenta de que, después de todo, no quería convertirme en pianista profesional. Estaba horrorizado y no sabía cómo reaccionar, pero el mensaje era fuerte y claro: no debía seguir ese camino. Era difícil justificar un viaje que me había llevado tan lejos y que parecía encaminarse a una trágica interrupción.

Inglaterra, sin embargo, fue generosa conmigo. Me abrió los ojos al mundo infinitamente variado de la música, mucho más allá de los límites del piano. Londres me parecía el centro del mundo musical. Escuché Petrushka y la Pasión según san MateoLa consagración de la primavera y los cuartetos de cuerda de Beethoven; vi óperas de Mozart, Wagner, Strauss y un memorable Edipo rey de Stravinski en el antiguo teatro de Sadler’s Wells que me persigue hasta hoy. La música era mucho más que tocar el piano. Entonces decidí, no sin cierta inquietud, que sería compositor. Esto puso fin a una pequeña crisis pero echó a andar otra completamente nueva.

¿Cómo se llega a ser compositor? Si quieres llegar a ser, digamos, arquitecto o médico, hay indicaciones cuidadosamente trazadas que debes seguir, al final de las cuales serás lo que te has propuesto ser. En comparación, convertirse en compositor parecía enigmático. Y leer sobre los grandes compositores no me ayudó. Todos parecían haber nacido sabiendo cómo hacerlo. Obviamente yo no estaba en la misma situación. Entré en pánico. Hablé con amigos. Estudié montones de partituras. Poco a poco fui entendiendo algo que me acompaña desde entonces: componer no es algo con lo que se nace, ni algo que se aprende en algún momento de la vida para aplicarlo después: es un proceso continuo de descubrimiento y un intento constante de expresar, en términos musicales, esa actividad tan curiosa que realizamos con tanta pasión, a la que llamamos vida.

En este sentido, no es diferente a dominar un idioma. No aprendemos a hablar y luego procedemos a hablar toda la vida. Empezamos en algún momento, sin importar cuál, y vamos mejorando poco a poco a medida que lo hacemos. Y así como nuestras palabras son el resultado de nuestra interacción con lo que nos rodea, nuestra música es el reflejo de todas esas experiencias que llamamos vida. Visto de esta manera, hay algo de verdad en decir que uno no aprende a componer, solo se vuelve mejor en ello.

Fui a la universidad, donde comencé a progresar. Pasé seis años más en Inglaterra y luego vine a Estados Unidos a estudiar en la Universidad de Princeton, donde me quedé cuatro años. En ese tiempo me interesé tan profundamente por la ópera que todo lo que escribí estaba de alguna manera dirigido a ese fin. Hice música para orquesta, pero pensada como interludios entre escenas de ópera. Escribí música de cámara, pero la escuché como momentos de intimidad en el escenario. Y escribí canciones, por supuesto, que ejercitaron mi capacidad para ponerle palabras a la música.

En 1977, después de catorce años de vivir en el extranjero –exactamente la mitad de mi vida–, regresé a México, conseguí un trabajo en el Palacio de Bellas Artes y comencé a escribir mi primera ópera. Trabajé en ella entre 1978 y 1979 y en agosto de 1980 se estrenó en la Ciudad de México. Aunque la música era bastante interesante, la obra en su conjunto no lo era. La trama exponía el tipo de drama psicológico pesado que suele buscar un joven compositor y, sin embargo, los personajes parecían superficiales, sus preocupaciones demasiado generales y al mismo tiempo demasiado personales. El problema, como lo veo ahora, fue que los personajes fueron sembrados en su mundo de manera muy superficial, y por ello no florecieron. Eran, de hecho, el reflejo exacto del compositor que los imaginó. Había regresado a México, escribía ópera en español, pero mis personajes no crecían en un suelo fértil. Eran más bien criaturas aéreas que se mantenían vivas con vitaminas.

Por supuesto, no quiero decir que aquella ópera necesitara más elementos nacionales o folclóricos para que los personajes se sostuvieran mejor. El uso de estos elementos puede producir un resultado igualmente superficial y frecuentemente desastroso. Para mí, escribir ópera en español tenía que ser mucho más que utilizar los símbolos y la lengua de mi país. Necesitaba explorar los fundamentos mismos de la ópera, la tierra de la que emerge, aquello que pretende capturar y las razones por las que nos parece poderosa y significativa.

La ópera trata de fusionar las dos formas más fantásticas de expresión humana: la poesía y la música. Conseguirlo con éxito es para mí uno de los mayores objetivos de la composición. Sin embargo, no es una cuestión sencilla unir dos formas de arte que son tan completas y perfectas por sí mismas. La ópera no es simplemente música articulada con sílabas, ni tampoco un texto pronunciado en canto. La ópera tiene que trascender sus dos componentes y crear una nueva forma de expresión: un arte nuevo.

Pero, para que este nuevo arte cobre vida, la fusión de poesía y música debe comenzar desde las raíces. No basta con unir sus ramas, ya que esto puede terminar deformándolas hasta dejarlas irreconocibles. El compositor de ópera debe cavar profundo antes de construir su edificio. Y esta excavación lo lleva a los orígenes de la poesía y la música, donde reside la esencia de nuestra humanidad. Nuestra cultura, tal y como yo la entiendo, es la forma en que abordamos esa esencia, en que la vemos y representamos. Es la manera particular en que nos enfrentamos cara a cara con las cosas que más nos importan: el amor y la muerte, el miedo y la soledad, la felicidad y la pasión: los cimientos sobre los que construimos nuestras vidas. Podemos ver entonces por qué la ópera puede resultar tan intensamente conmovedora: porque trata precisamente de estas cosas.

Un punto crucial en mi desarrollo como compositor fue el encuentro con la poesía de Octavio Paz. En 1984 terminé Mariposa de obsidiana, una pieza para soprano, coro y orquesta basada en el poema homónimo de Paz. Me atrajo su fuerza dramática, y creo que es la fuerza inmediata detrás de mi segunda ópera: La hija de Rappaccini, también basada en un texto de Paz.

En Mariposa de obsidiana, una diosa nos habla con imágenes de fuego. Recuerda un pasado remoto, idílico, continuo en su sentido del tiempo, ininterrumpido. Describe el presente fracturado, nervioso, disonante; luego habla del futuro y, cuando lo hace, susurra. Y cada vez sugiere una música propia. La música, después de todo, es el sonido que produce el tiempo al pasar; a veces se mueve lenta y angustiosamente, otras veces fluye como una cascada. Puede ser apagado y sombrío, y también puede brillar.

Pero el aspecto más interesante del poema es que, al final, los mundos extremos que describe la diosa no se ven desconectados y opuestos entre sí, sino como partes de una unidad compleja y orgánica. El paso de la tragedia a la sensualidad, por ejemplo, es una transformación y no un desplazamiento. Así como la tragedia contiene siempre la semilla que germina hacia la vida, la nueva vida conserva la herida que lleva a la muerte. Las palabras “Muere en mis labios. Nace en mis ojos” forman una unidad única y aterradora. Esta visión del mundo que presenta el poema de Paz es lo que más me inspiró durante la composición. La pieza que escribí es una escena dramática más que una canción; es ópera más que lieder. Por lo tanto, una interpretación ideal debería ser actuada y no simplemente cantada.

Hacer Mariposa de obsidiana me permitió encontrar mi propia voz. El poema tocó mis preocupaciones más profundas, así como mis recuerdos más antiguos. Me trajo vívidamente la experiencia de fractura y soledad, así como la de sensualidad, amor y transformación. Volví a esos recuerdos; dejé que esos sentimientos afloraran. Llegaron lenta, casi tímidamente, porque habían estado enterrados durante siglos. Y cuando les di la bienvenida y escribí la música, pude sentir su efecto curativo en mi alma. Había encontrado mi voz porque me había encontrado a mí mismo. Estaba listo para empezar otra ópera.

La hija de Rappaccini sería mi segunda ópera. Ya hablé sobre la forma en que salí del jardín y entré al Amazonas. Ahora retrocederé un poco y hablaré sobre cómo llegué al jardín. Elegí este texto, también de Octavio Paz, como base de mi nueva ópera porque lo percibí como una continuación natural de Mariposa de obsidiana. La visión de Paz es la misma: un jardín de fuego, un jardín de joyas vivas, donde los opuestos se funden unos en otros. En el mundo de Rappaccini, la más mínima alteración puede convertir una planta que da vida en una planta mortífera.

Muerte y vida; ¡nombres, nombres! Cuando nacemos, nuestro cuerpo empieza a morir; cuando morimos, empieza a vivir de otro modo. El principio es uno y el mismo; lo demás es delirio de espejos.

(Del libreto de La hija de Rappaccini)

La belleza de la poesía y la visión detrás de ella echaron a andar mi imaginación. Escuché suaves melodías en las maderas entrando una a la vez, retorciéndose, girando, titilando con delicadeza, como hojas susurrando con la brisa. Rappaccini las oye, centra su atención en ellas y comprende la forma en que se relacionan entre sí. Puede escuchar más allá de su apariencia, más allá de ellas, y desentrañar su secreto. Después de las maderas, brilla un nuevo instrumento. Es el arpa, como un rayo de luz plateada que lo ilumina todo. Es la fuente, el cimiento de esa misteriosa armonía. Rappaccini la oye, la reconoce y empieza a cantar.

¿Por qué describo con tanto detalle el proceso de entendimiento de Rappaccini? Porque es exactamente lo que tuve que atravesar yo para poder escribir la música. Idealmente, también es lo que me gustaría comunicar a mi audiencia cuando la escucha. La visión de Rappaccini es realmente fascinante. Su mundo es el mundo de la ciencia, y a través de la razón y la experimentación espera alcanzar lo divino. Lo que no comprende, sin embargo, es la experiencia del amor. Lo ve como una muestra de fragilidad humana o, en el mejor de los casos, como un vehículo indispensable para la procreación. Lo que no logra comprender es cómo se relaciona con la vida y la muerte. La hija de Rappaccini es importante para mí precisamente porque explora este tema: la posición del amor en el plano general de nuestras vidas; el significado que tiene frente a los opuestos que delimitan nuestra existencia.

¿Por qué son importantes estos temas para mí? ¿Soy el tipo de compositor que necesita esconderse detrás de cuestiones serias para que su música suene importante? Espero que no. Sencillamente, estos temas son importantes para mí, para mi vida, como lo son para la mayoría de las personas. Escribir música es para mí un proceso de autodescubrimiento y autocomprensión. Me preocupa, especialmente, la naturaleza del amor. Creo que la experiencia del amor es fugaz, frágil e interminable. Creo que es el único punto donde la vida y la muerte se entrelazan. Creo que es el único momento en el que el tiempo se detiene y a los seres humanos se les permite saborear la inmortalidad. Identifico la esencia de la música con estas inquietudes, y a través de ella intento captarlas y comprenderlas. La música es privilegiada, por encima de las demás formas de arte, cuando intenta alcanzar nuestros sentimientos más íntimos. La música siempre nos habla con la verdad, no la cuestionamos, porque sabemos que nunca miente.

Antes de terminar, me gustaría hablar un poco sobre las escenas finales de ambas óperas. En el primer caso, Beatriz ha llegado al final de su vida; en el segundo, Florencia al final de su viaje. En ese punto, las dos atraviesan una transformación que solo puedo describir como un renacimiento.

Mientras Beatriz Rappaccini canta su aria final, se quita la capa superior de su vestido, una capa pesada y terrenal, por así decirlo. Se queda con un vestido blanco y sedoso que la deja libre; así, su imagen coincide con la libertad de su voz mientras se eleva y surca el cielo.

Ya di el salto, ya estoy en la otra orilla. Jardín de mi infancia, paraíso envenenado, árbol, hermano, mi único amante, ¡cúbreme, calcíname! Disuelve mis huesos y mi memoria…
Ya caigo, caigo hacia adentro y no toco el fondo de mi alma.

(Del libreto de La hija de Rappaccini)

Beatriz se desploma al pie del árbol. Giovanni la toma en sus brazos. Las luces se apagan lentamente; los personajes se van sin ser vistos. La tragedia humana ha pasado. Lo único que queda es el jardín, que cobra vida con una luz y un color deslumbrantes, transformando la tragedia en lo único capaz de redimirla: la belleza imperecedera.

Veamos ahora qué pasa con Florencia. Al final de su viaje, ella experimenta una evolución similar. Mientras canta su aria final, su voz, su canción y ella misma se entrelazan con la imagen de una mariposa. Ella rompe su capullo y entra en su mejor momento; su voz se eleva, su canto adquiere alas transparentes. El amor y la belleza se metamorfosean el uno en el otro y se vuelven indistinguibles.

Escúchame, Cristóbal,
mi voz vuela hacia ti
como un ave y se cierne
sobre el amor del mundo.
De ti nació mi canto,
de entre tus manos
que, en sueños y despiertas,
veneran mariposas.

(Marcela Fuentes-Berain, Florencia en el Amazonas)

La imagen de la mariposa, el momento de belleza sin par de su nacimiento, está abiertamente presente al final de Florencia. Pero es una imagen que ha estado presente en muchas de mis obras. O quizás debería decir que ha estado presente en mi mente mientras componía varias de mis obras. Me he preguntado por qué. Creo que es mi manera de afrontar la tristeza de la separación, mi manera de transformarla, de entender el momento en el que algo ya no existe, como cuando termino una ópera y me despido de personajes que han vivido conmigo durante mucho tiempo y me han enseñado tanto; que surgieron de mí para que yo pudiera nacer de ellos, que al final son indistinguibles de mí mismo.

Al inicio de esta charla dije que no teníamos que empezar por el principio; que eventualmente llegaríamos a él. Creo que estamos ahí: hemos cerrado el círculo. Ha sido un viaje de regreso –nel mezzo del cammin– muy parecido al de Florencia Grimaldi: una confrontación.

Cuando me confronto a mí mismo en el espejo, veo a un compositor que ha vivido en muchos lugares buscando sus óperas. Durante mis viajes he pensado mucho acerca de mi propia cultura, de la música y de la ópera. He buscado donde he podido para comprenderlas y desentrañar sus misterios. Al final, lo veo con claridad, he estado en busca de mí mismo, de mi lugar en el mundo, de mi propia voz. ~

Traducción del inglés de Emilio Rivaud Delgado.

Conferencia impartida por Daniel Catán alrededor de 1997
en el Banco Interamericano de Desarrollo en Washington D. C.

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(1947-2011) fue un compositor mexicano.


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